México: La fatal arrogancia del Plan Nacional de Desarrollo
La economía es el campo de la incertidumbre; la política económica, por ende, el arte de manejar escenarios en un clima de incertidumbre permanente. Pero aquí sabemos, sin embargo, que cada seis años inicia su mandato un nuevo presidente—y que seis meses después publica un nuevo, nuevecito, Plan Nacional de Desarrollo.
La publicación de este documento, más que una reliquia de la planificación central, obedece a un mandato constitucional que se introdujo hace casi un cuarto de siglo. Tiene, a la vez, un altísimo costo de oportunidad: o pretende esa vanidad suprema de predecir el futuro (tales o cuales tasas exactas de crecimiento exacto con ahorro interno exacto, hasta el último, el más exquisito punto decimal), lo cual significa un gran desperdicio de tiempo y de recursos públicos, o se compromete a objetivos tan básicos (altas tasas de crecimiento con estabilidad de precios) que no valen la pena el esfuerzo.
Vaya, “promover el desarrollo sostenido de la nación por medio de reformas que logren aumentar la competitividad,” es algo que queremos, o que debemos querer, no solo en este sexenio, sino para siempre. La etiqueta del PND, así vista, es una decoración que no sirve propósito alguno. ¿Necesitamos un arquitecto nacional que, desde el más alto y más iluminado estrato del conocimiento social, nos dicte cómo hacer las cosas, qué hacer, cómo hacerlo, cómo ahorrar, cómo invertir, qué consumir?
Una agenda necesita principios, necesita visión, necesita líneas de acción—pero no la absurda idea de que debe “planear, orientar, dirigir y coordinar” toda la actividad que se da, todos los días, durante todo el sexenio, en la nación. Valdría la pena ahorrarle a todos los causantes dinero, que al fin y al cabo es de ellos, y eliminar el mandato de producir un documento que peca entre la vanidad y la ambigüedad.
El desarrollo sostenido no es función de un plan, ni mucho menos un plan sexenal nacional. La pretensión de administrar la abundancia, dirigir la modernización, la absurda idea de manejar las finanzas desde Los Pinos, hizo un gran daño, prácticamente durante la vigencia de las modificaciones constitucionales que hicieron del centralismo (del “yo digo y yo te diré”) la parte integral de la política económica mexicana. El desarrollo es función de principios básicos, cosas como leyes sencillas para un mundo complicado, cosas como la estabilidad del poder adquisitivo—aquí, en China, ciertamente en los tigres asiáticos y los nuevos jaguares europeos, y hasta en Venezuela y Cuba.
La falacia de la ingeniería social detrás del PND equivale a una versión de lo que FA Hayek llamó la arrogancia fatal—pretender congelar el futuro, haciendo del mundo de la actividad humana algo equiparable, estático, como el mundo natural.
Hace seis años, hace doce también, escribimos: “México requiere parámetros bien definidos, no planes destinados al fracaso por no reconocer los límites del conocimiento humano.” Veremos qué pasa a finales de mayo del 2012…
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