Mito: El liberalismo es anarquía

Carlos Federico Smith, recalcando que el liberalismo no es sinónimo de anarquía, explica en qué áreas es necesaria la acción del Estado y en qué áreas no.

Por Carlos Federico Smith

El liberalismo clásico suele considerar que no es función del Estado llevar a cabo actividades productivas que el individuo privado pueda hacer. Pero el liberalismo no es sinónimo de anarquía, pues juzga indispensable la existencia del Estado, si bien hay diversos criterios entre pensadores liberales acerca de los alcances o roles que puede desempeñar en una sociedad liberal. Esta divergencia de criterios acerca de dicho alcance debe servirnos como introducción para analizar la crítica de que el liberalismo clásico es anti-empresa pública.

En ese sentido podemos partir de lo que al respecto nos dice un pensador liberal clásico moderno, Razeen Sally: “la función del gobierno en la conducción de la política pública es análoga a aquella de un árbitro o un réferi del futbol, la de aplicar ‘las reglas del juego’ pero no la de interferir o ‘jugar’ con ‘el juego’ en sí, mucho menos pre-programar o alterar y adulterar los resultados. En otras palabras, la tarea del gobierno es regular el ‘orden’ de las actividades económicas, a la vez que se refrena convertirse en participante del proceso de mercado” (Razeen Sally, Classical Liberalism and international Economic Order: Studies in the theory and intellectual history. Londres: Routledge, 2002, p. 27).

Por su parte, Adam Smith en su momento definió lo que en el pensamiento liberal se consideran como las tres funciones básicas del Estado. La primera, la defensa de la nación ante los enemigos externos. La segunda, la administración de la justicia: hacer cumplir las reglas generales sobre la propiedad y los contratos, de manera que se impida el fraude y la coacción. Tercera, la provisión de obras que “aunque ventajosas en sumo grado a toda la sociedad, son no obstante de tal naturaleza que la utilidad nunca podría recompensar su costo a un individuo o a un corto número de ellos, y que por lo mismo no debe esperarse se aventurasen a erigirlos ni a mantenerlos” (Adam Smith, La riqueza de las naciones, Tomo III, Op. Cit., p. 36).

Esta última función que expone Smith, Sally la considera que incorpora lo que se podría denominar como bienes públicos, que incluyen “la provisión de estabilidad macroeconómica y de servicios que van desde iluminación de las calles y facilidades sanitarias, hasta salud, educación, transporte público esencial y una red de seguridad básica para los indigentes (esto no implica que el gobierno deba administrar, ni mucho menos monopolizar, los servicios que financia parcial o totalmente)” (Razeen Sally, Op. Cit., p. 28).

El término “bienes públicos” puede ser interpretado de maneras diferentes, que van desde considerar simplemente que son aquellos bienes producidos en el sector público, pero en el lenguaje de los economistas se refiere más bien a bienes cuyo consumo es colectivo o en los que se aplica el principio de no exclusión; esto es, que al consumirlo algún individuo, no se excluye que sea consumido por otro individuo. Es conceptualmente posible señalar que los bienes tienen diferentes grados de estos dos tipos o características “públicas”, por lo cual no es necesariamente correcto suponer que ya porque se trata de un bien con amplias características públicas, necesariamente debe ser producido por el estado. Por ejemplo, las transmisiones de televisión y de radio o los programas de computación son producidos por el sector privado, de manera que no se puede pensar que tengan que ser producidos por el sector público. Pero otros bienes públicos, como la defensa y las carreteras (en menor grado), son bienes públicos que con frecuencia son producidos por el estado.

Un pensador liberal clásico moderno, Richard Epstein señala que “los mercados dependen de los gobiernos; los gobiernos dependen de los mercados. La cuestión clave no es excluir uno u otro sino asignarle a cada uno su papel apropiado” (Richard A. Epstein, Skepticism and freedom: A modern case for classical liberalism, Chicago: The University of Chicago Press, 2003, p. 1), quien menciona luego la necesidad de “fusionar una fuerte protección de las libertades de los individuos con la provisión estatal de bienes públicos claves, incluyendo la infraestructura necesaria para que el sistema funcione” (Richard A. Epstein, Ibídem., p. 9). Epstein no sólo se refiere a infraestructura física, como carreteras, puentes o muelles, sino más bien al marco legal, político y social que faculta la protección estatal de los individuos, su propiedad y la ejecución de los contratos.

Una forma por la cual un estado podría producir, por ejemplo, aquellas obras de infraestructura a que se refiere Smith, es mediante las llamadas empresas públicas; esto es, organizaciones para llevar a cabo negocios que son propiedad parcial o total del estado y en donde generalmente el estado ejerce las funciones administrativas. Estas empresas públicas usualmente son monopolios y suelen presentarse en la producción de bienes o servicios tales como electricidad, gas, agua, telecomunicaciones y algunas formas de transporte.

El hecho es que también la provisión de esos bienes considerados como “públicos” puede ser brindada por las personas (generalmente por medio de lo que se conoce como empresas privadas), de aquí que los criterios de eficiencia, además de razones primordiales de libertad individual, tienen mucho que aportar en cuanto a la decisión de la forma organizacional que deben tener tales empresas encargadas de suplir bienes públicos.

Aún cuando el tema del alcance del Estado en un orden liberal clásico sigue siendo polémico, deseo enfatizar dos aspectos que nos permiten conformar dicha decisión.  Primero, que algo que bien puede caracterizar a los liberales clásicos es su escepticismo acerca de la habilidad del Estado para llevar a cabo funciones que los individuos pueden efectuar. Es cierto que, por lo general, los liberales clásicos se oponen a que aquél las realice y, si se considerara que su provisión es función pública, tal criterio no requiere que el Estado sea quien deba administrar esas funciones (la concesión pública, de utilización cada vez más frecuente en las sociedades modernas, refleja esta idea). Así, “el gobierno no deberá interferir en la esfera delimitada de los individuos, incluyendo en su propiedad, e ipso facto deberá abstenerse de intervenir en el proceso del mercado dejando que los productores y los consumidores sean libres de efectuar sus propias elecciones de acuerdo con los precios que se forman libremente” (Razeen Sally, Op. Cit., 27).

Segundo, hay un escepticismo natural entre los liberales clásicos hacia la concentración del poder. Por ello muchos se inclinan a minimizar el papel del Estado en ese balance necesario o marco jurídico en donde se maximice la colaboración libre entre individuos que menciona Epstein. Me parece que dicho escepticismo explica por qué para el liberal es preferible que sean las partes (los individuos) y no el Estado las que definan los términos y las condiciones en que contratan libremente, pues “las partes conocen mejor que nadie cuál es su interés propio, de manera que el dictado público de los términos de los contratos es una limitación a la libertad de ambas partes, dando lugar a una transacción que necesariamente daña su bienestar económico” (Richard Epstein, Op. Cit., p. 35). La historia del intervencionismo estatal es pródiga en ejemplos de daños a las libres relaciones que individuos desean llevar a cabo, razón por la cual el liberal clásico suele oponerse a la intervención del Estado, pues afecta el bienestar que pueden lograr las partes involucradas.

El liberal clásico no se opone a que el Estado desempeñe ciertas funciones. Repito: no es anarquista. Acepta funciones que pueden corresponder a la esfera pública, pero no acepta que estas necesariamente deban ser administradas por el Estado. No sólo hay razones económicas para que mejor las lleven a cabo individuos, sino también porque se limita a un Estado con poder para restringir la libertad. Tal es el caso frecuente de empresas públicas monopolísticas, cuya existencia se da precisamente gracias al impedimento legal de que surja una competencia de parte de individuos privados. Aún cuando se exhiban argumentos de fracaso del mercado para promover una acción estatal que presuntamente logra mejores resultados, lo cierto es que los gobiernos no son dirigidos por omnisapientes individuos, quienes a la vez son benevolentes en su conducta. Lo contrario suele ser lo observado, al ver cómo los intereses de los buscadores de rentas capturan al Estado para que tome medidas que, en última instancia, además de a ellos, también beneficia a los maximizadores del poder y otorgadores de prebendas del sector público. La actuación del Estado no es gratuita, como algunos consideran; por el contrario, suele ser más onerosa que el costo que alguien podría considerar resulta de un mercado competitivo en un orden político liberal clásico.

En síntesis, el liberalismo clásico se opone por razones prácticas, así como por principios de libertad, a la utilización de esquemas de empresas públicas para producir ciertos bienes y servicios, al considerar que hay alternativas más eficientes, por medio de la iniciativa individual y la empresa privada, de suministrar tales bienes o servicios. El estado intervendría en la provisión de estos tan sólo, como observaba Smith (y particularmente en obras de infraestructura) si los individuos no pueden llevarlas a cabo. El problema es que las empresas estatales suelen alejarse de los criterios propios de la empresa privada de obtener ganancias que resulten de servir eficientemente los deseos de los consumidores y más bien suelen guiarse por criterios políticos que se traducen eventualmente en déficits, que en última instancia deben ser cubiertos por alguna forma de impuestos. Por lo expuesto, la afirmación de que el liberalismo clásico se opone a la empresa pública es correcta; no es una forma eficiente ni necesaria para producir aquellos bienes que se consideran llenan los criterios de bienes públicos.

Para matizar lo expuesto, ampliamente aceptado en el pensamiento liberal clásico, me parece justo traer a colación la opinión de un destacado economista liberal clásico, Wilhelm Röpke, quien advierte que “el problema político-económico de las empresas de servicios públicos (‘public utilities’) reside en el hecho de que, en tanto su carácter monopólico es más o menos inevitable, es al mismo tiempo particularmente peligroso, pues estas empresas sirven para satisfacer necesidades públicas urgentes (esto es, poseen demandas inelásticas). Para resolver este problema hay dos posibilidades: o dejamos que las empresas de servicios públicos existan como empresas privadas, aunque siempre requiriendo que se sometan a la regulación estatal o establecemos en su lugar monopolios estatales plenos o de la comunidad. Cuál de ambas soluciones es la mejor puede ser determinado tan sólo con suma dificultad, pues mucho depende de las circunstancias particulares de cada país y del tipo de institución de servicio público de que se trate” (Wilhelm Röpke, Economics of the Free Society, Chicago, Ill.: Henry Regnery Company, 1963, p. 179).

A pesar de lo mencionado, me parece que, aún en esta última circunstancia, siempre debe de estar abierta la posibilidad de que las personas (y sus empresas) puedan entrar a participar en igualdad de condiciones en los mercados de referencia, sin que en principio se les excluya.  Mucho del cambio en la estructura actual de la producción de bienes públicos se ha originado en tal apertura, en donde la empresa privada puede ahora producir bienes y servicios que antes sólo podían hacerlo empresas públicas. Y esto ha beneficiado al consumidor, quien es así libre para escoger y, por tanto, de hacer máxima su satisfacción.