México: Inversión

Macario Schettino explica que no toda inversión deriva en un mayor nivel de producción o bienestar. De hecho, Schettino indica que hay inversiones que se asemejan al consumo pues no dejan nada para el futuro.

Por Macario Schettino

Uno de los grandes mitos de la economía popular es el poder de la inversión. Otro, muy cercano, el de la educación. En la imaginación de las mayorías, se trata de elementos que transforman, simplemente por ocurrir, a una economía. Cuando se habla de inversión, prácticamente todos piensan en que habrá más potencial productivo en el futuro, de manera que la inversión es siempre buena y deseable.

En realidad, la inversión no es, necesariamente, algo que nos permita producir más. En términos de economistas no siempre incrementa la oferta de bienes, pero siempre aumenta la demanda. Por ejemplo, construir un edificio de departamentos implica contratar arquitectos, ingenieros, albañiles, y comprar grandes cantidades de cemento, varilla, ladrillos, cables, tubos, pintura y mil cosas más. Todos estos gastos son ventas de alguien: de los profesionistas, de los trabajadores, de los proveedores, de forma que el impacto de la construcción del edificio en la economía no es cosa menor. Por eso la construcción de edificios representa entre 5,0 y 6,0 por ciento del PIB en México.

Pero construir un edificio de departamentos no necesariamente se transforma en una mayor capacidad productiva de la sociedad o incluso en mayor bienestar. Hay muchas formas en las que la inversión puede resultar improductiva: ese edificio está muy lejos de los centros de trabajo, de forma que nadie quiere comprar ahí; o el edificio tiene defectos de construcción; o no hay agua suficiente para que sea habitable; o simplemente su precio es tan elevado que nadie compra.

En cualquiera de estos casos, la inversión sí produjo un incremento de demanda (es decir, sí apareció en el PIB conforme se construía) pero no un aumento en la oferta (es decir, no sirvió para nada después de construirse).

Este ejemplo del edificio puede extenderse a cualquier tipo de inversión: una presa que no genera electricidad suficiente o daña los sembrados río abajo; una carretera que nadie utiliza; un aeropuerto demasiado grande, desocupado la mayor parte del tiempo; una fábrica que no tiene demanda para lo que produce; minas o pozos petroleros cuya producción es muy pequeña, y ahí sígale usted. Este tipo de inversión no sirve de nada. Es como si fuese consumo, porque no deja nada para el futuro. Se registra cuando ocurre, como cuando usted compra una manzana y se la come, y eso es todo.

A partir de los años 50, cuando se popularizó la idea del desarrollo, los países que no eran industrializados se convencieron de que lo único que les faltaba para serlo era invertir. Y los bancos de desarrollo y agencias internacionales de ayuda también se convencieron. Y prestaron dinero y asistencia técnica para que los países pobres invirtiéramos. Medio siglo después, prácticamente ninguno de los países que siguió este camino logró nada. Bueno, sí: presas que no ayudan, carreteras inútiles, fábricas abandonadas… Y contaminación, destrucción de recursos, desorden urbano.

Como siempre, nadie se quiere hacer responsable de esto, y uno de los chivos expiatorios es la corrupción: las cosas no sirvieron porque los países pobres eran corruptos, y por eso las inversiones se hicieron mal. Hay parte de razón en esto, sin duda, pero no toda. Cuando las inversiones las decide el gobierno, es difícil que sean adecuadas: no están gastando su dinero, no son responsables de lo que ocurra, y son evaluados más por el hecho de invertir que por los resultados de la inversión, que en muchas ocasiones ocurren años después de la decisión original. Le seguimos otro día.

Este artículo fue publicado originalmente en El Financiero (México) el 2 de marzo de 2016.