La ceguera del fanatismo

Guillermina Sutter Schneider explica por qué el feminismo moderno representa un peligro para la sociedad y lo compara con la tradición feminista e individualista en Estados Unidos a partir del siglo XVIII.

Por Guillermina Sutter Schneider

En los últimos años, el feminismo ha pasado de reivindicar la igualdad entre el hombre y la mujer ante la ley a una ideología totalitaria que alza las banderas de la justicia social reclamando beneficios y derechos absurdos para el sexo femenino a costa de la discriminación del hombre.

El feminismo fue parte de una honorable tradición individualista, que en Estados Unidos en el siglo XVIII llevó a sufragistas como Elizabeth Cady Staton, Susan Brownell Anthony y Matilda Joslyn Gage, entre otras, a pelear por el derecho de la mujer a votar. Un siglo después, Voltairine de Cleyre, en su obra Sex Slavery, se opondría a la ingeniería social fundamentada en los roles que tradicionalmente se asignarían a hombres y mujeres en los quehaceres domésticos. Es decir, las raíces del feminismo remontan a la época en donde las mujeres pugnaban por romper con el paradigma patriarcal de opresión y reclamaban por la igualdad ante la ley.

Lo que resultó ser en su momento un reclamo justamente fundado, pareciera haberse convertido con el tiempo en un movimiento revanchista y de odio hacia el hombre. Dejando de lado los valores y raíces iniciales, hoy en día el feminismo pretende, entre otras cosas, crear e imponer a la fuerza un nuevo lenguaje como si estuviesen en un laboratorio. Exigiendo no sólo la incorporación de palabras tales como “presidenta” o “estudianta” al habla castellana, sino también instando a la sociedad a utilizarlos, han olvidado que el lenguaje surge de un proceso más complejo, espontáneo, y no del designio humano. Tampoco pueden adjudicarse la búsqueda de la igualdad de género, puesto que se apoyan en la represión masculina a fin de favorecer a la mujer. El empoderamiento a través mecanismos coercitivos y cobardes como lo es la sanción de leyes injustas, además, da cuenta de que consideran a la mujer como el sexo débil por naturaleza.

Uno de los ejemplos más claros sobre estos beneficios, a los que se suele referir como discriminación positiva, son las cuotas. Es decir, con el objetivo de corregir la falta de presencia de mujeres en ámbitos empresariales o políticos, la ley establece un mínimo de lugares que deben ocupar únicamente mujeres. De esta forma no se busca integrar, capacitar o animar al sexo femenino a involucrarse en una determinada actividad, sino que se está discriminando al hombre para favorecer a la mujer. De la misma manera, podríamos entonces reclamar que en aquellos ámbitos en donde el sexo femenino tiene mayor presencia, como por ejemplo en las escuelas primarias y secundarias, se aplique por ley un mínimo de puestos docentes que solo puedan ocupar los hombres.

Si los movimientos feministas realmente desearan terminar con cualquier tipo de opresión, entonces abogar por la eliminación del patriarcado utilizando al Estado como medio para conseguirlo, sería inconsistente con el objetivo. Reclamar la sanción de leyes por parte del Estado que favorezcan a las mujeres no es más que otra forma de opresión. Pedir que un grupo de personas que temporariamente se encuentran en el poder solucionen los problemas solo cambia opresores conocidos –padres, esposos, jefes– por opresores desconocidos como lo son los burócratas de turno. Es decir, el reclamo feminista que busca solucionar el problema de la desigualdad de género utilizando al aparato estatal como medio, no emplea más que otra forma de opresión para conseguir sus objetivos. Si se pretende apoyar la sanción de nuevas leyes (igual salario por igual trabajo, leyes de femicidio, etc.) para imponer nuestros valores, moral o ideas sobre otros, entonces las mujeres no habrán sido nunca mejores que los hombres que las dominaron.

Ser profeta del peligro que significa el feminismo moderno para la sociedad está mal visto, pero hace falta advertir acerca de los nuevos movimientos feministas. Bajo ningún punto de vista puede aceptarse la imposición de ideas de unos sobre otros, menos aún la utilización del Estado como herramienta que transforme esta ideología en nuevas leyes que beneficien a algunos a costa de otros.