Universidades anacrónicas
Anderson Ayala Giusti indica que la gratuidad y autonomía que antes caracterizaban a la gran mayoría de las universidades en América Latina, mientras que continúan inmutables en Venezuela, han visto cambios evolutivos en el resto de la región conforme las universidades han mejorado sus finanzas y desempeño.
“La ‘mística’ de la institución universitaria latinoamericana son su gratuidad y su autonomía”. Con esa simple frase el venezolano Carlos Rangel describía el modelo de universidad pública que existía para 1970 en América Latina, justo al momento de publicar su libro Del buen salvaje al buen revolucionario. Esos dos rasgos elementales han permanecido prácticamente inmutables en Venezuela, mientras que en el resto de la región han visto cambios evolutivos en pro de su sostenibilidad. Ese rezago, esa obstinación en querer perpetuar un modelo que tal vez fue funcional a mediados del siglo XX, pero que ya hoy resulta anacrónico, no representa más que un grillete que impide avanzar a la universidad venezolana, condenándola a todo tipo de problemas, vicios e intromisiones externas que la hacen disfuncional.
Mucho debe ese modelo a la Reforma Universitaria de Córdoba (Argentina) en 1918, cuando los estudiantes pujaron por una “democratización” interna de la institución. Tal reforma se extendió a todo el continente con el transcurrir de los años, y a partir de ésta se configuró el modelo que describía Rangel, casi estandarizado a lo largo de la región. Al menos en el caso de Venezuela, la ‘gratuidad’ vino dada por el subsidio masivo del Estado, producto de los ingentes recursos petroleros y la política del ‘Estado Docente’, en tanto que la autonomía, en palabras de Rangel (1976), consistía “en la elección de las autoridades por un claustro compuesto por profesores y estudiantes, en la inversión discrecional de los recursos transferidos por el Estado, y en ser el recinto universitario un ‘no man's land’ en cuanto a jurisdicción policial” (p267).
Pero más debe aún al ‘Mayo Francés’ de 1968, aquella explosión efervescente de una joven izquierda francesa que se hallaba en las aulas, decidida a incidir en su sociedad con mayor ahínco. Este movimiento también se extrapoló a todo el hemisferio occidental, y tuvo particular incidencia en Venezuela, donde dio piso a la inmediata Renovación Universitaria que se desencadenó en la Universidad Central de Venezuela (UCV) en 1969 –aunque con efecto dominó en otras casas de estudio–, y que culminó con el allanamiento del recinto, la clausura temporal de la universidad y la imposición de una Ley de Universidades vigente hasta hoy. Renovación que, por cierto, según reseña uno de quienes la vivió como profesor, el economista Héctor Silva Michelena, pecó por el exceso de “orientación marxista” que imprimió a muchos de sus programas ‘renovados’. “Aquí estuvo el primer costo académico grave: la marxización absoluta” (SIC), relata.
Esos dos grandes hechos –la Reforma de Córdoba y el ‘Mayo Francés’– explican el transitar de las universidades públicas nacionales, al menos desde mediados del siglo XX en adelante. Un camino normado por una ley que tiene más de medio siglo intacta, y que pervirtió a la universidad venezolana, porque configuró un modelo político que acabó distorsionando su función natural. La universidad, por esencia, es una institución académica encargada de producir y de promover el conocimiento, y la Ley de Universidades de 1970 lo que hizo fue volverla una institución política que, como corolario, pasó a resguardar los mismos vicios y corruptelas de la política nacional.
Basta siquiera imaginar cómo puede seguir sobreviviendo en la región una universidad cuyos ingresos dependen totalmente del Estado, cuyos programas de estudio –sobre todo en ciencias sociales, políticas y humanas– están parcializados y atascados en teorías y visiones obsoletas, y cuyas estructuras internas de representación y escogencia solo apalancan sujetos a la tarima de la captación de poder político. Ello, como lo demuestran hoy en la práctica las universidades públicas de Venezuela, resulta no solo inviable, sino francamente ficcionario.
A partir de aquí surge la pregunta, ¿qué se propone entonces para cambiar esta realidad? Es más que evidente la necesidad de un nuevo modelo de gestión universitaria, y la intención aquí es nada más delinear algunos trazos fundamentales que puedan marcar un criterio de prosecución.
Es común escuchar sobre todo a dirigentes estudiantiles clamando hoy por la “autonomía” en las universidades públicas, pero realmente ninguno tiene idea de para qué o de qué hacer con esta. La ondean como bandera para mantener al margen la participación estatal, aunque paradójicamente le abren paso a la intromisión –aún más descarada– de los partidos políticos en los que militan, con el fin de conquistar ‘espacios de poder’ mediáticos. Aquí se puede ver ya la perversión de la herencia legada por la Reforma de Córdoba, que por ende implica un primer eje de replanteamiento.
La autonomía garantiza que la universidad pueda diseñar sus programas de estudio, sus metodologías de enseñanza y sus recursos prácticos según lo considere más conveniente, pero ello no puede seguirse dando en el marco de un profundo sesgo doctrinario ya institucionalizado. Palabras más, palabras menos, es necesario echar atrás esa “marxización” (SIC) de la que hablaba Silva Michelena, para dar paso al estudio integral de un conjunto más plural de visiones realmente científicas, y por ende alejadas de los mitos construidos para manipular la concepción del mundo.
Pero, sobre todo, la autonomía es esa libertad de que debe gozar la universidad para trazarse su futuro y sus líneas de desarrollo como lo decida. Muestra de ello la tenemos en la Universidad de Cambridge, una de las universidades más prestigiosas del mundo. Aunque su estatus es el de una universidad pública, no por ello es ‘gratuita’ para quienes acceden a su educación. Para el año 2019, reportó un presupuesto central de más de 2.000 millones de libras esterlinas, un cuarto de lo cual provenía nada más de contratos de investigación y de subvenciones. Ello sin considerar el presupuesto de cada uno de los 31 colleges que la componen. Esa cifra se puede constatar en el documento “Reports and Financial Statements 2019” de la universidad, que como añadidura es de acceso público, algo por cierto imposible de encontrar en cualquier universidad de Venezuela (pero todavía muchos estudiantes siguen clamando por un “presupuesto justo” otorgado por el Estado).
Hay que preguntarse qué puede hacer una universidad con más de 2.000 millones de dólares, y la respuesta nos hará ver que ese es el camino correcto. En Venezuela la ley obstaculiza y casi impide cualquier participación privada en una universidad pública, pero si se reforma todo ese marco jurídico –no solo en este aspecto de autonomía financiera–, sería posible pensar en unas universidades cuyo 25% del presupuesto, por ejemplo, provenga de alianzas, convenios, servicios y contratos con empresas privadas –o incluso estatales–, sobre todo en el marco de la investigación. Con esto, además, las universidades pasarían a ser motores de desarrollo en sus respectivos estados.
Otro 25% del presupuesto total podría provenir de los aportes de los miles de egresados que tienen las universidades venezolanas, como ocurre en muchas de las mejores universidades del mundo, donde los egresados representan un apoyo en la subvención de la matrícula de algún estudiante, o simplemente hacen aportes para espacios puntuales (bibliotecas, laboratorios, centros de investigación, etc.). Y si la universidad retoma su rol científico, sus egresados saldrán mejor capacitados para poder, en consecuencia, estar más involucrados a posteriori. Prueba de ello la tenemos en el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT por sus siglas en inglés), cuyos egresados son actores importantes en el marco de una economía del conocimiento, tal como lo refleja el documento “Entrepreneurship and Innovation at MIT” del año 2015, en el que se exhiben las contribuciones de los egresados del MIT a la economía estadounidense.
Es evidente que otro 25% del presupuesto tendría que venir dado por el pago de las matrículas, al menos en diferentes escalas, y no ya por un subsidio total como ocurre hasta el día de hoy. La experiencia ha demostrado que lo que se recibe gratis no se valora tanto como aquello que se costea con esfuerzo, y por ello es necesario, incluso en aras de un sincero sentimiento de pertenencia, el cobro de las matrículas universitarias, ajustable a la realidad socioeconómica de cada estudiante, tal como ocurre con el modelo de universidad pública en Colombia, donde el estudiante costea solo un porcentaje de la matrícula (mayor o menor según su estrato social). Algo así podría ser adaptado en Venezuela, para evitar el subsidio a estudiantes que perfectamente pueden costear su matrícula.
Y por último, el restante 25% del presupuesto total de la universidad pública podría provenir del Estado, que en el pasado ha demostrado un interés de invertir en la educación, y que podría mantener pero de forma competitiva –sin monopolios–. En un esquema como este, las universidades públicas en Venezuela tendrían suficiente autonomía para trazarse su futuro con libertad.
Todo esto, claro está, no podría aplicarse de un día para otro, pero sí ofrece algunas ideas sobre el nuevo modelo de gestión universitaria de cara al futuro, una vez que el país recobre su libertad. Esta es la dirección a la que apuntan muchas de las universidades de vanguardia en la región, y a la que tal vez apuntan algunas pocas universidades nacionales y públicas como en el caso de la Universidad Simón Bolívar, y privadas como en el de la Universidad Metropolitana. El rezago no puede seguirse permitiendo en una materia de tan importante contribución para el desarrollo, pero para ello es imperativo sacarse el velo de los mitos, ilusiones y ficciones que pretendidamente se han construido desde las ciencias sociales, políticas y humanas en las universidades públicas del país, a la luz de viejos resabios e ideas que han demostrado fracasar una y otra vez.