"Me aterran los políticamente correctos"
Orestes R. Betancourt Ponce de León teme que la corrección política, con la fachada de buenas intenciones, termine socavando el intercambio libre de ideas, generando una externalidad negativa para las sociedades donde se imponga.
Por Orestes R. Betancourt Ponce de León
Pocas veces había leído un libro tan serio como La broma de Milán Kundera. Busqué la sombra en la escalinata de la Universidad de La Habana y empecé a leer. Un chiste arruina la vida de Ludvik, protagonista de La broma. Estudiante universitario en una Checoslovaquia estalinista –detalle que hice personal–, Ludvik envía una postal a su enamorada Marketa donde ironiza sobre la situación del país y termina así: “¡El optimismo es el opio del pueblo!”. La nota llega a manos de las autoridades de la universidad y, de ser un compañero confiable, Ludvik termina en un campo minero. Una vida arruinada por un sistema demasiado solemne y rígido para permitirse una broma. Así como de rígida y solemne llega a ser la corrección política hoy.
En Cuba, o en la ya desaparecida Checoslovaquia, el debate y la razón mueren cuando el sistema es un conjunto de valores morales representados por el progreso, la patria, y el pueblo. ¿Cómo estar en contra del pueblo? Disentir es, entonces, moralmente sancionable. No hay debate si eres gusano, apátrida y contrarrevolucionario, falacias ad hominem que son reflejo de una falacia aún mayor, y es que “la tiranía es una en sus varias formas, aunque se vista en algunas de ellas de nombres hermosos y de hechos grandes”, como dijera José Martí. Si el comunismo es la opresión de la mayoría en supuesta defensa de esa mayoría, la corrección política puede llegar a, en nombre de las minorías, oprimir al individuo, minoría donde las haya. Ambos engañan porque apelan a lo mejor del ser humano –contrario a otros enemigos de la libertad como el fascismo y el extremismo islámico– y ahí se agazapa el peligro de que, en nombre de altos principios morales, al igual que el comunismo, la corrección política se convierta en un sistema asfixiante y severo que termine castigándonos como a Ludvik en La broma. No hay razón ni debate si eres islamofóbico. ¿Cómo estar en contra de la tolerancia y la inclusión?
De promesas de justicia, igualdad y progreso, todas buenas intenciones, se empedró el camino al infierno en Cuba. Quizás por todo esto, Cuba me es una vacuna contra el verbo fácil de los demagogos y ese virus de lo impoluto y correcto que actualmente enferma al debate en la política, las redes sociales, y los medios, sobre todo, del mundo desarrollado. Es un problema que lastra la discusión sobre casi todo lo debatible aquí, en EE.UU. y Europa y que poco a poco se cuela en América Latina. Aunque no creo que, en los suburbios de Buenos Aires, en Chiapas o Petare estén muy ocupados con la apropiación cultural y la micro-agresión. Será por aquello de la pirámide de necesidades de Maslow, me atrevo a decir. La progresiva satisfacción de las necesidades en las sociedades occidentales desarrolladas ha devenido en un relajamiento de la razón en favor de cierto puritanismo donde las buenas intenciones son lo que importa. No es casualidad que el vocabulario actual del universo políticamente correcto provenga, en su mayoría, del inglés: safe space, trigger warnings, microagression, inclusive language, gender-neutral language, jazz hands, white privilege, identity politics, o cultural appropiation.
Sí resulta casual e irónico que el término “políticamente correcto” tenga su origen en los años treinta del siglo pasado para referirse, dentro de los círculos comunistas, a los camaradas que verdaderamente se ajustaban o no al canon del marxismo-leninismo. Ser políticamente incorrecto podía representar un viaje de ida sin vuelta al gulag. La expresión no reaparece hasta los años 60 en EE.UU. a raíz de los movimientos contra la guerra de Vietnam y los derechos de las minorías que clamaban que su causa contra el establishment era políticamente incorrecta. En menor medida, hasta fines de los 90, el término fue utilizado en EE.UU. a antojo de conservadores y progresistas para satirizar al contrario. Luego de caer en desuso, hace unos años gran parte de la izquierda progresista la adoptó sin complejos como estandarte y los bolcheviques de hoy tiñen la censura de justicia social y la corrección política es epitafio del debate.
Discutir sin prejuicios sobre raza, género, inmigración, religión, medio ambiente, y políticas públicas es danzar sobre un techo de cristal. El arte no escapa. La petición de remover del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York la pintura de Balthus “Teresa Soñando” o la censura de Facebook sobre “El origen del mundo” de Gustave Courbet son síntomas inquietantes. Es una candidez, acaso hipocresía, que arraiga en los campus universitarios. Enseñar sobre derecho penal referente a violencia de género y violación se ha convertido en tabú para profesores de universidades norteamericanas. Al mejor estilo soviético, estudiantes denuncian anónimamente al claustro y otros alumnos si perciben alguna discusión como ofensiva. Y un ridículo altercado sobre apropiación cultural y Halloween fuerza a una profesora de Yale a renunciar. “La metamorfosis” de Ovidio es rechazada por estudiantes de la Universidad de Columbia por contener pasajes sexuales sensibles y potencialmente ofensivos. La lista continúa y las consecuencias llegan a ser trágicas cuando, por temor a ser llamados racistas, las autoridades locales de Rotherham, un pequeño pueblo al norte de Inglaterra, ignoraron los casos de violación de 1.510 niñas entre 1997 y 2013 por parte de individuos de origen paquistaní.
Hoy hacer comedia es difícil producto de la escalofriante corrección política, tal como comenta Jerry Seinfeld. El humor ya no va detrás de los hombres como látigo con cascabeles en la punta, como decía José Martí, sino como pañuelo de seda procurando no ofender. Las dictaduras son serias, chatas, sin gracia, eso ya lo sabemos, ¿será una señal? Además, ¿quiénes censuran con base en parámetros morales? La inquisición, la Alemania nazi contra el arte “degenerado”, la teocracia iraní, la monarquía saudí, y así en la lista, la Cuba de las Umap y el Quinquenio Gris.
Rehuir y censurar el libre intercambio de ideas empobrece a los directamente involucrados y a la sociedad toda. Es, en términos económicos, una externalidad negativa. El régimen cubano puede formar médicos, matemáticos e ingenieros, pero no forma librepensadores y me preocupa que, entre tantas similitudes, la corrección política llevada a los extremos termine siendo así. Sería “un mundo feliz”, pero más cerca de la novela distópica de Aldous Huxley que de la “utopía” de Tomás Moro.
Entre sueños de utopías, la corrección política viene de la mano con un rechazo al capitalismo y un guiño coqueto a las ideas probadamente fallidas del socialismo. ¡Qué peligro! Se confunde al colonialismo, las vergonzantes leyes Jim Crow, y el capitalismo de compadres con los valores que representan las democracias liberales y se ignoran los logros de sus instituciones en los últimos 200 años. Igualmente se salta a la garrocha la historia cuando vemos la hoz y el martillo y la imagen del Ché ondear junto con la bandera del orgullo gay. Las causas de las minorías se confunden con la idealización de regímenes totalitarios, y si no siempre es el caso –sería injusto achacar el sambenito de estalinista a todos–, en esta mezcla a ratos indefinida de corrección política en temas económicos, medioambientales, sociales y otros, un denominador común es la exaltación al estado como hacedor de milagros. Ejemplo de este cóctel en EE.UU. es el Green New Deal, un ambicioso plan que no es sobre medio ambiente, sino sobre un rediseño social que nadie sabe cómo pagar y que desconoce –una vez más– que la planificación estatal solo supera al mercado cuando de polución se trata. No sorprende entonces que los entusiastas del Green New Deal y la corrección política en universidades y redes sociales vean con simpatía al socialismo. Creen algunos que los países nórdicos son un modelo socialista a imitar – falacia bien extendida – y votan por Bernie Sanders, el eterno candidato presidencial que alaga a Castro y Ortega, que piensa que el sueño americano está en la Argentina kirchnerista, el Ecuador de Correa y la Venezuela de Chávez, y que repetidamente niega reconocer que hay una dictadura en Venezuela. Si vamos a medir con la misma vara, posiciones nada correctas.
La hemiplejia moral en la política es tan antigua como la política misma y Bernie Sanders no es la excepción. Pero sugerir que el señor Sanders –le sigo tomando de ejemplo– tiene madera para enviar al gulag al que disienta de su Medicare for All sería ridículo y supondría endilgarle las cualidades más bajas de la condición humana. Las mismas que dejan entrever las etiquetas de racista, homofóbico, misógino, o islamofóbico y que tan alegremente pueden caer como hoja de guillotina sobre alguien catalogado hoy de políticamente incorrecto. Lo cual me recuerda las descalificaciones de gusano, apátrida y contrarrevolucionario en la Cuba socialista.
Me aterra pensar que la corrección política sea un entresijo de buenas intenciones que termine empedrando al infierno el camino del debate y que sus límites sean estrechos: dentro de la corrección política todo, fuera de lo políticamente correcto nada. En 1961, al concluir Fidel Castro aquello de “dentro de la Revolución, todo, contra la Revolución, nada”, en la Biblioteca Nacional se escuchó al escritor Virgilio Piñera decir: “yo no sé ustedes pero yo tengo miedo, tengo mucho miedo”. Como Piñera, yo también tengo miedo. La corrección política es algo tan serio como La broma de Milán Kundera.