No alteren la Corte Suprema
Ilya Shapiro dice que hay un problema con todas las propuestas de alterar la Corte Suprema de EE.UU., la corte no está en crisis, de hecho es la institución federal más respetada con la excepción de las fuerzas armadas.
Por Ilya Shapiro
Cuando Ruth Bader Ginsburg murió en septiembre, el líder demócrata del Senado, Chuck Schumer, advirtió que “nada está fuera de la mesa” si los republicanos la reemplazaban antes del Día de Inauguración de la nueva administración. Por lo tanto, cuando Amy Coney Barrett fue jurada en algo más de un mes después, volvieron los tambores clamando por la alteración de la corte: agregarle integrantes a la corte para “devolver el equilibrio” a la corte. Aunque los presidentes siempre han realizado nominaciones a las vacancias de la Corte Suprema que surgen durante años electorales y su éxito dependía casi totalmente de si su partido controlaba el Senado, nunca había habido una confirmación tan cercana a las elecciones. Además, esta nominación se dio cuatro años después de que los republicanos se habían negado a aceptar la nominación de Merrick Garland frente a la vacancia dejada por la muerte de Antonin Scalia, permitiendo que el Presidente Donald Trump designe a Neil Gorsuch.
Estos llamados a alterar la conformación de la corte no empezaron el último otoño, sino que crecieron desde la polarizadora confirmación de Brett Kavanaugh en 2016 y jugaron un papel importante en las primarias presidenciales del Partido Demócrata. De hecho, muchos de los candidatos expresaron una disposición a sumar jueces, siendo Pete Buttigieg, ahora el Secretario de Transporte, el que adoptó una propuesta más matizada de tener cinco jueces elegidos por cada partido, quienes luego tendrían que acordar de manera unánime acerca de los otros cinco. Por supuesto, tratar de despolitizar la corte marcando con una equis partidista a dos tercios de sus miembros es demasiado astuto.
Joe Biden se negó a unirse a la mayoría de sus contrapartes endosando la alteración de la corte y se mantuvo tímido acerca del asunto durante la elección general, últimamente proponiendo una comisión bipartidista que estudie la reforma judicial porque “el sistema de cortes…está saliéndose de control”. Esta comisión aparentemente está contratando personal, habiéndose mencionado en público cuatro nombres. Uno de esos nombres es Caroline Fredrickson, quien hasta hace poco fue presidenta de American Constitution Society (la contraparte de izquierda de la Federalist Society). Ella señaló en las primarias tempranas que “la nominación de Kavanaugh ha puesto en alerta a los progresistas” y que “no está escrito en piedra que la corte tiene nueve asientos”.
De hecho, ni siquiera el texto constitucional especifica el número de jueces, pero históricamente, cada expansión de la corte vino acompañada de travesuras políticas. Conforme el país creció, el congreso creó nuevos circuitos, con nuevos jueces designados para cada uno —adiciones que no siempre garantizaron el beneficio de la nación. En 1869, luego de que un congreso hostil hacia Andrew Johnson de hecho redujera los puestos en la corte para prevenir que él los ocupara, la Ley de Jueces de Circuito fijó la Corte Suprema en nueve puestos, un número que ha sobrevivido 150 años y permitido que la corte adquiera estabilidad y prestigio.
El ejemplo más famoso de un intento de alterar la corte es, por supuesto, la Ley de Reforma a los Procedimientos judiciales de 1937. Luego de una reelección abrumadoramente masiva y de una infeliz serie de fallos en contra de sus programas del New Deal, el Presidente Franklin Delano Roosevelt propuso agregar un nuevo juez por cada juez en funciones mayor a 70,5 años, hasta un máximo de 15 jueces. Se encontró con una resistencia formidable y bipartidista, incluso por parte del vicepresidente Nance Garner y el juez aliado a Roosevelt, Louis Brandeis. El plan condujo a enormes pérdidas para el Partido Demócrata en las elecciones de medio término de 1938.
Ningún verdadero llamado a alterar la corte se ha dado entre los tiempos de FDR y ahora, aunque hubo llamados de “Destituir a Earl Warren” en el sur de las leyes Jim Crow. Como sucede con tales propuestas en nuestra historia, el atractivo partidista es tanto evidente como poco sutil.
Aún así no hay nada inherentemente ideológico acerca de una Corte Suprema con más jueces. Los presidentes de ambos partidos nominan, sin embargo, a cuantos jueces haya en la corte. Además de los asuntos de administración judicial —quizás porque la corte podía escuchar más casos con más personal— habría menos importancia de, por ejemplo, 19 puestos que 9 (y presumiblemente menos decisiones con margen de un voto), entonces habría menos conflictividad en torno a una vacancia. El problema surge tratando de llegar al nuevo número, sea cual sea. Si estuviésemos aprobando la primera ley judicial, podríamos implementar cualquier estructura que consideremos más conveniente. Pero no estamos en esa situación, entonces, ¿cómo hacemos una expansión de cualquier tipo que no resulte en una expansión similar la próxima vez que el partido opositor llegue al poder?
Presumiblemente necesitaría un periodo de transición, de tal manera que la reforma solo entraría en efecto lo suficientemente en el futuro para que no sepamos quién estará en la Casa Blanca. Los políticos suelen ser contrarios al riesgo, así que no estoy seguro de que esto sea viable, pero incluso si un plan de “alteración demorada” fuese aprobado, este no abordaría las quejas de aquellos que desean que la corte cambie ahora, en lugar de que esta cambie en algún tiempo hipotético en el futuro.
Además, es poco probable que la comisión de reforma judicial, si verdaderamente representa el rango de opinión de expertos, estaría de acuerdo acerca de mucho. Si una propuesta importante de alguna manera saldría de esta comisión, un Senado dividido por la mitad en la que demócratas importantes como Joe Manchin y Kyrsten Sinema se han negado a eliminar las tácticas dilatorias (“filibuster”) harían que esta alternativa no pueda despegar. Incluso agregando (o moviendo de una posición a otra) a los jueces de cortes de nivel inferior, considerando el crecimiento de los casos en algunas partes del país dado que cortes distritales fueron creadas por última vez en 2002 y las cortes de circuitos en 1990, esto sería un esfuerzo duro porque los republicanos no desean repetir el fin de los 1970s, cuando Jimmy Carter obtuvo múltiples nuevos jueces que designar —lo cual resultó ser una consolación al no haber logrado vacancia alguna en la Corte Suprema durante su presidencia.
Si los demócratas piensan que ellos estarían “uniendo” al país compensando a los jueces designados por los republicanos que ellos consideran que son ilegítimos, entonces ellos merecen las pérdidas políticas que este radicalismo del fin-justifica-los-medios ha causado históricamente. Si ellos piensan que alterar la corte restauraría las “normas”, entonces realmente no entienden la naturaleza de la gobernabilidad. Para citar a Bernie Sanders, de entre todas las personas, “Mi preocupación es que la próxima vez que los republicanos estén en el poder harán lo mismo”.
Detrás de tanto el estándar como de las propuestas creativas para alterar la corte hay un problema con la premisa de sus partidarios: que la corte necesita ser reformada en primer lugar. La corte no está en crisis, pero los progresistas —y especialmente las élites legales— están muy descontentas con su nueva mayoría conservadora. Aún así la Corte Suprema es la institución federal más respetada con la excepción de las fuerzas armadas, y ahora es más popular de lo que ha sido desde hace una década.
Bajarle el tono a las confirmaciones judiciales y tener jueces que sean percibidos menos a través de los visores partidistas son objetivos loables, pero solo se lograran cuando la corte misma sea menos importante. No equilibren la corte, equilibren nuestro orden constitucional de tal manera que Washington —y, dentro de Washington, la rama ejecutiva— no esté tomando tantas decisiones importantes para un país tan grande, diverso y pluralista.
Al final del día, los Demócratas deberían derivar una lección menos obvia de la experiencia de FDR. Para mediados de 1941, solamente cuatro años después de que el intento de alterar la corte fallara, solo dos jueces que Roosevelt no había designado permanecían —y uno de esos, Harlan Stone, él lo elevó a juez principal. En un sentido muy real, FDR llenó la corte a la manera anticuada, manteniendo el control de la Casa Blanca y del Senado y esperando un desgaste natural. Joe Biden, tome nota.
Este artículo fue publicado originalmente en Scotusblog.com (EE.UU.) el 12 de marzo de 2021.