Los orígenes de la desigualdad
Gabriela Calderón de Burgos señala que la desigualdad no necesariamente se deriva de un proceso o reglas del juego injustos, y que cuando si se deriva de estos, se debería combatir aquellos procesos que desalientan la competencia y fomentan la búsqueda de rentas.
Por Gabriela Calderón de Burgos
Los empresarios y líderes políticos reunidos esta semana en Davos han manifestado su creciente preocupación acerca de la desigualdad. El Papa Francisco ha manifestado que la considera “el reto característico de nuestros tiempos”. Parece predominar en el debate público la idea de que la desigualdad excesiva de ingresos siempre es injusta y perjudicial. En consecuencia, muchos claman por intervenciones de sus respectivos estados para remediar este mal.
Muchas veces la discusión gira en torno a la distribución actual de la renta o la evolución de la misma a lo largo de las últimas décadas. Pero rara vez se discuten las causas de la desigualdad. Sobre estas el Premio Nobel Angus Deaton señaló recientemente:
“...la desigualdad no es lo mismo que la injusticia; y, en mi opinión, es la segunda la que ha suscitado tanto agitación política en el mundo rico de hoy. Algunos de los procesos que generan desigualdad son ampliamente vistos como justos. Pero otros son profundamente y obviamente injustos, y se han vuelto una fuente legítima de furia y descontento”.
América Latina es una de las regiones más desiguales del mundo. Pero la desigualdad en nuestra región no es nueva, es histórica y bien podría ser el resultado de unas reglas del juego injustas. Como explicó mi colega Juan Carlos Hidalgo:
“en América Latina el sistema económico imperante desde tiempos de la colonia se ha caracterizado por ser mercantilista. Es decir, el Estado escoge a los ganadores y perdedores”.
La inflación —el impuesto más regresivo—, el proteccionismo y las barreras a la entrada a varios mercados (considere eso de “sectores estratégicos” y el laberinto legal de regulaciones y trámites burocráticos) han sido formas más recientes de otorgar privilegios desde el Estado.
Este conjunto de políticas, que muchas veces son promovidas por los igualitaristas y/o populistas, suelen generar lo que el Premio Nobel Douglass C. North denominó como órdenes de acceso limitado. Al comparar las colonias españolas con las inglesas North y sus colegas señalan que “Los nuevos Estados Unidos mantuvieron gran parte de las reglas británicas para el juego económico, desde los derechos de propiedad hasta el libre comercio a través de las colonias/estados”. Pero en América Latina, “los intentos de crear nuevas instituciones republicanas se chocaron con los fundamentos políticos del viejo orden. Bajo el sistema real, los derechos eran concedidos a los individuos y grupos según sus lazos personales con la Corona”.
Teniendo esto en mente, hay mucho que se puede hacer en América Latina para corregir algunas de las raíces históricas de la desigualdad. Pero hacerlo no implica darle más poder al Estado, sino todo lo contrario. Y al hacerlo, conviene no tener como objetivo final la reducción de la desigualdad, que como bien dice Deaton “algunas veces puede reflejar algunos de los problemas sociales. Pero puede ser un reflejo del progreso social también, y algunas supuestas curas de la desigualdad son mucho peores que la enfermedad”.
¿Qué propone entonces? Políticas que tengan como objetivo “fomentar la competencia y desalentar la búsqueda de rentas”. Esto implica dejar de combatir la desigualdad y empezar a tener como objetivo una sociedad más justa donde todos sean iguales ante la ley y el poder del Estado sea limitado.
Este artículo fue publicado originalmente en El Universo (Ecuador) el 26 de 2018.