El consejo de Ronald Reagan a Obama acerca de la tortura
Nat Hentoff dice que Obama debería iniciar un proceso legal en contra de aquellos funcionarios públicos de la administración de Bush que participaron en actos de tortura y aquellos que los autorizaron.
Por Nat Hentoff
El Presidente Obama se ha negado firmemente a respaldar una investigación independiente de las violaciones criminales de las leyes estadounidenses y de tratados internacionales por parte de funcionarios de los más altos niveles en la administración Bush-Cheney. También, no tiene interés personal alguno en investigar aquellos abogados del Departamento de Justicia quienes, desde el año 2002, declararon legales las “técnicas avanzadas de interrogación”. Obama dice: “Nada ganaremos gastando nuestro tiempo y energía culpando al pasado”.
En una respuesta sardónica al presidente y a aquellos abogados que escribieron los “memos de tortura”, Dahlia Lithwick, columnista de asuntos legales para la revista Slate (17 de abril), dijo que esos abogados nos dicen que “si usted se puede salir con la suya, no es tortura”.
De manera más tajante, Caroline Fredrickson, directora de la oficina legislativa de la Unión Americana por las Libertades Civiles (ACLU, por su sigla en inglés), dice que: “Nuestro gobierno participa en la tortura. Hubo numerosos abusos de derechos humanos durante la administración de Bush. Y simplemente, ¿vamos a seguir adelante?”
Es hora de traer a colación al Presidente Ronald Reagan a este debate cada vez más candente —no solamente en este país pero también entre algunos de nuestros aliados quienes creen, como nuestro Comité del Senado para Servicios Armados, que la política estadounidense de tortura fue una herramienta efectiva de reclutamiento de grupos terroristas.
El abogado internacional Scott Horton—en su página web de la revista Harper’s, “No Comment” ("Sin Comentatios" en español, 6 de mayo), recuerda que Reagan promovió vigorosamente la ratificación estadounidense de la Convención Internacional en Contra de la Tortura, la cual firmó en 1988. Este tratado es el principal fundamento internacional de ley anti-tortura, y Reagan dijo que este había significado “un paso importante para el desarrollo… de medidas internacionales en contra de la tortura y otros tratos o castigos inhumanos”.
“La ratificación de la Convención por parte de EE.UU.”, agregó Reagan, “expresará claramente que EE.UU. se opone a la tortura, una práctica horrorosa que desafortunadamente es muy común en el mundo hoy”.
Y, le recuerdo a Obama, Reagan citó el establecimiento de un acuerdo mediante la Convención “para la cooperación internacional en el proceso criminal de torturas (al) depender de la denominada ‘jurisdicción universal’”, requiriendo que cada nación que firme la Convención “persiga a los torturadores que se encuentran en su territorio o que extradite estos hacia otros países para que se realice el proceso judicial”. Esto incluye a los funcionarios que autorizaron la tortura.
Mientras escribo esto, España, bajo la “jurisdicción universal”, ha iniciado procedimientos en contra de seis funcionarios de alto nivel en la administración Bush—entre ellos los autores de los “memos de tortura” John Yoo y Jay Jaybee—por involucrarse en el uso de tortura en la prisión en la Bahía de Guantánamo.
La única manera de que España detenga este proceso es si hay uno similar desenvolviéndose simultáneamente en EE.UU. Esa es la ley española. Pero Obama aún así prefiere mirar hacia delante en lugar de mirar atrás.
También me gustaría invitar a esta conversación acerca de la restauración de nuestra reputación, no solamente en el mundo, pero más importante, entre nuestras futuras generaciones de estadounidenses, a un profesor de historia y colega que es consejero en Friends’ Central School en Wynnewood, un suburbio de Filadelfia. Lo que Grant Calder le dice a sus estudiantes es importante para todos aquellos que estamos interesados en la historia estadounidense: su pasado, presente y futuro.
Afortunadamente, Calder enseña en una escuela en que la historia estadounidense todavía se enseña correctamente—en lugar de la enseñanza que consume grandes cantidades de tiempo diseñada para satisfacer las presiones de los mandatos locales, estatales y federales. En “Decidiendo lo que no vamos a hacer” (philly.com/inquirer/opinion), cuenta cómo le recuerda a sus estudiantes los tiempos de miedo en nuestra historia cuando muchos estadounidenses—incluyendo legisladores locales, estatales y federales—creían firmemente que “los líderes soviéticos odiaban a los capitalistas y sus instituciones—y que estaban determinados a destruirlos”.
El “Peligro Rojo” empezó aquí en los años veinte y llegó a su fase más prominente con la firma del pacto entre Hitler y la Unión Soviética en 1939. Como Calder le dijo a su clase, George Kennan—una figura importante en la historia diplomática estadounidense—era el jefe de misión en la Embajada de EE.UU. en Moscú cuando escribió en 1946 un memorando secreto, llamado “El Largo Telegrama”. Se lo envió al Secretario de Estado George Marshall e iba firmado con una “X”.
Kennan claramente no guardaba ilusiones acerca de los peligros de aquella dictadura inhumana, pero, como Calder el enfatizó a sus estudiantes, Kennan advirtió:
“Debemos tener el coraje y la auto-confianza de adherirnos a nuestros métodos y concepciones de lo que es una sociedad humana. Después de todo, el peligro más grande que nos puede afectar lidiar con este problema del comunismo soviético, es que nos permitamos convertir en aquellos con quien estamos lidiando”.
Sin ninguna duda el quipo Bush-Cheney deseaba mantenernos seguros. Sin embargo, no se acordaron de esa lección, si es que alguna vez la aprendieron. Si no hay una investigación profunda y honesta de su política de tortura, las futuras administraciones estadounidenses también ejercerán el poder sin haber aprendido de la sabiduría de Reagan y Kennan. El 12 de septiembre de 2001, el Presidente George W. Bush prometió “No permitiremos que este enemigo gane la guerra cambiando nuestra forma de vida o limitando nuestras libertades”. Después repetidamente le aseguró al mundo, “Nosotros no torturamos”. Esas promesas fueron rotas, para mala fortuna de nuestra reputación alrededor del mundo.