En torno a William y Kate

Alberto Benegas Lynch (h) señala la aparente contradicción entre el apoyo a la redistribución de riqueza, expropiando el fruto del trabajo de otros, mientras que "se observa el encandilamiento y la fascinación colectiva y muy generalizada por la celebración de acontecimientos y matrimonios como el de los herederos al trono en Westminster".

Por Alberto Benegas Lynch (h)

Intriga sobremanera como está tan difundida la idea de expropiar el fruto del trabajo de otros (especialmente de los considerados ricos) y aplicar la guillotina horizontal a través de la llamada redistribución de ingresos y, simultáneamente, se observa el encandilamiento y la fascinación colectiva y muy generalizada por la celebración de acontecimientos y matrimonios como el de los herederos al trono en Westminster, con toda la pompa y la llamativa exhuberancia y lujo del caso.

Aparentemente hay aquí una contradicción y no me estoy refiriendo a las personas recatadas que solo miran esas ceremonias por su valor estético, estoy aludiendo a la enorme mayoría de personas que adhieren con entusiasmo y propician enfáticamente el igualitarismo y, sin embargo, se fascinan con la exhibición de toda la fabulosa parafernalia de marras.

Conviene a esta altura consignar que este fenómeno no se circunscribe a la nobleza inglesa, sino que se extiende a personajes como Eva Perón con sus abundantes joyas, cientos pares de zapatos, múltiples tapados de piel y demás vestuario estruendoso y chillón, a los Trujillo, Pérez Jiménez, Strossner, Somoza latinoamericanos y a los Idi Amín Dada, Mobutu o Haile Selassie africanos, los Sha de Persia/Irán y toda la caterva de canallas que pululan por el planeta.

Los súbditos son explotados miserablemente por esos gobiernos y, al mismo tiempo, a la gente le atrae la riqueza colosal de estos megalómanos (hasta que las tropelías son tantas que los deponen pero en no pocos casos siguen disfrutando de fotografías y documentos donde los tiranos exhiben sus frondosos y siempre malhabidos patrimonios, en algunos casos rechazan personalmente a esos caudillos pero guardan una secreta admiración por lo que denominan con la patética y morbosa calificación de “indiscutibles políticos de raza”). Claro que en estos casos aquellos que centran su atención en la estética (y en la ética) discretamente retiran sus miradas de semejantes demostraciones de grosería superlativa.

Es indudablemente ridículo, digno de una tragicomedia no muy elaborada, el que la gente se deslumbre con que tal o cual princesa o reina se saque fotografías acariciando a los niños y dándole de beber a los ancianos y así conquistan el mote de “la princesa del pueblo” y disparates de tenor equivalente, olvidando de donde provienen sus cuantiosos ingresos. Salvando lo grotesco, es similar a las Evitas (o Evitos) de nuestra tierra que aparecen besando bebés mientras abren cuentas numeradas en Suiza con fondos extraídos de las arcas fiscales para preservar dichos caudales —apropiados ilegítimamente— de los dislates que ellos mismos adoptan en sus países.

Es curioso, pero la algarabía popular no se constata cuando un Vanderbilt o un Rockefeller organiza una fiesta en sus descomunales residencias (a menos que se trate de un gobernante, entonces los Kennedy saltan a la palestra). A primera vista, uno podría concluir que lo que define la materia que tratamos es la reiterada y persistente propaganda anti-empresaria y las loas cantadas sin tapujos a diestra y siniestra al Leviatán, pero, sin embargo, los empresarios de la música (especialmente del rock) y los deportistas profesionales están exceptuados de tales vilipendios y enojos. Seguramente esto último se debe a que el público en general no los considera vinculados al comercio sino a una especie de entrega bienhechora, mágica y desinteresada a los fans.

En todo caso, dejando de lado esta última situación en el que surge un hechizo especial también de dominación aunque de una naturaleza bien distinta a la vinculada al poder político, decimos que tras toda la antedicha adoración, conciente o inconcientemente, flota la idolatría y un atractivo al mando por el mando mismo en el contexto del aparato estatal. En estos casos no hay envidia, es decir, aparentemente la gente no siente fastidio o molestia por el “éxito” ajeno, ni hay celos ya que estos necesariamente implican una relación tripartita en la que una de las partes en el triángulo siente amenazado lo que considera le pertenece.

Entonces, tal vez podamos conjeturar que no hay tal contradicción entre el sentimiento igualitario y el fausto imperial ya que, con una alta dosis de masoquismo, miran al gobernante como el ungido para propósitos redistributivos y a tal fin lo ubican a unas alturas privilegiadas muy por encima del vulgo.

En EE.UU., por ejemplo, se trasmitió la referida boda que comentamos por casi todos los canales televisivos a pesar de que la independencia de ese país se debió a luchas sangrientas contra la corona británica (más específicamente contra la prepotencia de Jorge III) y repudiaron abiertamente la monarquía como sistema de gobierno que consideraron incompatible con los principios y valores republicanos.

En el fondo, estos espectáculos revelan un estado de anestesia más o menos generalizada respecto a los peligros y las amenazas de las constantes extralimitaciones del monopolio de la fuerza que denominamos gobierno, revestidos de una notable dosis de riqueza que no proviene de donaciones ni entregas voluntarias sino que son el resultado de la coacción.

El mundo está en llamas pero hay quienes necesitan de la fábula del príncipe azul para calmar los nervios y enfrentar la realidad más tonificados y vigorosos (se estima que dos mil millones de personas vieron el acontecimiento de referencia)…el asunto es que el recreo que eventualmente proporciona el show, realmente (ya que en otro sentido hablamos de realeza) facilite ver lo real de la realidad y no continuar por otras vías en una espesa nube de distracción y sacudirse el letargo, desafortunadamente tan común en estas épocas de alarmante mediocridad.

De más está decir que lo dicho para nada afecta a las personas de William y Kate que por el momento son del todo inocentes respecto al poder, solo están en la línea sucesoria y que, por otra parte, dentro de la monarquía, si de males menores se trata, es de desear que se cumpla el vaticinio de Diana en cuanto a que, de algún modo que por ahora no se vislumbra, la recargada corona no termine en la testa del impresentable Charles quien no perdió la oportunidad de ratificar en esta ocasión su pésimo gusto al declarar públicamente sobre los novios que “hace rato vienen practicando”.

Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de América (EE.UU.) el 5 de mayo de 2011.