Mito: El liberalismo clásico es anti-solidario

Carlos Federico Smith asevera que "ante la asistencia a aquellos en necesidad que se puede considerar como deseable en un orden liberal, es bueno preguntarse si ella puede ser mejor brindada por medio de organizaciones privadas que por el estado".

Por Carlos Federico Smith

En cierta manera esta explicación es una ampliación de la respuesta a una crítica antes analizada de que el liberalismo clásico discrimina contra las minorías. Así, debo referirme al carácter individualista, apropiadamente entendido, del orden político liberal clásico.

El  liberal clásico se considera un individualista al reconocer el aporte que éste otorga a un orden social espontáneo, el cual “enfatiza… que el estado debería de ser… tan sólo una pequeña parte de ese organismo mucho más rico que llamamos ‘sociedad’ y que el estado únicamente debería brindar un marco general en el cual tiene la extensión máxima la libre colaboración entre los hombres (y por tanto no ‘dirigida conscientemente’)” (Friedrich A. Hayek, “Individualism: True and False”, en Chiaki Nishiyama y Kurt R. Leube, editores, The Essence of Hayek, Stanford: Hoover Institution Press, 1984, p. p. 145-146).

Para Hayek, el individualismo verdadero implica ciertos corolarios como que “el estado organizado deliberadamente… y el individuo… están lejos de vislumbrarse como las únicas realidades, en tanto que todas las formaciones y asociaciones intermedias deben ser deliberadamente suprimidas, siendo que las convenciones no obligadas de intercambio social son factores esenciales para preservar la operación ordenada de la sociedad humana… El individualismo verdadero afirma el valor de la familia y de todos los esfuerzos conjuntos de las comunidades y grupos pequeños, cree en la autonomía local y en las asociaciones voluntarias y, de hecho, el caso en su favor descansa fuertemente en el argumento de que mucho por lo cual usualmente se pide la acción coercitiva del estado, puede lograrse mejor mediante la colaboración voluntaria” (Friedrich A. Hayek, Ibídem, p.146).

La creencia liberal clásica se sustenta en que el individuo es quien mejor conoce sus intereses y toma sus decisiones en función de ello, pero eso no lo convierte en voraz, ávido, codicioso, egoísta, avaricioso, metalizado, ególatra, pues, como dice Michael Novak, para ello se tendría que “partir de la premisa de que los seres humanos son tan depravados que nunca efectúan otra clase de elección… (en efecto) los fundadores del capitalismo democrático no creían que esa depravación fuera universal. Aparte de las limitaciones que se impone el propio individuo, el sistema limita la codicia y el interés personal… los verdaderos intereses de los individuos muy rara vez se limitan a la preocupación y cuidado por sí mismos. Para la mayoría de las personas, los intereses de su grupo familiar significan más que los propios y con frecuencia estos se subordinan a aquellos. También sus comunidades les importan” (Michael Novak, El espíritu del capitalismo democrático, Argentina: Ediciones Tres Tiempos, 1983, p. p. 96-97).

Esta interpretación de la conducta del individuo en sociedad no es algo nueva en el pensamiento liberal clásico, como lo muestra la siguiente cita de Adam Smith: “En una sociedad civilizada (el hombre) se ve siempre obligado a la cooperación y concurrencia de la multitud... En casi todas las demás castas de animales cada individuo de la especie, luego que llega a estado de madurez, principia a vivir en uno de entera independencia, y en este estado natural puede decirse que en cierto modo no tiene necesidad de otra criatura viviente. Pero el hombre se halla siempre constituido… en la necesidad de la ayuda de su semejante… y aun aquella ayuda del hombre en vano la esperaría siempre de la pura benevolencia de su prójimo, por lo que la conseguirá con más seguridad interesando en favor suyo el amor propio de los otros, en cuanto a manifestarles que por utilidad de ellos también les pide lo que desea obtener… (pero) no de la benevolencia del carnicero, del vinatero, del panadero, sino de sus miras al interés propio es de quien esperamos y debemos esperar nuestro alimento. No imploramos a su humanidad, sino acudimos a su amor propio… Solo el mendigo confía toda su subsistencia principalmente a la benevolencia…” (Adam Smith, La riqueza de las naciones, Tomo I, Op. Cit., p. 54).

Dado lo expuesto, y a que se ha hecho recurrente el tema de la “insolidaridad del liberalismo clásico”, me permito hacer una exposición que tal vez podrá sorprender a quienes acusan al liberalismo de insolidario. 

Whilhelm Röpke fue un destacado economista liberal, concretamente de la corriente de pensamiento alemana llamada del Ordoliberalismo, que influyó en la conformación de la Economía Social de Mercado. Asimismo fue gran admirador de las enseñanzas sociales de la Iglesia Católica y un cristiano dedicado. 

Imagino que causará cierto ardor a los críticos de que el liberalismo clásico es insolidario, el señalamiento de Röpke de que, en la lucha por resolver el problema de la pobreza, hay tres métodos por los cuales los individuos pueden obtener aquellos bienes escasos. Un primer método, que llama “éticamente negativo”, que consiste en obtener bienes de otros por medio de la violencia y el fraude. El siguiente método lo llama “éticamente positivo”, en que se obtienen bienes y servicios sin tener que dar algo a cambio y un tercero, que Röpke califica como “éticamente neutral”, que  “no se basa en el egoísmo si ello implica que el bienestar individual se logra a expensas de aquél de otro. Ni tampoco se basa en un altruismo desinteresado, si eso implica que el bienestar individual es desatendido, de forma que otros se puedan beneficiar.  Es [un] método mediante el cual, en virtud de una reciprocidad contractual de intercambio entre las partes, se logra un aumento en el bienestar propio por medio de un aumento en el bienestar de otros. Este método, que puede ser llamado “de solidaridad” (término exacto que utiliza Röpke) significa que un aumento en mi bienestar se logra de manera tal que no priva a otros del suyo sino que más bien les brinda, como producto de mi ganancia, un incremento de suyo propio” (Whilhelm Röpke, Economics of the Free Society, Chicago: Henry Regnery Co., 1963, p. p. 20-21. El paréntesis es mío).

El orden de mercado, parte consustancial del liberalismo, es precisamente solidario pues no depende del despojo egoísta de los bienes de otros para obtener los que satisfagan los deseos o necesidades de la persona, ni tampoco de un comportamiento altruista, en que el individuo se despoja del bienestar propio con tal que otros se beneficien. El sistema de mercado depende del intercambio de bienestar de las partes, pero no hay nada que excluya la posibilidad de que el aumento de bienestar que una de ellas perciba, pueda usarse para fines “éticamente positivos” del altruismo a que se refirió Röpke. También que, por supuesto, podría usarse para fines “éticamente negativos”, de despojo de la propiedad de otros, pero, como dice Röpke, “tan sólo las poderosas influencias de la religión, la moral y la ley parecen capaces de inducir en nosotros una adherencia escrupulosa al tercer método”; osea, al éticamente neutral. (Ibídem., p. p. 21-22). Por esta razón destaco la función segunda del estado en una sociedad liberal a la cual se refería Adam Smith, cual es la de “proteger a cada individuo de las injusticias y opresiones de cualquier otro miembro de la sociedad” (Adam Smith, La riqueza de las naciones, Tomo III, San José: Universidad Autónoma de Centro América, 1986, p. 23).

Finalmente, ante la asistencia a aquellos en necesidad que se puede considerar como deseable en un orden liberal, es bueno preguntarse si ella puede ser mejor brindada por medio de organizaciones privadas que por el estado. No en vano se observó, en momentos de auge del liberalismo político una proliferación de agencias privadas dedicadas a la caridad, que bien pueden haber sido siendo paulatinamente disminuidas por la pretensión estatista de que el ejercicio privado de la caridad es mejor desempeñado por el estado que por las personas. Uno puede suponer que esas personas conocen mejor cuáles son sus intereses en cuanto al ejercicio de la caridad en comparación a como lo haría un burócrata.