EE.UU.: Otra vez Jefferson contra Hamilton
Carlos Alberto Montaner señala que "Hace más de dos siglos estos dos gigantes le dieron sentido y forma a la República creando, de paso, el mecanismo dialéctico que animaría permanentemente el debate sobre los objetivos nacionales y el modo de alcanzarlos".
La nota pintoresca de estas últimas elecciones estadounidenses la dieron los organizadores de los “tea party”, unos entusiastas conservadores que se dicen herederos y defensores de la tradición política de los “padres fundadores”. ¿Lo son? Sí, pero sólo hasta cierto punto. Los padres fundadores no tenían una visión única de las funciones del Estado. A partir de las últimas dos décadas del siglo XVIII, federalistas y antifederalistas se enfrentaron vigorosamente en todas las tribunas en un debate que llega hasta nuestros días y que entonces contó con dos de las cabezas más brillantes de la época: Alexander Hamilton y Thomas Jefferson. Existe, pues, un tea party que hoy asociamos a los republicanos, pero muy bien pudiera haber otro de carácter demócrata.
Hamilton, aunque de origen humilde —era un huérfano procedente del Caribe inglés—, desarrolló una cosmovisión urbana y sofisticada, y fue designado como Secretario del Tesoro por George Washington, de quien fue ayudante durante la Guerra de Independencia, y quien lo tenía como el intelectual más destacado de su gabinete. Hamilton defendía la necesidad de un gobierno central fuerte que estimulara el comercio y la industria. Puso en marcha un banco central federal para esparcir el crédito, dado que la Constitución no lo prohibía, y propuso tarifas proteccionistas para desarrollar el aparato productivo nacional encareciendo las importaciones extranjeras. Desde nuestra perspectiva contemporánea, Hamilton era un brillante intervencionista que podía ser declarado santo patrón del actual Partido Demócrata.
Jefferson, en cambio, desconfiaba de un gobierno central fuerte, mientras postulaba la idea de una república virtuosa, sometida al control de la sociedad y sostenida por pequeños agricultores. Pensaba que era mejor distribuir el poder entre los Estados y las entidades locales para proteger los derechos individuales del riesgo de la tiranía, su mayor terror. Al margen de su explícito rechazo al endeudamiento que tendrían que pagar las generaciones futuras por medio de impuestos, su argumento contra el gran banco federal desmontaba y revertía el razonamiento de Hamilton: como la Constitución de 1787 no autorizaba expresamente la creación de esa entidad crediticia, el gobierno no debía fundarla. Para Jefferson, los límites de la legalidad eran muy claros: el gobierno sólo podía hacer lo que la ley ordenaba; la sociedad, en cambio, podía hacer todo lo que la ley no prohibía. Eran dos ámbitos de acción e iniciativas muy diferentes. Jefferson, con toda justicia, podía ser el ángel guardián de los republicanos de nuestros días.
De manera imprevista, la querella entre estos dos formidables estadistas se acalló momentáneamente por un violento suceso: Aaron Burr, vicepresidente de Jefferson, mató a Hamilton en un duelo a pistola, tarea que no era nada fácil, dado que el famoso economista se había batido anteriormente en veintiuna oportunidades. Los dos padres de la patria, ambos héroes de la Guerra de Independencia, habían alimentado una creciente hostilidad y mutuas maledicencias que desembocaron en un sangriento enfrentamiento, como entonces se estilaba entre caballeros agraviados. Luego Burr terminó perseguido por Jefferson, pero no por haberle quitado la vida a Hamilton, sino por una oscura conspiración que tenía ribetes separatistas, supuestamente asentada en la inmensa Louisiana que Napoleón le había vendido por una bicoca al gobierno de Jefferson como parte de su estrategia antibritánica.
Es interesantísimo cómo los elementos esenciales de aquella polémica entre Hamilton y Jefferson conservan gran parte de su vigor original. Los republicanos, al menos teóricamente, aunque luego lo desmienten cuando ocupan la Casa Blanca, abogan por gobiernos pequeños, menos impuestos, presupuestos equilibrados, gasto limitado y cierto aislacionismo en política exterior. Los demócratas, en cambio, suelen decantarse por una enérgica acción pública, mayor presión fiscal encaminada a una redistribución más equitativa de la riqueza y, a veces, por cierta vocación intervencionista en política exterior que emana de la optimista convicción de que el gobierno federal es capaz de moldear la realidad a su antojo.
Esta vez ganó Jefferson. ¿Por cuánto tiempo? ¿Dos, cuatro, ocho años? Hamilton, en algún momento, recobrará el favor popular, pero sólo para perderlo después de cierto tiempo. Hace más de dos siglos estos dos gigantes le dieron sentido y forma a la República creando, de paso, el mecanismo dialéctico que animaría permanentemente el debate sobre los objetivos nacionales y el modo de alcanzarlos. Todavía está vivo. Hay algo muy hermoso en esa extraordinaria vitalidad.
Artículo de Firmas Press
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