No fue el exceso de ahorro
Juan Ramón Rallo dice que la crisis no fue provocada por el excesivo ahorro (particularmente el de Asia) sino más bien de una falta de "ahorro real" para emprender inversiones rentables.
Por Juan Ramón Rallo
La mayoría de economistas con responsabilidades en la Administración estadounidense —como Bernanke, Greenspan o Geithner— están tratando de quitarse de encima cualquier responsabilidad sobre la debacle financiera que vivimos. Por ese motivo, buscan causas a la crisis que sean externas a su gestión. Dos han sido las explicaciones que más predicamento han ganado en los últimos meses, generalmente complementándose la una a la otra.
La primera es que la crisis se debió a la desregulación del shadow banking, que ya criticamos con anterioridad. La segunda, que el aumento del ahorro (especialmente el proveniente de Asia) fue agotando las oportunidades de inversión en Estados Unidos, de modo que ese dinero no encontraba destino y tuvo que buscar acomodo en proyectos empresariales cada vez más arriesgados para tratar de mantener las rentabilidades históricas.
Si nos fijamos, la tesis del exceso de ahorro rivaliza de raíz con la otra gran explicación científica de la crisis actual: la teoría austriaca del ciclo económico. En la primera, el exceso de ahorro es el origen de todos los malos, mientras que en la segunda los problemas comienzan por una deficiencia de ahorro para respaldar todo el crédito que se ha concedido en los últimos años.
En el fondo, el desencuentro no es más que una modernización del debate que durante los años 30 mantuvieron John Maynard Keynes y Friedrich Hayek y gira en torno a dos confusiones esenciales: qué es el ahorro y cuáles son sus efectos sobre la estructura productiva.
En cuanto a lo primero, los keynesianos están tentados a afirmar que toda suma no consumida es directamente ahorro. Con independencia de cuan acertada sea esa definición, sí parece indiscutible que no toda suma de dinero no consumida equivale a dinero que no vaya a ser consumido a largo plazo. Por consiguiente, si toda inversión debe estar respalda con ahorro, toda inversión a largo plazo también debería estarlo con ahorro a largo plazo.
El supuesto ahorro asiático no era en realidad ahorro a largo plazo. Los estadounidenses saldaban su déficit exterior vendiéndoles deuda a los asiáticos y los asiáticos (especialmente los chinos) utilizaban esa deuda como respaldo para emitir su propia moneda interna. ¿Consecuencia? El poder adquisitivo se duplicaba: Estados Unidos iba siempre defiriendo sus pagos (podía consumir a crédito de manera indefinida) y los asiáticos iban transformando esas promesas de pago futuras en dinero presente. Los datos son inapelables: entre 2002 y 2008 el déficit exterior acumulado de Estados Unidos con China fue de 1,34 billones de dólares, lo que en buena medida fue sufragado por los activos estadounidenses adquiridos por China durante ese período (1,07 billones) y que se corresponde a su vez con los aproximadamente 1,35 billones de renminbis (valorados en dólares) que emitió el Banco Central chino. Lo que sucedió fue, por tanto, que China concedió crédito a largo plazo a Estados Unidos sin esperarse a cobrarlo. Esto poco o nada tiene que ver con un aumento del ahorro, más bien con un cobro anticipado vía inflación.
El segundo punto de discrepancia son los efectos del ahorro sobre la estructura productiva. Según los keynesianos, el aumento del ahorro agota las oportunidades de inversión de la economía, forzando a los agentes a buscar proyectos cada vez más arriesgados (como las subprime). Según los austriacos, el ahorro permite incrementar la dotación de capital de la economía y, por ello, es la base del crecimiento. ¿Pero acaso un mayor capital genera unos menores beneficios?
La mejor respuesta a esta pregunta que ha confundido a los keynesianos (y también a los marxistas con su tasa decreciente de ganancias) probablemente la haya proporcionado el economista austriaco Ludwig Lachmann. Según Lachmann, el error de Keynes consiste en creer que todos los bienes de capital son sustitutivos entre sí, como si cada nueva pieza o herramienta desplazara a las anteriores o se utilizara en proyectos marginales. Sin embargo, Lachmann observa que los bienes de capital tienen tanto una naturaleza sustitutiva (el ordenador frente a la máquina de escribir) como sobre todo complementaria (las carreteras con los vehículos o las centrales nucleares con la producción de acero). Por consiguiente, más bienes de capital no implican proyectos menos rentables, sino por lo general más complementariedades que podrán explotarse incrementando la rentabilidad.
También aquí la realidad parece dar la razón a los austriacos: buena parte de la responsabilidad de la crisis se debe a la insuficiente producción de materias primas de los últimos años. Para seguir creciendo a los elevados ritmos de 2005 y 2006 necesitábamos más petróleo, más cereales o más cobre de los que no disponíamos. Por consiguiente, no es que no hubiese proyectos rentables, sino que no teníamos ahorro real suficiente como para emprenderlos todos de manera conjunta.
Por eso, como tan bien explican los austriacos, las crisis —también la actual— tienen la de purgar de las malas inversiones para redirigirlas hacia allí donde hacen falta. En eso estamos, a pesar de las neblinas que los keynesianos introduzcan en la economía y en la política.