Benedicto XVI: Un defensor de la libertad

Por Lorenzo Bernaldo de Quirós

La mayoría de los análisis sobre la figura y el pensamiento del nuevo Papa, Benedicto XVI, se han centrado en un solo aspecto de su personalidad: el protector de la fe, el líder de una nueva inquisición cuya actividad estaba orientada a extirpar las desviaciones de la ortodoxia.

Desde esta perspectiva se ofrece una imagen de Ratzinger como la de un hombre dogmático, de un carácter eminentemente conservador, cuya elevación a la silla de Pedro constituye un freno al proceso de modernización de la Iglesia Católica. Sin embargo, muy pocos han puesto de manifiesto sus ricas aportaciones teológicas y filosóficas a la defensa de la libertad individual, incluida la económica. En este sentido, las posiciones de Benedicto XVI guardan continuidad con las de su antecesor Juan Pablo II. De hecho, el Papa fue el ideólogo del pontificado de Karol Woyjtila.

La mala prensa de Ratzinger en los ambientes más progres del catolicismo viene de su fuerte condena de ciertos aspectos de la denominada “teología de la liberación”. En uno de sus primeros oficios como presidente de la Congregación de la Doctrina de la Fe, el actual Benedicto XVI asestó un duro golpe a los elementos más radicales de un desarrollo teológico que en la práctica se había convertido en un portillo para introducir en la doctrina católica el marxismo. El compromiso de la iglesia con los pobres y los oprimidos no tenía ni tiene nada que ver con la utopía colectivista del marxismo y, por tanto, se opuso a cualquier vinculación de la Iglesia y de los católicos con movimientos de esa naturaleza, como los que proliferaban en buena parte del mundo en vías de desarrollo, sobre todo en Iberoamérica, a finales de los 70 del siglo pasado.

La crítica de Benedicto XVI al relativismo moral y su defensa de la verdad objetiva han sido interpretados desde muchos sectores de la opinión pública como un deseo de imponerla a través de métodos coercitivos. Pero esa nunca fue la intención ni el deseo del nuevo Pontífice. Ratzinger siempre insistió en la importancia de las convicciones más que en el recurso a la fuerza. En su conferencia de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas del Instituto de Francia (noviembre de 1992) explicó que una sociedad libre sólo puede subsistir si los individuos comparten unos estándares morales mínimos y añadió que dichos estándares no pueden ser impuestos o incluso definidos por coerción externa. En esa intervención, Benedicto XVI recurrió para justificar su posición a una de sus mayores influencias intelectuales, el gran pensador liberal Alexis de Tocqueville. Esa misma opinión fue compartida por el grueso de la tradición del liberalismo clásico de Adam Smith a Friedrich Hayek.

En su obra como teólogo, Benedicto XVI coloca la libertad en el centro de sus enseñanzas. El Papa siempre ha explicado la creación como el resultado de la “mente creativa, del pensamiento creativo cuyo comienzo es una libertad creadora que crea más libertades. De esta manera se puede describir el cristianismo como una filosofía de la libertad”. Esta libertad está encarnada en la persona humana y se opone a cualquier necesidad cósmica o ley natural. En una evidente analogía con lord Acton, Ratzinger considera al hombre “único e irrepetible, al mismo tiempo, la última y la más alta cosa”. Así pues, los intentos de descalificar el liberalismo sobre la base de la antropología “ratzingeriana” no resultan demasiado sólidos.

Es cierto que Ratzinger pareció condenar el liberalismo en la última homilía que pronunció antes de su elección como Papa. Sin embargo, ese rechazo ha de ser matizado si se considera el conjunto de su obra. Benedicto XVI rechaza la visión mecanicista y determinista que ha sido siempre una parte minoritaria del pensamiento liberal. Es obvio que la economía y la sociedad no están regidas exclusivamente por leyes inexorables sino determinadas por seres humanos. Contra la “inevitabilidad” histórica y económica escribieron páginas memorables Isaiah Berlin y Karl Popper. Aun así, el Papa considera que, en oposición al marxismo, “el liberalismo reconoce el ámbito de lo subjetivo y lo considera espacio ético” (Iglesia y Economía, Roma, noviembre de 1985).

Benedicto XVI se opone a la vieja idea según la cual el protestantismo es la única confesión capaz de producir una economía libre. Considera que esta postura de claro sabor “weberiano” parece haber dado vuelta a la teoría de Marx, esto es, que la economía no origina las concepciones religiosas sino que es la orientación religiosa la que determina el tipo de sistema económico que pueda desarrollarse. Contra esa hipótesis, Ratzinger considera que el catolicismo favorece la libertad y la autodisciplina que son necesarias para el florecimiento de economías de mercado. Ahora bien, afirma que eso exige la presencia de una determinada disciplina ética que, a su vez, sólo puede ser articulada y soportada por fuerzas religiosas. Cuando ese ethos espiritual no existe, las leyes del mercado tienden a desplomarse.

En suma, Benedicto XVI no es el Pontífice de la reacción, sino una figura cuya formación y enseñanzas se anclan en una profunda creencia en la libertad de los seres humanos.