Mis héroes intelectuales (5): Thomas Mann
Aníbal Romero reseña las principales obras de Thomas Mann.
Por Aníbal Romero
La gran literatura es casi siempre reconocible, pero hay libros que resulta difícil leer y apreciar en su totalidad. Tal ha sido mi vivencia con relación a algunas obras de importancia. Confieso por ejemplo que si bien completé Por el camino de Swann, primer volumen de los siete que integran la renombrada obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, y disfruté varios de sus elaborados y sutiles pasajes, no logré sin embargo proseguir el rumbo hacia el resto de los seis tomos. Seis gruesos volúmenes todavía aguardan a que derrote mi pereza, tarea que considero difícil. Ello con seguridad es prueba inequívoca de mis limitaciones como lector. Ni modo. Igual experiencia tuve al confrontar la famosa novela Ulises de James Joyce. No pongo en duda su relevancia e impacto revolucionario y me hubiese encantado entenderla y disfrutarla más, pero la empresa se mostró superior a mis fuerzas y paciencia. Esas y otras lecturas, o intentos de lectura, me llevaron en su momento a reflexionar acerca de la relación entre forma y contenidos en las obras literarias, y sobre los sacrificios que los legítimos empeños exploratorios y experimentales reclaman, por encima de otros componentes no menos sustantivos de la poesía y la narrativa.
Se trata de un tema que tocaré brevemente en estos apuntes sobre Thomas Mann (1875-1955). No pretendo presumir de crítico literario. Como he expuesto en anteriores oportunidades esta serie de artículos procura, por una parte, rendir homenaje a un grupo de escritores y pensadores con quienes he contraído especiales deudas intelectuales, y por otra compartir con los lectores esas preferencias literarias y filosóficas con la expectativa de que les sean de utilidad y provecho estético.
Con ciertas obras de Thomas Mann me ocurre algo muy distinto a lo descrito en relación con Proust y Joyce. Retorno a los libros de Mann con frecuencia, les releo y realizo nuevos hallazgos y consigo un cada vez mayor disfrute. Ello proviene del interés intrínseco de las historias que Mann narra, así como de la perceptible adecuación entre lo que busca comunicar y el modo en que lo logra. Son pocos los autores y libros que me han proporcionado tantas satisfacciones como Los Buddenbrook (1901), La muerte en Venecia (1912), y las espléndidas Confesiones del estafador Felix Krull (1954). Cabe señalar que esta obra, la última que Mann escribió, fue iniciada en 1911 y por décadas permaneció como un primer paso, que luego Mann retomó y adelantó aunque no llegó a finalizarla. Lo refiero pues a mi manera de ver la entera obra de Mann tiene dos etapas, divididas por la catástrofe europea de la Primera Guerra Mundial. Si bien valoro y admiro las grandes novelas de la segunda etapa, La montaña mágica (1924), la tetralogía José y sus hermanos (1933-1943) y Doctor Faustus (1947), obras todas ellas de reconocida calidad y significado, prefiero el Mann del período inicial anterior a 1914 y el conjunto de relatos que entonces produjo.
Iniciaré mis comentarios con La muerte en Venecia, una obra que conquista una armonía perfecta entre los apasionantes y conmovedores episodios que relata y la maestría de su técnica literaria, en lo que tiene que ver con el ritmo de la narración, su extensión y estructura. Cabe indicar en este orden de ideas que el destacado cineasta italiano Lucino Visconti llevó a cabo una estupenda película sobre el libro de Mann y se tomó algunas libertades con la versión cinematográfica, que es preciso aclarar en beneficio de aquellos que vieron el filme pero no han leído la obra. Para empezar, el personaje central del libro de Mann, Gustav Aschenbach, es un escritor y no un compositor; algunas escenas de la película de Visconti son parcial o totalmente tomadas de la biografía del destacado músico vienés Gustav Mahler, y no se corresponden con exactitud o simplemente no aparecen en el libro de Mann. No obstante, Visconti no solo no traiciona a Mann sino que le enaltece, pues su extraordinaria película recrea con fidelidad la hermosa tragedia de Aschenbach en lo que es más relevante, es decir, la cadencia del espíritu y la plenitud del mensaje.
Puede lucir contradictorio que hable de una “hermosa tragedia”, pero quizás los términos se adecuen para describir el contenido de esta obra maestra de la literatura. El tema de fondo de La muerte en Venecia es la creación artística, sus exigencias, recompensas, llamaradas, cúspides, abismos y sufrimientos. Lo excepcional del planteamiento de Mann es que su personaje, Aschenbach, es un creador de obras literarias que desarrolla su trabajo según una estética sustentada en el rigor, la disciplina, la ironía, la distancia y el control con respecto a las pasiones propias y del resto de las personas. Sin embargo, detrás de esa fachada de severidad, de esa aspereza, de esa inclemencia del alma se esconde un torbellino de emociones, que únicamente esperan el adecuado detonante para así salir a flote y arrastrar a Aschenbach por inéditos rumbos, que le ocasionan un regocijo supremo y una patética agonía.
No abundaré sobre el curso que sigue la obra pues de hacerlo arruinaría su pleno disfrute a las personas que no han leído el libro, estropeándoles la aventura de abordarle como es debido. En todo caso, no abrigo la menor duda al afirmar que se trata de un libro descollante, del cual mucho puede aprenderse y cuyos sucesos e imágenes perduran imborrablemente en su intensidad y validez. La muerte en Venecia es un libro que conjuga con balance, como ya sugerí, el contenido de la historia narrada y la forma en que Mann lleva a cabo su proeza creativa.
Diversos comentaristas han señalado que el trasfondo filosófico de La muerte en Venecia es la distinción entre lo “apolíneo” y lo “dionisíaco”, contraste que discutió Friedrich Nietzsche en su conocido estudio El origen de la tragedia. Nietzsche les entendía como principios vitales presentes en nuestra existencia y como fuentes dinamizadoras de la creación artística. Tales principios en pugna se vinculan, en el caso de lo apolíneo, con la racionalidad, la luminosidad clásica, el orden y el sentido de las proporciones; lo dionisíaco se enlaza a lo irracional, a las sombrías profundidades del espíritu, a lo caótico e informe. Este marco de tensiones que también interesó e inquietó a Mann se encuentra presente en su maravillosa novela de juventud, Los Buddenbrook, libro que lleva como subtítulo “Decadencia de una familia”. Se trata de una obra de raíces autobiográficas, en la que Mann enfrenta el desafiante tema de las transformaciones socio-políticas de la sociedad alemana de finales del siglo XIX a través del prisma de una familia de acomodados comerciantes burgueses. El libro retrata el antagonismo entre la severa disciplina existencial de un grupo de personajes y la dispersión de otros, que rompen los esquemas de valores tradicionales y se extravían por caminos alternos, entre ellos el de la tentadora pero riesgosa creación artística. Es de interés indicar, con respecto a Los Buddenbrook, que de manera poco usual este libro fue específicamente citado por la Academia Sueca en la exposición de motivos que acompañó el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Mann en 1929. Corrían otros tiempos, cuando el Nobel de Literatura era casi siempre concedido a autores con verdaderos méritos para ello.
Si bien como dije antes prefiero al Mann de la etapa inicial, me encuentro con el caso singular de la que es tal vez la más gozosa y divertida de las obras de este autor, y la que me ha producido los mayores placeres como lector. Me refiero a la ya mencionada novela Confesiones del estafador Felix Krull, que Mann empezó a escribir, dejó de lado por largo tiempo y luego reanudó en el período final de su ciclo vital, sin llegar a concluirla. Es un libro por tanto que cubre ambas etapas de la carrera de Mann. El personaje principal de esta novela, que evoca conexiones con la picaresca española y hasta con Don Quijote es en a mi modo de ver el más carismático, ameno, ocurrente y simpático de toda la obra de Mann, y su historia pone de manifiesto a la vez un hermoso canto a la vida y un homenaje a la visión estética de la existencia.
El filósofo marxista Georg Lukács, en una colección de estudios sobre Mann, ha querido ver en el “estafador” Felix Krull la imagen de la presunta erosión y alienación del individuo bajo el capitalismo. Según Lukács, Mann hace que su Felix Krull asuma otras personalidades y engañe acerca de su verdadera identidad pues esa es la ruta de salvación que se ofrece al individuo en la sociedad capitalista, un individuo empobrecido por un contexto opresor que le desgasta e impide alcanzar una existencia plena. Sin ánimo de descartar el posible interés de esta y otras tesis de Lukács en su análisis de las obras de Thomas Mann, en lo que tiene que ver con Las confesiones del estafador Felix Krull creo que el filósofo húngaro introduce complicaciones sin suficiente fundamento, y retuerce hasta hacerles irreconocibles rasgos esenciales de una obra desprendida de las trampas de la psicología y sociología marxistas. En lugar de tales disquisiciones Mann nos regala una narración llena de alegría, de convicción, de apego y amor a la vida con una maestría y una autenticidad de veras poco comunes.
Confío y deseo que los lectores de estas notas se animen a leer a Mann si aún no lo han hecho, o a releerle si ya le conocen. Esa sería una grata recompensa al propósito de rendir homenaje a otro de mis héroes intelectuales.
(Nota: algunos lectores me han preguntado gentilmente qué número de autores cubriré en esta serie de artículos. Mi galería de héroes intelectuales no es demasiado extensa, y pienso que comentaré un total de ocho o tal vez diez escritores y pensadores).
Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional (Venezuela) el 2 de noviembre de 2016.