Informalidad y capital humano
Macario Schettino considera que en México la informalidad y la pobreza son prácticamente sinónimos.
Sesenta por ciento de los mexicanos tiene ingresos equivalentes a menos de 10 dólares diarios, medidos por capacidad de compra. Traducido a pesos normales, son 100 pesos diarios, tres mil al mes, que es un poco más de un salario mínimo. Ese es nuestro principal problema económico hoy: ese 60 por ciento de los mexicanos no tiene acceso a una vida cómoda y segura.
Por otra parte, 60 por ciento de los trabajadores mexicanos se encuentra en la informalidad, lo que significa que no tiene seguridad social (pensión). De acuerdo con la medición multidimensional de la pobreza, es al menos vulnerable. Pero no es sólo la falta de una pensión para cuando envejezcan, sino que desde hoy no les alcanza. Mientras que sólo uno de cada cuatro trabajadores formales gana menos de dos salarios mínimos (y parte de ellos tiene ingresos adicionales), en la informalidad esta proporción llega a dos de cada tres, es decir 66 por ciento.
Más todavía, con base en los datos publicados por Inegi que llegan a gran nivel de detalle en informalidad, podemos estimar que 40 por ciento de los mexicanos trabajan de manera informal en sólo cuatro actividades: campo, construcción, servicio doméstico y comercio, con ingresos que, en el mejor de los casos, rondan dos salarios mínimos.
En suma, informalidad y pobreza son prácticamente sinónimos en México, y es absurdo creer que uno de los dos términos se resolverá sin resolver el otro. Por ello, todas las propuestas orientadas a reducir la pobreza que no sean compatibles con la formalización de los trabajadores serán inútiles, y muy probablemente contraproducentes. Santiago Levy ha insistido mucho en que la informalidad está asociada a la improductividad, y ambas al reducido tamaño de las unidades de negocio: las microempresas tienen una productividad tan reducida que no pueden enfrentar los costos de la formalidad (impuestos, pero sobre todo pensiones).
A esta columna le parece que el origen del problema es de capital humano. No me refiero con ello sólo al problema del conocimiento, que ilustran los datos de PISA que comentamos ayer. Me refiero también a la falta de voluntad de emprendimiento, a la ausencia de liderazgo, a la creatividad misma, características que el sistema educativo mexicano destruye, en ese afán de homogeneización que le caracteriza desde su fundación como mecanismo legitimador del régimen de la Revolución.
No ignoro que siempre hay ejemplos de personas que han logrado sobrevivir a ese sistema para convertirse en destacados representantes de nuestro país en diversos ámbitos. Pero no finjamos, son un puñado.
La reforma educativa ha sido un gran avance en varias dimensiones. Quitarle al sindicato el control fue un gran paso, promover la evaluación y mejoramiento continuo de los maestros es otro. Pero el énfasis en igualar a los alumnos es un problema mayor, y ni siquiera es explícito. Puesto que la única forma de igualar es a la baja, no es de extrañar que México tenga un resultado promedio en PISA sólo inferior a Chile y Uruguay, pero en porcentaje de jóvenes en excelencia casi toda América Latina está por encima de nosotros. Gran promedio, cero liderazgo.
Pero el discurso nacional sigue siendo en contra de líderes y emprendedores, en contra del éxito individual. Se trata de un discurso colectivista que sigue vigente en la escuela y se aprende a conciencia. Y cuando la acción colectiva es un fracaso, como nos ocurre en los deportes, y ahora en la política, nos invade el pesimismo y la depresión. Tenemos que entender que el futuro del país depende esencialmente de la producción de líderes en todos los ámbitos. Y para ello, de verdad hay que transformar la escuela.
Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 18 de abril de 2018.