Medio ambiente: Entre el fanatismo y lo razonable
Es apenas natural que todos tengamos una preocupación por la condición del lugar donde vivimos. Si mi casa se deteriora, por ejemplo, esto me generará ansiedad, pues es posible que ese deterioro amenace con impedir que siga utilizándola como lugar de habitación.
En tal situación, yo podría optar por sentarme a componer una letanía, en la cual empiezo por asignar a la casa un estatus sacramental. A continuación enuncio un mito según el cual, en el pasado, quienes habitaron la casa vivían en perfecta armonía con ella, y eran la casa y sus habitantes una sola cosa, un solo ser. La letanía toma entonces el tono del “Paraíso Perdido” de Milton, y en ella aparezco de pronto yo, pecador, como único culpable del deterioro que ha sufrido la vivienda; mi pecado original, el cual causa mi caída en desgracia, es el haber roto esa mítica relación ancestral de paz y unión con la casa.
¿Y cómo termina la letanía? Del único modo en que podría terminar: con la profecía del fin. Gracias a mis pecados, en especial a mi codicia, y a mi irrefrenable ambición de vivir siempre mejor, la casa un día caerá sobre mí. Esto, que suena relativamente ridículo, es una versión sumaria de lo que sostiene la mayor parte del movimiento ambientalista hoy por hoy.
Vale aclarar, en este punto, que una crítica de estas actitudes irracionales no significa ignorancia o desprecio del problema. Sin duda la humanidad enfrenta problemas ambientales serios, pero la solución para estos no está en los mitos sino en las decisiones inteligentes.
Nadie ha caracterizado mejor esta tendencia irracional que el economista John Kay, en una columna del Financial Times en la que explica por qué al movimiento ambientalista se le debe tratar como una religión (enero 9 de 2007). Kay muestra que en esta visión existen todos los elementos de una concepción religiosa e irracional del hombre, su pasado y su destino. En opinión de Kay, el ambientalismo ha reemplazado al cristianismo y al marxismo como mitos fundamentales sobre la condición humana en la mentalidad occidental. Lamentablemente, eso ha llevado a que, frente a un problema tan serio como es el de la degradación del ambiente, casi no seamos capaces de ofrecer respuestas prácticas y efectivas.
Nos aferramos, por ejemplo, al mito de que “nosotros”, sin que sea claro qué significa ese pronombre, somos destructores por naturaleza, mientras que las comunidades indígenas y primitivas vivían en perfecta paz con la tierra. Como bien dice Kay, esto es simplemente falso: el hombre siempre ha sido un actor de muy alto impacto en su relación con al ambiente, y la historia de las comunidades nativas y primitivas está llena de casos de feroz devastación ecológica.
Esta visión ofrece también ideas sobre cómo será el desenlace, y estas son puramente místicas. En la más extrema, la condena es ya irreversible, y es además merecida: no habrá salvación para el planeta, y con él pereceremos todos. Otra versión del misticismo ambiental nos dice que nuestra única posibilidad de redención es una transformación radical, un regreso a aquellas épocas míticas en que se vivía en armonía con el ambiente. Eso implica desmantelar la estructura de la sociedad moderna, especialmente de su economía, y “regresar”, como propone Edward Goldsmith, a una vida en pequeñas comunidades, y con una economía concentrada en lo local. Y hay otra visión que me parece especialmente molesta, y es la de que el mundo se salvará si los occidentales, encabezados por el Arzobispo de Canterbury, quien nunca economiza en insensatez, le aclaramos a los pobres del tercer mundo que no pueden esperar un desarrollo económico igual al que tuvo el primer mundo. Occidente impondrá sobre ellos unas expectativas diferentes.
Los problemas ambientales, como ocurre con cualquier tipo de problema, requieren una aproximación racional, que considere costos y beneficios, y evalúe cada alternativa posible. Los ambientalistas irracionales, por su odio místico contra las sociedades capitalistas avanzadas, se niegan incluso a ver que, en muchos casos, ha sido el propio desarrollo de estas economías el que ha solucionado problemas ecológicos graves, Y hay razones para pensar que esto seguirá ocurriendo, aunque en muchos casos no hay duda de que será necesaria una dosis de acción colectiva. La cual, de nuevo, debe ser fruto de un proceso racional, y con la efectividad como objetivo.