Una súplica por una deflación moderada

por George Selgin

George Selgin es profesor asociado de economía en la University of Georgia y académico adjunto del Cato Institute. Este ensayo fue publicado originalmente en el Cato Policy Report de Mayo/Junio de 1999. También puede leer este documento en formato PDF aquí.

Por George A. Selgin

Este ensayo fue publicado originalmente en el Cato Policy Report de Mayo/Junio de 1999. También puede leer este documento en formato PDF aquí.


En años recientes los banqueros centrales de las economías más desarrolladas del mundo han estado cerca de conseguir un objetivo que parecía inalcanzable dos décadas atrás: la erradicación de la inflación. En Estados Unidos, por ejemplo, el Índice de Precios al Consumidor (IPC) se elevó tan solo 1.6% en 1998. No obstante, justo cuando la elusiva meta de estabilidad en los precios está al alcance de sus manos, pareciera que los banqueros centrales se están echando hacia atrás: una inflación moderada, ahora nos dicen, es un costo que vale la pena asumir a fin de evitar una amenaza aún peor: la deflación, o caída de los precios.

Deflación. Para mucha gente la palabra evoca imágenes de la gran depresión, cuando los precios cayeron dramáticamente en la mayor parte del mundo. El declive en los precios fue la contraparte del colapso en las ventas, las bancarrotas generalizadas, y los ejércitos de trabajadores desempleados. Si un poco de inflación es la única garantía contra otra calamidad como aquella de los treinta, entonces ciertamente es un precio que conviene pagar.

La verdad, sin embargo, es que la deflación no tiene por qué ser una receta para la depresión. Por el contrario, una deflación moderada puede ser una buena noticia, siempre y cuando sea el tipo correcto de deflación.

Desde los desastrosos años treinta, los economistas y banqueros centrales parecen haber perdido de vista el hecho que existen dos tipos de deflación—una maligna, y la otra benigna. La deflación maligna, del tipo que acompañó a la Gran Depresión, es una consecuencia de la contracción en el gasto, las ganancias corporativas y los salarios. En rigor, aún en este caso, no es precisamente la deflación en sí misma la que resulta dañina, sino su causa subyacente, un stock inadecuado de dinero. El atesoramiento del dinero, o su actual desaparición (la cantidad de dinero en la economía de Estados Unidos en realidad se contrajo un 35% entre 1930 y 1933), causa que la demanda por bienes y servicios se evapore. En respuesta, las firmas se ven forzadas a reducir la producción y a despedir trabajadores. Los precios caen, no porque los bienes y servicios abunden, sino porque el dinero es escaso.

La deflación benigna es algo completamente distinto. Es el resultado de mejoras en la productividad, es decir, ocasiones en las que los avances tecnológicos o administrativos permiten la obtención de mayores cantidades reales de bienes y servicios finales con el uso de una cantidad dada de tierra, trabajo y capital. Ya que un alza en la productividad es lo mismo que una disminución de los costos de producción, una reducción de precios en los bienes y servicios finales debido a mayor productividad no implica ninguna caída de las ganancias de los productores ni de los salarios de sus trabajadores. Los menores costos son correspondidos por menores precios al consumidor, no por menores salarios o ingresos. Tal deflación—originada en la productividad—es una buena noticia para el asalariado promedio.

La deflación benigna es un concepto relativamente extraño debido tanto a que los economistas modernos prestan relativamente poca atención a ella (centrando sus discusiones en torno a la inflación o a la deflación de tipo maligno), como a que los responsables de la política monetaria en Estados Unidos y en otras partes han evitado que la deflación benigna ocurra durante la mayor parte del siglo XX. Así, desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha observado frecuentes ganancias de productividad al punto que, en términos reales, el costo unitario de producción de bienes y servicios es hoy en día aproximadamente la mitad de lo que era en 1945. No obstante, el nivel general de precios, en lugar de ser la mitad de lo que era luego de la guerra, se ha incrementado nueve veces respecto a lo que era anteriormente. En vez de permitir que los precios de los bienes caigan al caer sus costos reales de producción, la Fed ha inflado artificialmente los precios introduciendo grandes sumas de dinero en la economía. La última vez que se dejó que las ganancias de la productividad se tradujeran, parcial y temporalmente, en una caída del nivel de precios fue en 1955, 44 años atrás. Y ello fue producto de la casualidad, no del diseño deliberado de la Fed.

La deflación continua de tipo benigno no es solo una posibilidad hipotética. Muchas naciones Occidentales experimentaron algo parecido entre 1873 y 1896, cuando el patrón oro imponía límites a la capacidad de sus gobiernos para compensar los efectos de mejoras en la productividad vía expansiones monetarias. Aunque los niveles nacionales de precios declinaron casi en forma continua de 1873 a 1896, causando durante cierto tiempo que los académicos se refieran a la era en cuestión como la primera "Gran Depresión", cada otro indicador económico—precios, salarios, ganancias, producción industrial, comercio—muestra que fue una época de crecimiento y prosperidad sin precedentes. Ciertamente, el período tuvo su porción de depresiones genuinas; no obstante, aquellos giros cíclicos fueron el resultado de una legislación financiera defectuosa. El haber permitido una tendencia negativa en los precios no parece haber causado daño alguno, en la medida que dicha tendencia reflejaba ganancias continuas de la productividad.

En la última década se ha observado ganancias sustanciales de productividad laboral, conjuntamente con ganancias menores en la productividad total de los factores, lo que indica que en el presente período podría haberse obtenido, sin causar daños, una significativa reducción nominal del costo de vida. No obstante, los banqueros centrales del mundo, no han estado dispuestos a permitir que dichas reducciones ocurran.


Conceptos Erróneos de los Banqueros Centrales

Los banqueros centrales creen que la deflación es siempre dañina, sin importar su causa. Ellos están convencidos de (1) que la deflación es injusta para los deudores, porque incrementa arbitrariamente el valor real de sus deudas; (2) que la deflación implica una caída de los salarios y un mayor desempleo; (3) que un nivel estable, o ligeramente creciente del nivel de precios es la mejor forma de evitar auges y depresiones; (4) que la deflación puede significar tasas de interés reales artificialmente altas, porque las tasas de interés nominales nunca pueden caer por debajo de cero; (5) que la deflación es dolorosa para los vendedores, los que por lo tanto resistirán el recorte de precios; y (6) que una tasa de deflación variable debe ser una fuente de confusión y error empresarial. En verdad, ninguna de estas creencias es válida en tanto la deflación en cuestión refleje el crecimiento de la tasa de productividad en la economía.

Considérese primero el efecto de la deflación en los deudores. Supóngase que en el curso de un año la productividad total se incrementa de forma inesperada en un 2% y que el nivel general de precios declina en un 2%. Entonces, aún cuando los acreedores recibirán una tasa de interés real mayor a la que anticiparon, los deudores no tendrán ninguna razón para quejarse: aunque el valor real de sus obligaciones se incrementa, sucede lo mismo con su ingreso real, mientras que los pagos nominales asumidos por ellos se mantienen inalterados. En otras palabras, los deudores pueden solventar el pago de mayores tasas de interés reales, y bien podrían haber acordado dichas tasas por anticipado si ellos y sus acreedores gozaran de una previsión perfecta. Una política monetaria dirigida a evitar deliberadamente que los precios caigan, en este caso, simplemente privaría a los acreedores (y a otras personas con ingresos nominales fijos, incluyendo a los beneficiarios de la Seguridad Social) de su justa porción de las ganancias de productividad que están siendo disfrutadas por todos los demás perceptores de ingresos.

Aquellos que sin embargo insisten en una política de estabilización de precios como la única política equitativa harían bien en considerar lo que tal política acarrea en el evento de un revés en la productividad. Cuando la productividad declina, la única manera de mantener el nivel de precios estable es a través de una reducción en los ingresos nominales. Los deudores podrían entonces encontrar no solo difícil sino tal vez imposible el repago de sus deudas. Si se admite que los intereses de deudores y acreedores son mejor servidos por un incremento en los precios cuando la productividad declina, entonces un razonamiento análogo sugiere que esos mismos intereses son mejor servidos permitiendo que los precios caigan en la medida que la productividad crece.

La falsedad en la creencia que la deflación debe implicar caídas salariales ha sido aludida anteriormente. Cuando la productividad aumenta, sucede lo mismo con los salarios reales de los trabajadores. En otras palabras, los salarios nominales (monetarios) crecen en comparación con el costo de vida. Si se permite que las ganancias de la productividad tomen la forma de menores precios de bienes finales, entonces los salarios monetarios permanecerán estables o se incrementarán de forma modesta. (Este último resultado se obtiene si los precios caen a una tasa igual a la tasa de crecimiento de la productividad total de los factores, la cual usualmente progresa más lentamente que la tasa de crecimiento de la productividad laboral). Por el contrario, si las autoridades monetarias insisten en impedir la caída del nivel de precios, las ganancias de la productividad deben tomar la forma de salarios monetarios aún mayores.

Supóngase, por ejemplo, que la productividad laboral crece a una tasa anual del 3%, mientras que la productividad total de los factores lo hace a una tasa anual del 2%. Entonces el salario real, que refleja la productividad laboral, deberá también incrementarse a una tasa anual de 3%. Si se deja que los precios al consumidor declinen a una tasa igual al incremento en la productividad total de los factores, los salarios nominales aún se incrementarán a una modesta tasa anual del 1%. En contraste, si las autoridades insisten en estabilizar el IPC, los salarios monetarios deberán crecer un 3% al año. En términos generales, los salarios monetarios son menos "flexibles" que los precios de los bienes finales, así que una política que impida o limite los ajustes salariales al permitir que los precios caigan es menos probable que sea una fuente de fricciones en el mercado laboral y de consecuentes errores en la asignación de trabajo. (Por supuesto, si la productividad declina, las perturbaciones del mercado laboral son evitadas más eficientemente dejando que los precios se eleven sin alterar los salarios monetarios, en vez de tratar de estabilizar los precios y por lo tanto haciendo necesaria una reducción en los salarios monetarios.)

La relativa rigidez de los precios de los factores, y particularmente del precio de la mano de obra, en comparación con los precios de los bienes finales, es también una razón para dudar de la difundida creencia que un nivel de precios estable es la mejor forma de evitar auges y crisis. Supóngase, por ejemplo, que la productividad crece más rápidamente que lo usual. En este caso, una política de cero inflación requiere una tasa de crecimiento monetario suficiente para sostener una inflación de los precios de factores igual al crecimiento de la productividad. Sin embargo, si los precios de los factores son rígidos, la expansión monetaria logrará al principio engrosar las ganancias corporativas sin inducir un alza equivalente en los precios de los factores. Las ganancias de las firmas se verán artificialmente favorecidas. Los especuladores que fallen en reconocer la naturaleza temporal de dichas ganancias expandidas, pujaran al alza los precios de las acciones, generando un auge. Finalmente, sin embargo, los precios de los factores responderán positivamente a la expansión de las ganancias (los costos alcanzarán a los ingresos), de tal forma que las utilidades se contraerán y el valor de las acciones caerá. El auge dará paso a una crisis. Si en lugar de estabilizar el nivel de precios al consumidor las autoridades monetarias se preocuparan por estabilizar los precios de los factores (o equivalentemente el flujo de ingreso nominal), el ciclo auge-crisis podría ser evitado.

El alegato de que la deflación es dolorosa para los vendedores, que por lo tanto se resisten a recortar los precios, puede ser válido para la deflación de tipo maligno, derivada de una contracción en la demanda, pero no es válido para la deflación benigna, proveniente de una mayor productividad. Cuando se contrae el gasto general en bienes y servicios, los vendedores pueden resistirse a reducir los precios hasta que puedan negociar recortes correspondientes en los costos, preservando por lo tanto sus márgenes de ganancia. Por tal razón, los precios de los productos son usualmente fijados de acuerdo a "contratos implícitos" que prometen cierto margen porcentual fijo de los precios sobre los costos unitarios. Pero esta práctica, que explica el lento ajuste de los precios de los productos en respuesta a cambios en el gasto de los consumidores, no lleva a un ajuste lento de los precios en respuesta a cambios en la productividad. Cuando la productividad cambia, también lo hacen los costos unitarios de producción, de forma que de hecho se requieren ajustes en los precios de los productos para preservar los márgenes constantes. Sin duda, los vendedores buscan activamente formas de mejorar la productividad a fin de poder cobrar menos que sus rivales sin sacrificar ganancias por ello. Los recortes de precios basados en la productividad son, en otras palabras, un aspecto saludable del proceso competitivo, que ocurriría rutinariamente en la mayoría de los mercados si no fuese por el éxito de las autoridades monetarias en compensar las ganancias de productividad con iguales o mayores adiciones al flujo de gastos nominales.

El temor de que la deflación pueda significar tasas de interés reales artificialmente altas, debido a que las tasas nominales no pueden ser negativas, es una falacia en tanto no se permita que la tasa de deflación exceda la tasa de crecimiento de la productividad. Supóngase, por ejemplo, que la tasa de interés nominal en una economía con productividad total de los factores constante y un nivel de precios constante es 4 por ciento. Si la política monetaria se ajustase al punto de causar una deflación anual de 5 por ciento, sin ninguna mejora compensadora en la productividad, se produciría el caos: las tasas de interés nominales se acercarían a cero, pero no caerían por debajo a pesar de la deflación, creando un superávit de fondos de financiamiento y un correspondiente déficit de gasto corriente. Pero supóngase que solo se permite que la deflación proceda en tanto sea empatada por correspondientes ganancias de productividad. En este caso, una tasa de deflación anual de 5 por ciento sería permitida únicamente en respuesta a un incremento en 5 por ciento de la productividad total de los factores. Dicha elevada tasa de crecimiento de la productividad tenderá a ser reflejada en un consecuente elevado equilibrio de tasa de interés real. Los efectos de la mayor productividad y de la deflación en la tasa de interés nominal tenderían entonces a compensarse uno con otro. En otras palabras, las tasas de interés nominales de equilibrio ciertamente permanecerían positivas.


¿Confunde la Deflación a los Empresarios?

La última creencia errónea—que un nivel de precios estable funciona mejor para evitar la confusión y el error empresarial—surge de una falla en apreciar el hecho de que las predicciones incorrectas del nivel de precios son sólo uno de los muchos tipos de errores de predicción que pueden frustrar a los empresarios. Por supuesto que un nivel de precios estable, y totalmente predecible, es deseable en un mundo de productividad invariante, ya que las fluctuaciones de precios nunca podrían ser una fuente de información empresarial útil en tal mundo. Pero el nuestro es un mundo en el que la productividad cambia constantemente, algunas veces para bien, otras para mal. En nuestro mundo, los movimientos inesperados del nivel de precios guiados por la productividad servirían mejor para informar a los empresarios de los cambios subyacentes en la eficiencia económica de la manera más transparente posible. Si se permite que el nivel de precios varíe únicamente con cambios opuestos en la productividad, la incapacidad de los empresarios para predecir cada cambio en el nivel de precios será puramente un reflejo de la imposibilidad general de pronosticar con precisión los cambios en la productividad. Las autoridades monetarias que creen poder impedir esta fuente de error empresarial al estabilizar los precios de los bienes se están engañando a sí mismas: al estabilizar los precios de los bienes, únicamente logran desestabilizar los precios de los factores y el ingreso nominal, aumentando y no reduciendo la confusión empresarial.

Probablemente todos los banqueros centrales aprecian la importancia de permitir que los precios monetarios particulares reflejen condiciones cambiantes en industrias particulares. Todo el mundo comprende que las computadoras son producidas más eficientemente hoy que una década atrás. El que esta información sea más fácilmente transmitida a los consumidores y empresarios a través de un menor precio de las computadoras parece algo obvio. No obstante, los bancos centrales se rehúsan a extender esta lógica a los cambios generales en la productividad. En realidad, no sólo las computadoras, pero casi todo otro bien o servicio se produce hoy a un menor costo real (esto es, con menor uso de tierra trabajo y capital por unidad) que hace una década. Entre 1991 y 1997 los costos unitarios de producción en el sector privado cayeron a una tasa anual ligeramente superior al 0.8%. Entonces, ¿por qué no debería permitirse que el nivel general de precios se contraiga para reflejar este hecho? La respuesta es, por ninguna razón, salvo la creencia injustificada de los bancos centrales de que la deflación—aún una deflación moderada—nunca puede ser beneficiosa para los consumidores.

El crecimiento de la productividad continúa presionando a la baja los precios, y resultaría en deflación real si tan solo la Fed y otros bancos centrales lo permitiesen. En lugar de tentar cero inflación o (aún peor) de permitir que los precios continúen su tendencia gradual al alza, los banqueros centrales del mundo deberían permitir que los movimientos de los precios reflejen cambios opuestos en la productividad. Ellos pueden lograrlo al estabilizar, no los precios al consumidor, sino la tasa de crecimiento del gasto nominal, permitiendo que tal gasto crezca a una tasa igual al crecimiento (esperado) de largo plazo del trabajo y capital, o (a juzgar por las estadísticas de la última década) a una tasa anual de aproximadamente 2%. Esta política llevaría a una tendencia muy gradual de reducción en los niveles nacionales de precios, interrumpida por los reveses ocasionales de la productividad o "shocks de oferta", como los eventos de escasez de petróleo patrocinados por la OPEC en los setenta. Ya que esta política requiere que los bancos centrales siempre creen suficiente dinero para compensar el atesoramiento del mismo (según se refleja en las reducciones de la "velocidad de circulación" del dinero), no plantea ningún peligro de recurrencia a una depresión del estilo de los años treinta. Solo se permitiría deflación del tipo benigno: cada declive en los precios sería una buena noticia tanto para los consumidores como para los hombres de negocios.


El Fantasma de la Gran Depresión

Si la política de una moderada deflación benigna aquí recomendada parece extrema, es sólo porque la gente se ha acostumbrado por mucho tiempo al incremento de los precios debido al perdurable fantasma de la curva de Phillips (que pretende mostrar una relación negativa entre la tasa de inflación y la tasa de desempleo), y porque la Gran Depresión le otorgó a la deflación una mala reputación de la que aún tiene que recuperarse. En torno a ello, cabe notar que, antes de tal episodio, muchos de los más famosos economistas mundiales, incluyendo a Alfred Marshall, Dennis Robertson, Gunnar Myrdal y Friedrich Hayek, veían a la deflación gradual vinculada a mejoras de la productividad como la forma menos perturbadora de transmitir los beneficios del progreso económico a los consumidores, incluyendo a aquellas personas dependientes de un ingreso monetario fijo. Su razonamiento concordaba con lo que en ese entonces solía ser sentido común: a medida que los bienes se tornan menos costosos de producir, sus precios deben reducirse.

La Gran Depresión propinó un golpe casi mortal a tal pensamiento de sentido común en torno a los precios y su nivel general. Una nueva generación de economistas se volvió tan obsesionada con impedir la perniciosa deflación que se olvidaron completamente de la existencia de una deflación benigna. Los seguidores de Keynes defendían políticas inflacionarias, las cuales han sido la norma desde entonces. Habiendo pagado penitencia por la Gran Depresión al sufrir inflación durante seis décadas, es nuestro momento de revivir la lógica antigua concerniente a los beneficios potenciales de la deflación.

El reconocimiento de la posibilidad de una deflación benigna debería tener un efecto saludable en el pensamiento de los banqueros centrales de todo el mundo. Al ayudarlos a sobreponerse a su temor a una caída de los de precios, los fomentaría a dar una estocada final al flagelo mundial de la inflación. Pero esto es solo el principio. Una vez que la posibilidad de una deflación benigna sea completamente apreciada, la obtención de inflación cero en sí misma vendría a ser reconocida como una política demasiado expansiva—esto es, como un mero paso intermedio en el camino a algo aún mejor.



Traducido por Alejandro Caballero Aste para el Cato Institute.