Sobre las buenas relaciones con los gobiernos malos
Stanley Kober explica que "los dilemas de la diplomacia son inevitables, pero se agravan si EE.UU. no cumple con sus principios, dilapidando su autoridad moral y su poder".
Por Stanley Kober
El movimiento revolucionario que está esparciéndose en Oriente Medio ha planteado la pregunta de si EE.UU. ha favorecido a la estabilidad antes que a la democracia. Es una acusación fácil de hacer en vista del respaldo que, en el pasado, EE.UU. le ha dado a presidentes que se mantienen en el poder por décadas y a reyes que gobiernan perpetuamente. Pero eso es algo demasiado sencillo.
EE.UU. reconoce otros países no como un acto de aprobación, sino simplemente para mantener contacto con sus gobiernos.
Seguramente, algunos gobiernos son tan odiosos que EE.UU. no mantiene relaciones diplomáticas con ellos —Irán y Corea del Norte, por ejemplo.
Pero esa política tiene sus desventajas. La ausencia de una embajada estadounidense en esos países significa que renunciamos a las observaciones por parte de diplomáticos que reportan acerca de eventos políticos, económicos y de otra índole. Muchos aliados de EE.UU. mantienen relaciones diplomáticas con Irán y Corea del Norte por esa razón.
Estos aliados están buscando el reconocimiento diplomático no para recompensar a esos regímenes, sino simplemente para reconocer que estos están en el poder. Si un determinado grupo de personas controla un territorio, entonces son esas personas con las que usted tiene que tratar, incluso si le parecen reprobables.
Pero el reconocimiento también significa que uno debería guardar ciertos parámetros de comportamiento. Los límites de esos parámetros fueron identificados en la Declaración de la Independencia, la cual afirma que los estadounidenses consideraban a los ingleses “como consideramos al resto de la humanidad, Enemigos en la Guerra, Amigos en la Paz”.
Si ese es el estándar, los estadounidenses tienen un problema. En pocas palabras, uno no subvierte a un amigo. Incluso si no consideramos a un gobierno como un amigo —incluso si nos tapamos la nariz mientras trabajamos con este— la subversión causa problemas de conducta internacional, porque el Estado de Derecho está basado en la aplicación equitativa de la ley. De manera que si nosotros podemos subvertirlos, ellos tienen permiso de subvertirnos a nosotros.
Por esta razón es que el principio de la no-intervención en asuntos internos de otros países es tan ampliamente defendido. Si los países interfirieran frecuentemente en los asuntos de otros países con la intención de subvertir sus gobiernos, el Estado de Derecho internacional no tendría sentido; ni siquiera sería una aspiración. Esto aumentaría la tensión y el riesgo de conflictos.
¿Acaso el reconocimiento diplomático significa, entonces, que simplemente debemos vivir con gobiernos tiránicos? ¿Están nuestras manos completamente atadas una vez que reconocemos estos regímenes?
Winston Churchill contestó esto en su famoso discurso de la “cortina de hierro”, en 1946: “No es nuestro deber en este momento, cuando las dificultades son tan numerosas, interferir a la fuerza en los asuntos internos de países que no hemos conquistado en guerra. Pero nunca debemos dejar de proclamar en tonos audaces los grandes principios de la libertad y de los derechos del hombre…”.
Para hacer eso de con eficacia, no obstante, la conducta propia de una nación debe reflejar esos valores. Desafortunadamente, la conducta reciente de EE.UU. ha socavado su credibilidad en ese aspecto.
La guerra en Irak ha sido particularmente dañina. “Incluso mientras EE.UU. estaba librando una guerra parcialmente en nombre de la democracia, una gran mayoría del público árabe se opuso apasionadamente a esta, e incluso muchos gobiernos aconsejaron no hacerlo —en gran parte, por miedo a la oposición pública”, dice Shibley Telhami, quien realiza encuestas de opinión en países árabes.
Los analistas árabes también están expresando una creciente preocupación acerca del comportamiento anti-democrático del actual gobierno iraquí. El resultado de la guerra en Irak, simbolizado por la fuga en terror de los habitantes cristianos, genera una pregunta incómoda acerca del poder estadounidense.
Esa pregunta está reesforzada por los sucesos en Líbano. En 2006, cuando Israel y Hezbollah combatieron, la entonces Secretaria de Estado Condoleezza Rice dijo que el conflicto representaba “los dolores de parto de un nuevo Oriente Medio”. Ahora que Hezbollah ha surgido triunfante de una pugna por poder con el Primer Ministro Saad Hariri —respaldado por EE.UU.— las palabras de Rice toman un significado que, sin duda, ella nunca pretendió.
Si hay alguna razón para ser precavidos acerca de los movimientos revolucionarios que ahora afectan a Oriente Medio, es que Irán los ve de manera favorable (con la excepción del movimiento dentro de Irán, por supuesto). En un sermón el mes pasado, Ayatollah Ahmad Khatami alabó las manifestaciones en otros países, afirmando que estas seguían el ejemplo de la revolución iraní de 1979. La agencia iraní de noticias Fars News ha reportado la creación de una organización de Hezbollah en Túnez que sigue el modelo de la que hay en Líbano.
Los dilemas de la diplomacia son inevitables, pero se agravan si EE.UU. no cumple con sus principios, dilapidando su autoridad moral y su poder. Desafortunadamente, EE.UU. no está en la posición de superioridad moral que poseía cuando la democracia llegó al bloque comunista hace 20 años.
Entre toda la preocupación y los consejos que ahora consumen a Washington, la cruda realidad podría ser que, al menos por ahora, la capacidad de EE.UU. de influir en los acontecimientos es más limitada de lo que nos imaginamos. Tal vez solamente podemos ver y esperar, y rezar que las personas que buscan libertad consigan realizar sus sueños.
Este artículo fue publicado originalmente en The Philadelphia Enquirer (EE.UU.) el 17 de febrero de 2011.