Los recursos naturales son infinitos
Alberto Benegas Lynch (h), recordando el trabajo de Julian Simon y Stephen Moore, señala que históricamente "la mayor parte de las materias primas han bajado de precio en términos reales".
De entrada conviene precisar en un contexto de histeria ecológica que lo relevante no es centrar la atención en específico recurso natural sino en los servicios que derivan de su uso. Habiendo aclarado esto, señalamos que para este análisis debe tenerse muy presente la sustitución, el reciclaje y la tecnología.
Si el carbón de la época de la Revolución Industrial fue sustituido con creces por el petróleo y este eventualmente lo será por la energía nuclear, solar y eólica, la humanidad no solo no ha perdido nada sino que ha ganado mucho. Si el cobre es reciclado ad infinitum no hay pérdida de cobre y si el reciclado genera resultados más satisfactorios, la situación evidentemente mejora para el hombre (y si, además, en este caso, es en gran medida sustituido por la fibra óptica, las consecuencias benéficas resultan exponenciales). Si la tecnología progresa a pasos más agigantados que el consumo de un recurso que se estima no renovable y no duradero, el resultado es también mejor y si trabaja con recursos renovables y duraderos como la arena para fabricar chips de computadoras los efectos son más auspiciosas aún.
Julian N. Simon expande y aclara con mucho rigor estas ideas en su obra The Ultimate Resource y en el libro coeditado con Herman Kahn titulado The Resourceful Earth en el que aparecen trabajos de veintitrés académicos y también lo hacen autores como Stephen Moore en su difundido ensayo “The Coming Age of Abundance” y tantos otros científicos que muy documentadamente contradicen las nociones populares sobre el tema.
Veamos estos delicados asuntos por partes en base a la ilustrativa óptica de Simon en el primer libro mencionado. De entrada precisa que los recursos naturales son escasos, por ello es que se cotizan en el mercado (de lo contrario, si fueran sobreabundantes, no tendrían precio) pero también acompaña su obra con numerosos gráficos y series estadísticas donde muestra que durante los últimos ciento cincuenta años la mayor parte de las materias primas han bajado de precio en términos reales (deflacionados y comparados con el poder adquisitivo de los salarios), por tanto, concluye que esos bienes son menos escasos (como es la situación del hierro, el aluminio, el cobre etc.). Al margen anota que observa cierta contradicción entre la no-preocupación de que el mundo se quede sin lápices, radios y prótesis dentales y, por otro lado, la alarma de que los recursos naturales con que se fabrican aquellos bienes se agoten.
Por otro lado, enfatiza el rol trascendental de los precios en el mercado: manteniendo los demás factores iguales, cuando la demanda aumenta se incrementan los precios, lo cual torna más económica la extracción de recursos en áreas hasta el momento impensadas (como, por ejemplo, la extracción de minerales de baja concentración pero de enormes cantidades en el suelo marino), al tiempo que incentiva la exploración de los antedichos sustitutos.
El autor mantiene que hay dos métodos de calcular reservas de recursos naturales. Uno es el de los ingenieros y el otro es el de los economistas. El de los ingenieros se limita a extrapolar el precio y el ritmo de consumo en relación a las reservas físicas estimadas al momento. El método de los economistas, en cambio, consiste en no considerar la extrapolación de una situación estática sino, como queda expresado, de comprender que cuando se considera más urgente un bien el precio se eleva y por ende las reservas se estiran. Además, señala que si se concluye que los precios futuros se elevarán, los especuladores comprarán en el presente para vender en el futuro con lo que elevan el precio actual y lo deprimen en el futuro suavizando la curva en su conjunto. Por otra parte, Simon escribe que las reservas totales de cualquier recurso no se conocen sencillamente porque no se justifica su cálculo total (solo lo que al momento es factible extraer económicamente): “por qué uno se pondría a contar las piedras totales que hay en Montana si hay suficientes piedras para usar como pisapapeles en el jardín de la propia casa”.
En este sentido, el profesor Simon sugiere adoptar el adagio anglosajón de “put your money where your mouth is”, en otras palabras, el que sostenga que los recursos naturales serán más escasos y por ende el precio se elevará, que compre en el presente y venda en el futuro (si no cuenta con el dinero suficiente siempre puede pedir un préstamo y sacar partida del arbitraje entre la tasa de interés y la tasa de crecimiento en el precio del bien en cuestión). Si no se procede en esa dirección es porque no se cree lo que se dice respecto del aniquilamiento de recursos naturales. No resulta relevante el tiempo en que se estime dicha aniquilación, si se cree que ello ocurrirá siempre está a la mano una operación de futuro (que habitualmente no abarca períodos demasiado largos, precisamente debido a la incertidumbre no a la certeza con que se expresan muchos de los alegados “expertos” lo cual no compensa los riesgos asumido en una compra de futuros).
El autor que estamos considerando también se detiene a explicar el concepto de finitud. Nos recuerda que la idea proviene de las matemáticas, pero allí también el concepto puede verse desde diversos ángulos: un metro es finito en el sentido de que está limitado en su comienzo y en su final, pero también es cierto que entre esos puntos hay una serie infinita de puntos intermedios que no ocupan espacio según la misma construcción matemática. En relación con nuestro tema, Simon vuelve a insistir en que no solo no se sabe la cantidad total en la Tierra o en el universo (el sol es un elemento exógeno y los elementos encontrados en la luna tambíén, sin mencionar los posibles descubrimientos en el espacio) y si se supieran no serían un dato definitivo puesto que no toman en cuenta el reciclaje presente o futuro así como tampoco la tecnología en proceso de desarrollo ya que, como se ha consignado, debe tenerse presente que de lo que se trata no es de empecinarse con específico bien sino con el servicio que presta: “en cada época ha habido una expansión en las fronteras relevantes para el sistema de nuestros recursos. En cada época las viejas ideas sobre los `límites` y los cálculos de los `recursos finitos` en esas fronteras se han refutado”.
Por último, Julian Simon dice que se suele concentrar la alarma en los recursos no renovables y no durables en materia energética (la “madre de los recursos”), pero reitera que no solo los precios incentivan a nuevas exploraciones del recurso existente sino que alientan al descubrimiento de nuevas fuentes alternativas como es del dominio público.
Desde luego que si los precios son intervenidos por los gobiernos el desastre es seguro. La imposición de precios máximos conduce al peor de los mundos: no solo se invita a acelerar el consumo sino que se bloquean los indicadores para futuros reemplazos. Un ejemplo de esta irracionalidad fue durante la administración Carter en EE.UU. que implantó precios máximos a la nafta con lo que hubieron filas en las estaciones de servicio, se estimuló el derroche de energía como fue el uso indiscriminado de aire acondicionado, al tiempo que se paralizó la investigación sobre usos alternativos como la mencionada energía solar, eólica y nuclear. En ese contexto, cual república bananera, Carter se hacía fotografiar en mangas de camisa en la Casa Blanca “para dar ejemplo de ahorro de energía”. Lo mismo va para las tierras fiscales: las talas irracionales de bosques y demás desatinos son consecuencia necesaria de “la tragedia de los comunes” puesto que nadie en su sano juicio repondrá, cuidará o cultivará para que otros saquen partida gratuitamente.
En todo esto no se trata de establecer un sistema perfecto. Constituye una verdad de Perogrullo decir que la perfección no está al alcance de los mortales. De lo que se trata es de minimizar problemas y para ello nada mejor que la sociedad abierta.
En otro orden de cosas, pero dentro del capítulo ecológico, en otras oportunidades he escrito (y seguramente lo volveré a hacer) sobre las patrañas y las controversias planteadas en los temas del calentamiento global, la lluvia ácida, la sobrepoblación y la extinción de especies animales, pero destaco que la enseñanza desde los niños con uniformes verdes cantando inocentemente sobre la necesidad comunitaria de cuidar “nuestro planeta” (siempre el uso de la tercera persona del plural, nunca la primera del singular como corresponde a lo que es propio) hasta las figuras del “subjetivismo plural” y “los derechos difusos”, en nombre de la propiedad conjunta del planeta, contribuyen a destrozar la propiedad privada con lo que se presentan insolubles problemas ecológicos en el contexto de referida “tragedia de los comunes”.
Para finiquitar esta nota periodística, es de interés mencionar el supuesto drama del agua, recurso tan necesario para la supervivencia de los humanos. Como es sabido, los hombres estamos constituidos en un setenta por ciento por agua y nuestro planeta está formado en sus dos terceras partes por agua, si bien es cierto que en su mayoría es salada o, al momento, está bloqueada por los hielos y fabricarla de modo sintético, por ahora, resulta inaccesible.
Fredrik Segerfeldt en su libro Agua a la venta: Cómo la empresa privada y el mercado pueden resolver la crisis mundial del agua explica que hay una precipitación anual —descontada la caída sobre el mar y ríos— de 113.000 kilómetros cúbicos de la que se evaporan 72.000, lo cual deja un neto de 41.000 en tierra firme que, a su vez, significa 19.000 litros por día por persona en nuestro planeta. Por paradójico que parezca, hay lugares en los que la gente no dispone de agua corriente y la que existe está contaminada por lo que perecen millones de personas por año. Este autor señala que eso tiene lugar debido a las intromisiones de los aparatos estatales en lugar de asignar derechos de propiedad para la recolección, purificación y distribución de ese valioso e indispensable elemento. En este sentido, ejemplifica con los casos de Camboya, Ruanda y Haití donde las precipitaciones son varias veces mayores a las de Australia, sin embargo, por las razones apuntadas, en este último país no hay faltante de agua pura. Por esto es que en la contratapa del referido libro subraya el premio Nobel en Economía Vernon L. Smith que “El agua se ha convertido en un bien cuya cantidad y calidad es demasiado importante para dejarla en manos de las autoridades políticas” y, en el mismo lugar, Martin Wolf, editor asociado del Financial Times, de modo coincidente, escribe que “el agua es demasiado importante para que no esté sujeta a las fuerzas del mercado”.
Este artículo fue publicado originalmente en Diario de América (EE.UU.) el 26 de agosto de 2010.