México: Las remesas son un apoyo espontáneo

Por Roberto Salinas-León

“Debemos encontrar formas de canalizar los flujos derivados de las remesas para poder financiar programas de fomento social e inversión productiva”. Esta proposición, o algún derivado similar, se comentaron con frecuencia en la amplísima gama de promesas y propuestas, durante el episodio electoral del año pasado. Se sigue escuchando, con más detalle, y mayor presencia, en propuestas de aquellos que, en afán de ser correctos, hablan de las bondades de una plataforma de centro-izquierda.

Sin embargo, el contenido de la proposición es una tontería sublime, o en palabras de tres panfletistas, una perfecta idiotez latinoamericana. Las remesas no son propiedad de la Nación, del Estado, del Partido Tal o Cual, del tecnócrata iluminado, del legislador, de la tesorería de la federación, ni mucho menos de la “izquierda progresista” (quien sabe qué significa eso). Las remesas son recursos que pertenecen a familiares que han generado, por vía de su esfuerzo, las horas de trabajo necesarias para captar una remuneración.

Pretender “encontrar formas para canalizar” el flujo de remesas que hoy derivamos hacia “programas de fomento social” es el equivalente de expropiar recursos generados por otros, y destinados, en forma totalmente libre y voluntaria, a otros. Si una familia genera su bienestar, digamos, en el noroeste de la Unión Americana, y decide, por vía de las tecnologías de transmisión financiera, mandar una parte de sus recursos a familiares en su tierra natal, esto es asunto privado entre familiares. Incluso, los regalos de hijo a padre y de padre a hijo no están sujetos a un gravámen, por ley.

Las remesas, que se han convertido en la segunda fuente de recursos externos para el país, son, en las atinadas palabras del economista argentino Eduardo Helguera, formas privadas, espontáneas, sin necesidad de ser “dirigidas” por un iluminado idiota, de apoyo externo a familias necesitadas—sin el costo de intermediación burocrática, sin el costo de oportunidad de saber si llegaron o no los recursos a su destino designado, mucho más eficientes en su manejo y destino que, digamos, el famoso “apoyo externo” o asistencia de agencias multilaterales como el Banco Mundial.

Una remesa conlleva un importante conocimiento implícito —el recurso lo necesita mi núcleo familiar, mi tía, mi vecino, mi mejor amigo, dadas sus circunstancias, dadas sus necesidades o apremios. Ni un futuro presunto sustituto de Paul Wolfowitz podría generar una asistencia las familias más necesitadas que supere la enorme eficiencia de este tipo de transferencias descentralizadas, desintermediadas, totalmente concientes del tamaño del aporte, y la naturaleza específica de la necesidad familiar.

El FMI y el Banco Mundial, en sus reuniones recién celebradas, parecían exhibir una crisis existencial —¿qué hacer ahora? ¿Y, cómo hacerlo? Vaya, un acto de caridad más eficiente, para el uso de recursos que el Banco Mundial hoy presta o dona a los países menos desarrollados, sería otorgar estos mismos recursos, ya no para tantos y cuantos programas que supuestamente combaten pobreza (y acaban en manos burocráticas), sino simplemente para, digamos, subsidiar el 50% o 75% o hasta 100% del costo financiero de intermediación de las remesas. Al final del día habría más recursos para el que hoy menos tiene —sin los costos, la burocracia, y la pretensión del asistencialismo progresista.

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