La fragilidad de la democracia
Por Carlos Sabino
Evo Morales es presidente de Bolivia, Chávez tiene el total control del congreso venezolano y un candidato muy parecido a él, el teniente coronel Ollanta Humala—quien también intentara un golpe de estado hace unos años—avanza rápidamente en las encuestas para las elecciones peruanas del próximo abril. Ha habido también elecciones en Argentina, Honduras y Chile, con resultados, digamos así, más convencionales, y se preparan varias otras para 2006 en países tan importantes como México y Brasil. Con todo este panorama el lector podrá pensar que la democracia está bien consolidada en nuestra región y que, a pesar de algunos sobresaltos, la América Latina se ha convertido en un bastión de esa forma de gobierno.
Pero, examinadas más de cerca, las cosas resultan en verdad algo diferentes. Evo Morales ha llegado al poder después de que su movimiento, durante dos largos años, ha puesto en jaque a los sucesivos gobiernos del país andino, apelando a cierres de carreteras, tomas, manifestaciones violentas y hasta amenazas proferidas por sus seguidores de que, "por las buenas o por las malas", ellos se harían cargo de Bolivia. Chávez ha ganado sus elecciones después de la retirada masiva de la oposición en un ambiente cargado de amenazas, denuncias de fraude a través del sistema automatizado de votación e intimidaciones constantes a los medios de comunicación. Desde los sandinistas en Nicaragua hasta los grupos indigenistas extremos del Ecuador, desde los piqueteros argentinos hasta los etnocaceristas en Perú, toda la región está ahora bajo la presión constante de grupos, personas y partidos que—en definitiva—utilizan sin escrúpulos las libertades que ofrece la democracia para imponer sus puntos de vista a todos los ciudadanos.
La táctica, como puede apreciarse, ha resultado exitosa. Democracias consolidadas, como la venezolana, han permitido que aventureros políticos se hagan cargo del poder para, desde allí, destruir los elementos básicos sobre los que se asienta este sistema. Porque no basta, como es bien sabido, que existan elecciones regulares para que podamos definir a un régimen como democrático: es necesario que además estén presentes varias otras condiciones, como una prensa libre, un conjunto básico de valores compartidos, un mínimo respeto a los adversarios políticos, las instituciones y las leyes.
Cuando un movimiento político considera al orden existente como un blanco a destruir y piensa que sus oponentes políticos son enemigos a los que hay que aplastar apelando a cualquier método, no estamos frente a una lucha democrática sino ante una búsqueda implacable del poder como la que sostuvieran los comunistas o los fascistas.
Es cierto que Chávez y Evo Morales han llegado al gobierno gracias a elecciones libres en las que tuvieron que competir contra otros partidos en contiendas que podemos considerar como libres. Pero es verdad también que la mayoría que obtuvieron—circunstancial, como toda mayoría en un régimen libre—no los habilitaba para cambiar todas las reglas del juego e implantar, entonces, un sistema que pueda perpetuarlos en el poder. Eso es lo que ha pasado ya en Venezuela y lo que podrá pasar, muy probablemente, en Bolivia y tal vez en Perú en los próximos meses. La legitimidad de origen, debemos recordarlo, no otorga legitimidad a todo lo que luego se haga desde el poder, especialmente cuando se trata de aplastar definitivamente a todos los posibles contendores, porque la alternabilidad es un principio también esencial a un régimen de democracia liberal.
Por todo esto es que afirmamos que, contra las apariencias, nuestras democracias son frágiles y poco estables, sistemas siempre al borde de caer en las manos de extremistas y demagogos, construcciones políticas que no soportan bien ni saben asimilar el malestar social o los conflictos que en todas las sociedades se producen. Nuestros pueblos no ven en el estado al administrador de los asuntos comunes sino a una especie de encarnación de la providencia: quieren que se les atienda, que se les den constantemente dádivas o, al menos, fulgurantes promesas. Un electorado incapaz de juzgar serenamente las alternativas que se le ofrecen sucumbe con facilidad ante líderes que no vacilan en apelar a los más primitivos sentimientos para conquistar su cuota de poder. En nuestros países, lamentablemente, se ganan votos hablando contra los ricos y la oligarquía, enarbolando un nacionalismo superficial, lanzando consignas revolucionarias y atizando el resentimiento social.
No es posible saber, por el momento, si alguno de estos gobiernos demagógicos alcanzará a consolidar su dominio como lo hiciera Mussolinni en la Italia fascista o si, todavía peor, lograrán el éxito de Fidel Castro en permanecer como dictador de Cuba durante varias décadas. Vocación autoritaria no les falta, por cierto, pero hay también factores que pesan en su contra. La tentación de la corrupción y, sobre todo, la imposibilidad de crear riqueza mediante políticas nacionalistas y socialistas hacen que resulte difícil que estas nuevas formas de autoritarismo criollo puedan consolidarse. Pero, en todo caso, la conclusión por ahora es negativa: nuestros pueblos parecen empeñados en retornar a los caminos de las políticas económicas y las formas de liderazgo que tanto los han perjudicado en el pasado.