AMLO y la "Cuarta Transformación" en México
Roberto Salinas-León considera que la llamada "Cuarta Transformación" de Andrés Manuel López Obrador hasta ahora ha constituido una completa arremetida contra las instituciones de México que se habían empezado a desarrollar con las reformas del último cuarto de siglo.
De acuerdo a Enrique Krauze, un destacado intelectual del pensamiento liberal en México, en América Latina “soplan vientos autoritarios”, caracterizados por caudillos que llegan al poder por la vía democrática, pero que de inmediato buscan consolidar un poder total sobre un sistema de gobierno concentrado, basado en una visión particular de orden y virtud morales.
México se está perfilando como una víctima de esta creciente ola de populismo iliberal. Andrés Manuel López Obrador (conocido por sus siglas, AMLO) ganó las elecciones presidenciales del 1º de julio de 2018 de forma abrumadora y asumió la silla presidencial de México el 1º de diciembre de 2018. Desde el principio, y todavía como presidente electo, López Obrador inició una amplia cruzada contra la “larga pesadilla neoliberal” que, según él, dejó al país en ruinas. En su lugar, AMLO ha prometido llevar a cabo la “Cuarta Transformación” del país (según López Obrador, las primeras tres transformaciones son: la Independencia de 1810; la Reforma de 1861 que culminó con la separación del Estado y la Iglesia y la Revolución de 1910), a la cual define como un movimiento revolucionario que acabará con la corrupción, eliminará las desigualdades sociales y económicas y asegurará la auto-suficiencia nacional.
Hasta ahora, los vientos autoritarios de López Obrador reflejan un apego a políticas públicas tóxicas, así como un desprecio hacia los pesos y contrapesos independientes y una creciente intolerancia hacia cualquier punto de vista que sea incompatible con su noción preconcebida de una constitución moral de una sociedad virtuosa. México ya entró en recesión, con una tasa de crecimiento de -0,1% en 2019, con disminuciones en sus calificaciones crediticias y con un freno abrupto de la inversión productiva. Carlos Urzúa, el primer Secretario de Hacienda de López Obrador, presentó su renuncia sólo siete meses después de asumir el cargo. Sus motivos: López Obrador estaba tomando decisiones de política pública basándose en caprichos y criterios clientelares, ajenos a un análisis de costo-beneficio. Urzúa fue, como era de esperarse, satanizado como traidor neoliberal.
Sin embargo, quizás Urzúa se quedó corto en sus afirmaciones. La forma en que López Obrador toma decisiones representa una peligrosa combinación de ignorancia, intolerancia y resentimiento. Y ello conlleva el resurgimiento prospectivo de un régimen hegemónico similar al de la “dictadura perfecta” que permitió al viejo Partido Revolucionario Institucional (PRI) permanecer en el poder por más de siete décadas durante el siglo XX. Este sistema consiste en utilizar recursos públicos para otorgar dádivas fiscales a clientelas selectas, forjando así una base electoral y fortalecer acuerdos con grupos de interés específicos, así como reorganizar la burocracia federal de forma que la devoción al líder sea el único criterio imperante. En resumen, López Obrador está confirmando los peores temores de la sabiduría convencional: que su estilo de gobierno es más afín al populismo irracional de Hugo Chávez que a gobiernos más moderados de una izquierda progresista.
Aún así, AMLO todavía ostenta niveles de aprobación del 65%. No hay duda sobre las razones por las que el Movimiento Regeneración Nacional (Morena) logró una victoria tan aplastante en 2018. El partido se benefició electoralmente de la creciente y sangrienta ola de violencia, de los sonados casos de corrupción, compadrazgo e impunidad, y de las tasas de crecimiento mediocres que caracterizaron al gobierno de Enrique Peña Nieto como la administración con menor aprobación en la historia moderna de México. López Obrador fue capaz de posicionarse como un auténtico salvador, prometiendo poner fin a la corrupción y al corporativismo. En palabras de Francis Fukuyama, él fue capaz de explotar la “política del resentimiento” con los ciudadanos frustrados y enojados con la percepción de injusticas impuestas por una élite indiferente. Además, López Obrador fortaleció la narrativa de su causa con la promesa de restaurar la dignidad popular a través de una “constitución moral”.
Bajo el paradigma de López Obrador, el rol del gobierno consiste en asignar fondos a grupos sociales específicos, no en crear las condiciones para fomentar más inversiones. El programa de distribución de apoyos económicos directos (casi $10.000 millones) constituye un caso clásico de clientelismo. Tal como nos advierte el pensador mexicano Jesús Silva Herzog, detrás de la fachada de la “austeridad fiscal...yace una convicción autocrática de patrimonialismo”, en la cual los recursos federales pueden cambiarse y reasignarse como si fueran propiedad del gobernante de turno.
El reto fundamental que encara México es si López Obrador utilizará la Cuarta Transformación para desarticular varias de las reformas de mercado que, con gran trabajo, se lograron implementar en último cuarto de siglo. Estas reformas incluyen tanto la apertura al comercial multilateral, el quizás lento (y errático) desarrollo de pesos y contrapesos, así como la transición hacia un prolongado episodio de estabilidad monetaria bajo un régimen de banca central independiente y el cambio transformacional que se logró con la apertura del sector energético (la reforma de 2014 que abrió el sector energético a la inversión privada en todas las áreas de la cadena productiva).
Vox populi
López Obrador ha optado por el uso de “consultas populares” para decidir sobre la implementación de iniciativas importantes. Estas incluyen la construcción del nuevo aeropuerto en la Ciudad de México (Texcoco) y de una nueva refinería en su estado natal, Tabasco. Hasta ahora, las consultas que se han realizado han sido una farsa: tienen una participación de menos del 1% de los votantes registrados y se llevan a cabo en áreas casi totalmente controladas por Morena. Además, las preguntas se plantean con un flagrante sesgo a favor de lo que López Obrador ha decidido de antemano. Esta estrategia le ha permitido confundir su popularidad personal con decisiones de política legitimadas por un mandato popular. El resultado real de esta estrategia ha sido el desplome pronunciado de la confianza de los inversionistas, lo cual subraya la idea de quienes afirman que su mecanismo de decisión es una mezcla de ignorancia, intolerancia y resentimiento:
- El ejemplo más sobresaliente del autoritarismo de López Obrador ha sido su decisión de cancelar el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (un proyecto de infraestructura de más de $13.000 millones) diseñado para generar un valor agregado significativo a través de nuevas cadenas productivas y que esperaba convertirse en uno de los 10 aeropuertos más importantes del mundo, compitiendo con los de Chicago y Miami en conectividad global. En octubre 2018, aún todavía como presidente-electo, López Obrador convocó a la primera de sus consultas caprichosas y el resultado fue, sin sorpresas, cancelar la construcción del nuevo aeropuerto. Unos $5.000 millones ya se habían canalizado al desarrollo del aeropuerto y 35% del proyecto ya se había construido. Dado que los tenedores de bonos tenían compromisos de pago a largo plazo, el gobierno no podía suspender formalmente el proyecto hasta redimir las unidades de inversión (tanto el capital, más una prima), lo que representó un monto adicional de otros $7.000 millones. En palabras del economista Arturo Damm Arnal, este es el primer proyecto de semejante magnitud en el que los impuestos de los contribuyentes fueron utilizados para descontinuar la obra.
- Otro proyecto sometido a consulta popular fue la construcción de un tren con paradas en múltiples estados, que atraviesa toda la Riviera Maya. López Obrador, como en otros proyectos, ignoró toda crítica con su típica frase: “va, porque va”. Críticos como el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) estiman que el costo real de este proyecto será de $5.000 millones, casi 10 veces la proyección oficial del gobierno.
- Otro ejemplo fue la decisión de emprender la construcción de una refinería de petróleo en el puerto de Dos Bocas en Tabasco, otro caso que también fue sometido a una consulta claramente manipulada, esta vez de “sí” o “no”. Ninguna licitación abierta se llevó a cabo y sólo cuatro empresas fueron invitadas a presentar sus propuestas. Pero las cuatro luego retiraron sus propuestas, pues los requerimientos financieros y las fechas de entrega establecidas por el gobierno eran inalcanzables. El gobierno estima que la refinería costará $8.000 millones y que será completada en tres años, lo cual constituye un pensamiento deseoso. Analistas independientes señalan que el proyecto costará más de $16.000 millones y podría demorar hasta seis años para finalizar la refinería.
- López Obrador también ha dado fuerte marcha atrás a la histórica reforma energética de 2014. Las licitaciones abiertas para la exploración y desarrollo de proyectos con nuevos capitales de inversión (nacionales y extranjeros) han sido suspendidas indefinidamente, y la práctica será sometida a otro referéndum en 2021. Los llamados “farmouts” de campos de exploración son interpretados como ataques a la soberanía nacional, y por ende son calificados como otro ejemplo de traición neoliberal, pese a que la suspensión de las subastas representa un gigantesco costo de oportunidad de $200.000 millones en capitales de inversión perdidos. Esta decisión fue rápidamente complementada por una suspensión de todas las licitaciones de capacidad eléctrica, y con ello, la pérdida de aproximadamente $20.000 millones de inversiones en proyectos de energías renovables.
- Quizás la iniciativa más tóxica, a la fecha, es la aprobación por parte de la administración de López Obrador de una nueva ley que clasifica la evasión fiscal y el incumplimiento de normas tributarias como un crimen organizado, lo cual da al gobierno la facultad de confiscar todos los activos de la parte presuntamente culpable, congelar sus cuentas bancarias, asignarle prisión preventiva y vender sus activos confiscados a cualquier precio. La violación de derechos individuales de los contribuyentes registrados con semejantes amenazas no mejorará los ingresos tributarios. Más importante aún, esta práctica constituye un retroceso significativo en materia de la de por sí frágil estructura de derechos de propiedad y libertad económica en México.
La obsesión de basar decisiones de política en ideología, en lugar de criterios de costo-beneficio, refleja el desprecio de López Obrador hacia la tecnocracia moderna. Tal como menciona el Plan Nacional de Desarrollo, la Cuarta Transformación busca un “cambio de paradigma” en donde la planeación económica sea función de la voluntad del pueblo y no de las normas impuestas por el “Consenso de Washington”.
Un liberal clásico debe asumir una posición crítica hacia soluciones preconcebidas que sean impuestas desde los altos mandos del Fondo Monetario Internacional, la última oda en Davos o la tiranía de los expertos. Pero López Obrador simplemente ha sustituido una fatal arrogancia por otra —la del líder mesiánico que sabe más que los demás, el pater familia que se encargará de los suyos bajo una noción preconcebida de virtud social. López Obrador ha anunciado orgullosamente “el fin de la pesadilla neoliberal”. Una consecuencia de definir el debate en esos términos es que cualquiera que cuestione la voluntad del líder es declarado un agente del “robo, contrario al interés nacional y al pueblo”. No sorprende, por tanto, que el debate público haya sufrido una profunda polarización.
Pesos y contrapesos
En 2006 López Obrador denunció a los tribunales electorales por un supuesto fraude electoral y emitió su famoso veredicto: “al diablo con las instituciones”. Esta amenaza se ha convertido ahora en un ataque frontal contra el sistema de pesos y contrapesos en México, incluyendo a las agencias que regulan el sector energético, el Instituto Nacional Electoral (INE) e incluso la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Naturalmente, los medios de comunicación y la libertad de expresión se han convertido en víctimas de denuncia y desprecio, prácticamente a diario.
La tendencia de satanizar a la oposición se ha aplicado incluso a los bancos y agencias multilaterales. Estas organizaciones han revisado sistemáticamente sus proyecciones de crecimiento económico hacia la baja, debido a las señales continuas de desconfianza en el clima de inversión. López Obrador rechaza todos los pronósticos e insiste que México alcanzará un crecimiento del 4% al final de su mandato sexenal. No ofrece lógica o argumento alguno, más allá de su fe en que los análisis externos dependen de una metodología defectuosa, lo que lo lleva a declarar con frecuencia: “yo tengo otros datos”. Por otro lado, suele cambiar los términos del debate, afirmando que el crecimiento económico es una obsesión estadística de los tecnócratas neoliberales y que lo que importa en realidad es el desarrollo, vía redistribución de la riqueza, ya que “nuestro objetivo final es hacer feliz a la gente”. Parecería que, para López Obrador, la realidad independiente representa un insulto personal. Incluso, ha llegado a exigir disculpas formales del Fondo Monetario Internacional, del Financial Times e incluso del Rey de España, diciendo que ninguno de ellos tiene la autoridad moral para hacer juicios sobre el desarrollo de México. Un legislador de Morena incluso sugirió expulsar a las calificadoras Moody’s y Standard & Poor’s del país.
Un aspecto importante de este ataque contra los pesos y contrapesos es que López Obrador podría tomar una medida similar con la política monetaria y así sumarse a la ola creciente que cuestiona la idea de bancos centrales independientes. La autonomía del Banco de México ha sido una de las transformaciones estructurales más exitosas del país durante el último cuarto de siglo. Ésta sentó las bases para la transición fundamental de un escenario caracterizado por una alta inflación y fuerte volatilidad en el tipo de cambio hacia uno donde impera un clima de estabilidad. Antes de la estabilidad, los mexicanos se veían obligados a tomar medidas para evitar la disminución de su poder adquisitivo, cambiando sus ingresos en moneda nacional por dólares o comprando bienes duraderos como reservas de valor. Actualmente, las preocupaciones sobre la volatilidad cambiaria o picos inflacionarios son secundarias. En el nuevo paradigma de estabilidad, la evaluación de riesgo se centra en reducción de costos reales, la competitividad del mercado y la mitigación de los altos costos de transacción (por ejemplo, el exceso de regulaciones y trámites, el ambiente de seguridad, el cumplimiento de los contratos y fenómenos similares). Este clima de estabilidad permitió el surgimiento del mercado hipotecario de largo plazo, así como el de la colocación de deuda privada a menores tasas y con mayores plazos de vencimiento, en moneda nacional.
La pérdida de esta transformación fundamental sería catastrófica. Sin embargo, esto no se puede descartar. López Obrador, hasta ahora, ha respetado la autonomía del banco central (aun cuando ha insistido sobre la necesidad de disminuir las tasas de interés). Además, es sensible a las variaciones en el tipo de cambio. Ello es alentador, pero choca poderosamente con su obsesión de desestabilizar la autonomía de otros pesos y contrapesos. No merece, por tanto, el beneficio de la duda.
Un futuro de incertidumbre
En teoría, la aversión al riesgo desalienta malas decisiones de política pública. El principal motor de la economía mexicana, además de la estabilidad monetaria, es el comercio exterior: un cuarto de siglo de liberalización comercial en todas las fronteras ha creado cadenas productivas altamente integradas, generado una acelerada diversificación de las exportaciones y el crecimiento masivo del sector externo en la economía mexicana. Pese a que su éxito está inevitablemente ligado al ciclo económico norteamericano, la diversificación de los bienes comerciables ha reducido el riesgo de dependencia sobre los recursos naturales. La mayoría de las exportaciones (87%) son destinadas al mercado de EE.UU. Adicionalmente, los consumidores mexicanos gastan grandes cantidades en importaciones: más de $400.000 millones al año, 90% en productos provenientes de EE.UU.
Las red de relaciones comerciales de México sugieren que la economía mexicana seguirá la trayectoria de una economía globalmente integrada. El gobierno de López Obrador apoya el nuevo tratado de libre comercio entre EE.UU., México y Canadá (TMEC), el cual ya fue ratificado por el Senado de México, así como el de los vecinos del norte. Esta es, hasta ahora, la mejor noticia en materia del futuro económico del país.
Sin embargo, de no corregir las políticas tóxicas propuestas, la economía mexicana sufrirá el inexorable dolor que impone la disciplina del mercado. La cancelación del nuevo aeropuerto mostró al mundo de las inversiones que el presidente puede hacer lo que quiera, cuando quiera. El miedo y la incertidumbre son el resultado natural de los caprichos presidenciales, los cuales han paralizado la inversión productiva y generado la caída en el crecimiento económico. Por supuesto, López Obrador podría optar por una estrategia de mayor pragmatismo. Sin embargo, la antes mencionada combinación de intolerancia, ignorancia y resentimiento significa una nula probabilidad de que el gobierno reconsidere decisiones tan desafortunadas, incompatibles con un clima de confianza. Por ejemplo, si se diera marcha atrás a la cancelación del nuevo aeropuerto, aun con todo el sello del nuevo régimen, se daría un gran paso en dirección a restaurar la credibilidad en el clima de inversiones. Otro paso similar en la dirección correcta sería abandonar la falsa nostalgia del nacionalismo petrolero y, con ello, reabrir las puertas a las licitaciones energéticas para así alentar la inversión productiva en exploración y explotación. Es decir, López Obrador puede adoptar políticas públicas más flexibles, sin renunciar a la narrativa popular de la Cuarta Transformación.
Por ahora, sin embargo, el futuro de México en el corto plazo no es alentador. Pese al progreso alcanzado en áreas como la estabilidad monetaria y el libre comercio en el último cuarto de siglo persisten grandes desafíos, particularmente en materia de seguridad pública y de derechos de propiedad bien definidos. El Jefe de la Oficina de la Presidencia de López Obrador, Alfonso Romo, una voz sobresaliente en la comunidad empresarial, afirma continuamente (pero de forma poco convincente) que el respeto de los derechos de propiedad es un principio fundamental de la Cuarta Transformación, y asegura que esta postura está inspirada en el lema del héroe personal de López Obrador, Benito Juárez, quien sostenía que “el respeto al derecho ajeno es la paz”. Pero una adopción genuina de esta visión requeriría desviar el enfoque hacia asegurar las condiciones para la prosperidad, especialmente en esta era de integración comercial y de flujos de capitales híper-rápidos, e implicaría una formación de capital humano orientada al mercado, así como reglas del juego en el sistema institucional que sean predecibles.
Ello, sin embargo, presupone una disposición a escuchar y una tolerancia a la crítica externa. Hasta ahora, López Obrador ha logrado perfeccionar la intolerancia hasta convertirla en un arte. Octavio Paz, el gran liberal mexicano del siglo veinte, advirtió que el gobierno suele ser un “ogro filantrópico”, el cual pisotea a los ciudadanos “según el capricho del día”. Esta es quizás la parte más inquietante de las formas de gobernar de López Obrador, más allá de sus políticas tóxicas: la fatal arrogancia de que él, y sólo él, tiene acceso a la verdad “real” sobre el destino del país. Y ello aumenta el riesgo de convertir los vientos de autoritarismo en una tormenta perfecta, dejando la oportunidad de alcanzar una sociedad abierta en México en una esperanza tristemente distante.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en Cato Policy Report (EE.UU.), edición de Noviembre/Diciembre de 2019.