Los disturbios brasileños no estuvieron inspirados en los del 6 de enero en EE.UU.
Daniel Raisbeck dice que lejos de estar inspirados en los disturbios del 6 de enero en el capitolio de EE.UU., los eventos del 8 de enero en Brasil reflejan una tradición local de violencia política.
Por Daniel Raisbeck
El 8 de enero más de 1.000 partidarios del expresidente brasileño, Jair Bolsonaro, irrumpieron la sede del gobierno del país en la ciudad capitalina de Brasilia. Afirmando que la elección de Lula da Silva el año pasado fue ilegítima, los revoltosos exigían una intervención militar para reinstaurar a Bolsonaro, quien todavía no concede una derrota electoral ante da Silva, el líder del Partido de los Trabajadores de Brasil. Bolsonaro ha estado en la Florida desde antes de la actual inauguración presidencial el 1 de enero.
Twitter pronto se inundó con imágenes de ventanas rotas y rufianes ondeando banderas, quienes, vestidos con camisetas amarillas del equipo nacional de futbol, saquearon los interiores del congreso brasileño, el palacio presidencial Planalto, y varios ministerios. Sin demora, la prensa global empezó a sentir reverberaciones de la insurrección trumpista del 6 de enero de 2021 en Washington, DC.
“La capital brasileña hace eco del 6 de enero”, se escuchó en MSNBC. “Los partidarios de Bolsonaro irrumpen en el congreso de Brasil, un eco de la invasión del 6 de enero”, decía Newsweek. “Haciendo eco del ataque del 6 de enero en EE.UU., los manifestantes brasileños irrumpen en su congreso, la corte suprema y el palacio de gobierno”, agregó USA Today. Mike Wendling de la BBC, un “reportero de la desinformación en EE.UU.”, fue más allá y comentó acerca de “cómo los aliados de Trump alentaron el ataque al congreso brasileño”, señalando que, por ejemplo, el otrora asesor de Donald Trump, Steve Bannon, había cuestionado la validez de la elección brasileña de 2022 en su podcast.
A pesar de todos los ecos globales acerca del 6 de enero —y las muchas veces que los corresponsales extranjeros se hacen eco entre sí— los distubios en Brasil el 8 de enero eran en gran medida parte de la tradición local de violencia política con turbas, una táctica que la izquierda brasileña ha llegado a dominar totalmente. Para ciertos locales, de hecho, el acto de matonismo bolsonarista del 8 de enero era más bien un recordatorio de la huelga general en mayo de 2017 que del asalto al capitolio estadounidense hace dos años.
En ese entonces, Brasil estaba en el medio de una crisis fiscal conforme la economía luchaba por recuperarse de una profunda y larga recesión de dos años. El entonces presidente Michel Temer, un izquierdista que había reemplazado a la removida Dilma Rousseff en 2016 (Temer había sido el vicepresidente de Rousseff) buscó implementar reformas ligeras a las leyes laborales notablemente rígidas del país y fijar la edad mínima de jubilación a los 65 años. Como Reuters explicó en ese entonces, era común que los trabajadores brasileños se “retiren” con beneficios completos a la edad de 50 años”. Los principales sindicatos de Brasil, sin embargo, tenían otros planes.
El Partido de los Trabajadores y el Partido Comunista, entre otros, líderes de sindicatos dijeron que Temer, a quien la Corte Suprema estaba investigando por corrupción bajo el escándalo de amplio alcance de Odebrecht, era un presidente ilegítimo. Ellos exigían una renuncia y una elección aún cuando, si Temer hubiera renunciado, un presidente interino hubiese sido instalado por ley hasta fines del periodo establecido. Tomando la ley en sus manos, sin embargo, los sindicatos hicieron un llamado a una huelga general que buscaba derrocar al gobierno.
En la noche del 24 de mayo de 2017, Bloomberg reportó lo siguiente:
“En medio de frecuentes colisiones con la policía, los manifestantes movilizados por los principales sindicatos laborales brasileños irrumpieron en varios ministerios, provocando muchos daños e incendiando el ministerio de agricultura, según GloboNews. Todos los edificios de ministerios luego fueron evacuados y los empleados públicos fueron enviados a casa”.
Eso puede que suene terriblemente familiar —sino idéntico— a los eventos ruinosos del 8 de enero en Brasilia, excepto por el hecho de que los edificios de gobierno estaban vacíos la semana pasada. No todos los comentaristas, sin embargo, consideraron ambos ataques como algo igual de censurable.
Considere el caso del actual ministro de justicia brasileño, Flávio Dino, quien ha ido a la prensa para condenar los disturbios bolsonaristas con el estilo de Churchill y una retórica impecable a favor de la ley y el orden. “Ellos no triunfaran destruyendo la democracia brasileña”, dijo Dino en una conferencia de prensa. “Debemos decir esto con toda la firmesa y convicción. No aceptaremos el camino de la criminalidad para realizar luchas políticas en Brasil. Un criminal es tratado como un criminal”.
En 2017, sin embargo, Dino, que era entonces gobernador del estado de Maranhão, una región donde el Partido de los Trabajadores es fuerte en el noreste de Brasil, adoptó una posición un tanto diferente de la huelga general y sus objetivos. En Twitter en la mañana del 24 de mayo, semanas después de que la huelga había demostrado ser un asunto inherentemente violento, Dino escribió que “la voz del pueblo se hará escuchar hoy en Brasilia. Esta es un actor político esencial que los analistas muchas veces ignoran. Ojalá todo se de en paz”.
Conforme las cosas se desarrollaron, “la voz del pueblo” resultó ser un eufemismo para que una turba violenta ignore el sistema basado en reglas que Dino dice defender hoy. Como comenta Helio Beltrão, presidente del Mises Institute de Brasil: “Hace cinco años, Flávio Dino alentó las protestas que quemaron los ministerios. Esos izquierdistas que hoy repudian con razón [los eventos], ¿qué decían en 2017?”
Habiendo alentado el intento de derrocamiento de un presidente con un mandato constitucional hace tan solo cinco años y medio, da Silva denunció los eventos del 8 de enero en contra de su propio gobierno como “bárbaros” y “abominables”. Naturalmente, sus aliados regionales han repetido esta línea, en algunos casos con todavía menos autoridad moral para condenar la violencia política que el mismo presidente brasileño.
El presidente chileno Gabril Boric, por ejemplo, condenó “el vergonzoso ataque en contra de las tres ramas del estado brasileño por parte de bolsonaristas” y aún así ayudó a derrocar el orden constitucional de su país y solo llegó al poder luego de aprovecharse de las protestas más violentas en la historia latinoamericana reciente. El presidente colombiano Gustavo Petro de igual manera denunció “el golpe fascista” en Brasil, agregando que “la derecha ha sido incapaz de mantener el pacto de la no violencia”. Hasta hace tan poco como el año pasado, sin embargo, Petro estaba dando señales de que tomaría las armas una vez más —empezó su carrera política como un miembro de la letal insurgencia M-19— si perdía la elección presidencial. Al igual que Bolsonaro, Petro advirtió que, si él perdía, sería debido a un fraude electoral, de manera que no aceptaría un resultado negativo. Esas preocupaciones desaparecieron en el momento en que fue declarado el ganador.
Los eventos del 8 de enero de hecho son despreciables. Pero la izquierda dura de América Latina se ha destacado en el arte del sabotaje político y el uso táctico de la violencia en contra de gobiernos legítimos en funciones, todo mientras venden una narrativa a la prensa global de la lucha por la justicia social, una postura noble en contra de la “austeridad”, o la defensa en base a principios de los derechos humanos. En cambio, ambos bandos exhiben una voluntad de poder preocupantemente hipócrita.
Este artículo fue publicado originalmente en Reason (EE.UU.) el 10 de enero de 2023.