Militarismo en México: otro resultado imprevisto de la guerra contra las drogas
Daniel Raisbeck explica cómo Andrés Manuel López Obrador ha presidido una militarización veloz de México, una desafortunada consecuencia de la guerra contra las drogas liderada por Washington.
Por Daniel Raisbeck
En 2012, durante su segunda campaña fallida para presidente de México, Andrés Manuel López Obrador prometió repetidamente que, de ser elegido, enviaría al ejército mexicano de regreso a sus cuarteles dentro de los seis meses posteriores a su toma de posesión. La militarización del país fue un tema político desde 2006, cuando el expresidente Felipe Calderón, quien derrotó por poco a López en las elecciones de ese año, recurrió al ejército para combatir a los cada vez más poderosos carteles de la droga.
Durante su tercera campaña en 2018, cuando finalmente ganó la presidencia, López siguió siendo crítico con la militarización de México y prometió utilizar el cálido abrazo de los delincuentes en lugar de las municiones para superar la persistente crisis de seguridad del país. Sin embargo, desde que asumió el poder, López no solo ha mantenido al ejército en las calles; también ha ampliado el alcance de sus actividades.
Bajo López, los soldados mexicanos aún luchan en la guerra contra las drogas, y aún luchan en vano si se consideran los incuestionables márgenes de ganancias de los cárteles. Pero también están construyendo infraestructura, más visiblemente, el esquema ferroviario del Tren Maya, el gran proyecto de López en la Península de Yucatán. Además, el ejército está a cargo de las funciones aduaneras en puertos y aeropuertos, la distribución de gasolina y fertilizantes, la entrega de libros de texto escolares y la provisión de material hospitalario, entre otras tareas mundanas o estrictamente logísticas que, incluso en muchos países latinoamericanos, quedan fuera del ámbito militar.
En 2019, López creó la Guardia Nacional, una nueva rama de las fuerzas armadas que, aseguró, estaría dirigida por civiles. En cambio, la guardia ha permanecido bajo el mando del ejército. Hoy, es una fuerza de 113.000 miembros (frente a 215.000 en el ejército propiamente dicho) que cumple funciones de policía federal y, según López, permanecerá bajo el control del ejército hasta 2028. El crecimiento de las fuerzas armadas, con todo su poder aumentado, escribe la periodista Ivabelle Arroyo, ha hecho de México “un país de soldados”.
¿Qué provocó el cambio radical de López con respecto al papel de los militares en la sociedad mexicana? Según Guillermo Guevara, analista de seguridad, López, cuyos índices de aprobación se mantienen muy por encima del 60%, dio cuenta de que podía explotar la abrumadora popularidad de la institución. Con casi 9 de cada 10 mexicanos aprobando el desempeño del ejército según una encuesta de 2020, constantemente supera a la policía, los políticos, el congreso, los partidos políticos –todos los cuales son percibidos como irremediablemente corruptos– e incluso a la Iglesia Católica.
Hay al menos dos razones detrás de la extraordinaria popularidad del ejército. Por un lado, está lo que Arroyo llama el “mito del verde olivo” de México, una narrativa oficial del heroísmo del ejército –introducido a los niños en las escuelas primarias– que se deriva de sus orígenes como el lado “constitucionalista” de la Revolución Mexicana que comenzó en 1910, evento formativo del país en el siglo XX. Por otro lado, en las últimas décadas, los mexicanos a menudo han sido testigos de imágenes en los medios de comunicación de personal del ejército rescatando personas en zonas de desastres naturales o entregando suministros muy necesarios en áreas marginadas. Como resultado, explica Arroyo, la población considera a sus soldados como “eficientes, leales, disciplinados y dispuestos a sacrificar sus vidas por los demás”.
Académicos y comentaristas se han decidido por el término “populismo autoritario” para describir el estilo de gobierno de López. No quiero hacerme eco de la moda. “Demagogia”, escribió el filósofo Nicolás Gómez Dávila, “es la palabra que usan los demócratas cuando la democracia los asusta”. Lo que sí es cierto es que el altruismo percibido del ejército –y los orígenes humildes de los reclutas y oficiales por igual– complementa la implacable promoción de López de sí mismo como tribuno del pueblo mexicano, su redentor electo. El ejército, dice, “es el pueblo uniformado”. Todo lo cual oscurece las muchas formas en que los militares –y en particular los altos mandos del ejército– han llegado a disfrutar de privilegios que difícilmente están al alcance del populus.
El ejército, cuenta Arroyo, cabildea en el congreso de México y cambia las leyes para su propio beneficio. También recibe una gran cantidad constante de lucrativos contratos gubernamentales. Hasta ahora, la opinión pública ha mirado para otro lado, como ocurrió después de varios casos de alto perfil de abuso del poder armado por parte de miembros del ejército. Sin embargo, una pregunta vital es cuánto tiempo la popularidad del ejército puede resistir una serie creciente de escándalos de corrupción dentro de la institución.
No obstante, la corrupción dentro de las fuerzas armadas ha sido moneda corriente en América Latina. Más específico de México ha sido el control militar del Ministerio de Defensa, un escenario único entre los países más grandes de la región, salvo Venezuela después de Hugo Chávez. Hasta la presidencia de López, la regla no escrita era que los generales nombrados para encabezar el Ministerio de Defensa se apegarían a sus instrucciones y se mantendrían alejados de la política. De ahí la conmoción cuando el general Luis Cresencio Sandoval, ministro de Defensa de López, llamó a la ciudadanía a apoyar el “proyecto nacional” y la actual “transformación” de México, términos que se interpretan fácilmente como eufemismos de la alianza del ejército de López.
Las protestas más grandes contra López hasta el momento no se han relacionado con el militarismo del presidente, sino con su plan para debilitar al Instituto Nacional Electoral. Muchos consideran a esta institución como un pilar independiente de la democracia mexicana desde el año 2000, cuando terminaron siete décadas de gobierno ininterrumpido del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Para López, el instituto es una burocracia inflada manejada por funcionarios engreídos y pagados en exceso que, afirma, le robaron las elecciones de 2006.
El presidente no parece tener la intención –o, para el caso, ser capaz– de cambiar la constitución, que prohíbe la reelección, para permanecer en el poder. Pero un sistema electoral recién politizado podría permitir que el partido de López, Morena, domine la política mexicana al muy estilo del PRI de antaño. Este simulacro de sistema democrático, que el escritor peruano Mario Vargas Llosa alguna vez llamó “una dictadura perfecta”, parecía ser un vestigio del pasado de México. Ahora, López podría asegurar que también juega un papel en su futuro.
Las advertencias sobre el giro de México hacia la autocracia bajo López abundaron mucho antes de su presidencia (un buen ejemplo es el informe de política de 2019 de Roberto Salinas León para Cato). Sin embargo, el grado de militarización durante los últimos cuatro años ha sorprendido incluso a algunos de los críticos de López desde hace mucho tiempo. Nadie debe olvidar, sin embargo, que el ejército mexicano recién comenzó a recuperar parte del poderío político que ejerció en el pasado como resultado de la guerra contra las drogas liderada por Washington. Junto con los hipopótamos que vagan por el río Magdalena, la rápida militarización de México es otra de las consecuencias imprevistas de la guerra contra las drogas.
Este artículo fue publicado originalmente en Cato At Liberty (EE.UU.) el 15 de marzo de 2023.