Los liberales y el dogmatismo

Hana Fischer dice que al momento de reducir el tamaño del estado, el gobierno de Lacalle Pou debe distinguir lo superfluo de aquellas entidades que estatales que si podrían contribuir al desarrollo del país.

Por Hana Fischer

El liberalismo es una corriente de opinión cuya esencia es la defensa de las libertades individuales. Su piedra angular es la autonomía espiritual. En consecuencia, no admite el pensamiento único, ni tiene un “libro sagrado” ni un “sumo pontífice”, como por ejemplo sí lo tiene el comunismo moderno con Karl Marx. De ahí deriva que en su seno convivan múltiples convicciones porque el espíritu crítico es –o debería ser– la base de las afirmaciones que defienden sus diferentes integrantes.

No es un dogma de fe sino una doctrina que evoluciona a medida que van variando las circunstancias. Hay una tendencia, muy humana por cierto, que nos inclina hacia la generalización. Es decir, una vez que descubrimos una verdad con respecto a algo en particular, tendemos a englobar en ella a todo aquello que se encuentran en una situación análoga. Nosotros la denominamos “tendencia a lo absoluto”. Un liberal debería tenerlo muy presente y luchar permanentemente contra ella. ¿Por qué? Porque es una de las fuentes más importantes que conducen al error y a cometer graves injusticias.

El liberalismo es –o debería ser– lo opuesto al dogmatismo. Su norte es comprender la compleja realidad con el fin de incentivar aquellas tendencias positivas que residen en el seno de las personas y las sociedades. No procura crear un “hombre ni un mundo nuevo”. Por el contrario, se esfuerza por acompasar los cambiantes escenarios para tratar de preservar lo que está bien en una comunidad y modificar lo que está mal. Discernimiento que no siempre es fácil.

En función de lo anteriormente dicho, cuando gobiernan los liberales no pretenden “refundar” al país. Además, como diría José Ortega y Gasset, “nobleza obliga” a reconocer las cosas buenas que hicieron gobiernos anteriores, aunque hayan sido de un signo opuesto. Ese rasgo es –o debería ser– lo que los distingue de otras modalidades políticas.

En Uruguay, durante quince años gobernó la izquierda agrupada en el Frente Amplio. Durante dicho lapso, hicieron muchas cosas cuestionables. Entre ellas, haber llenado al Estado de funcionarios públicos innecesarios y malgastado los dineros públicos extraídos a los contribuyentes. La consecuencia fue que legaron al nuevo gobierno encabezado por el liberal Luis Lacalle Pou un déficit fiscal de 5% y una abultada deuda pública.

Por consiguiente, la tarea primordial de Lacalle Pou era bajar el déficit fiscal, ordenar la administración estatal y enderezar las políticas públicas con el fin de encauzar al país hacia un desarrollo sostenido.

Por otra parte, Lacalle Pou es un presidente joven y moderno, que tiene claro que el mundo dejó atrás a la “segunda revolución industrial”, a la economía “fordista”, y que la “carrera” en estos tiempos se desarrolla en “la pista” del conocimiento y la información. En esa competencia, la “medalla de oro” la ganarán aquellos países que mejor se desenvuelvan en el universo digital. Él es consciente de ello, por algo eligió como ícono que lo identifica al signo “me gusta”.

Hacía unos pocos días que la nueva administración había asumido, cuando le “cayó” arriba de las espaldas el “regalo” del coronavirus. No solo el gobierno sino también la sociedad ha debido amoldarse a ese inusual contexto, con cuarentena voluntaria incluida. La experiencia –por lo menos hasta ahora– ha sido exitosa y el Uruguay es uno de los países que mejor se ha desenvuelto en dicha situación. Pero eso fue posible debido a dos factores primordiales: el liderazgo de Lacalle Pou y a una serie de fortalezas con que la nación contaba, algunas de las cuales fueron desarrolladas por el Frente Amplio.

Lo que está pasando es una muestra de la complejidad de las realidades y de que no se puede ser dogmático; mucho menos, al encarar asuntos de gobierno que atañen al futuro de la nación.

Por ejemplo, lo relacionado con Antel, la empresa estatal de telecomunicaciones. Hay mucha bronca con la construcción del Antel Arena, un estadio multifuncional que llevará más de 100 años pagar. Fue construido por capricho del Frente Amplio con fines promocionales. Una “pirámide” personal de los gobernantes izquierdistas de aquel entonces.

Pero gracias a Antel, en gran medida la gente pudo seguir relacionándose, trabajando y estudiando debido a la gran expansión de Internet, incluso en las zonas necesitadas. Desarrolló el proyecto “Fibra óptica” mediante una densa red que democratizó el acceso a internet, dado que el 80 % de los hogares está conectado a la web mundial: el 49 % dispone de conexión por fibra óptica, lo que ubica a Uruguay entre los primeros 10 países con más hogares conectados con este sistema; en las empresas, la cifra equivale al 100%. El resultado ha sido que Uruguay lidera en América Latina con la mayor penetración y mejor velocidad máxima promedio de acceso a Internet. A nivel mundial, se ubica alrededor del séptimo lugar.

Otras muestras de la realidad compleja mencionada: el Estado uruguayo está lleno de organismos que no benefician para nada a los habitantes sino únicamente a sus funcionarios y cuyo único fundamento es el clientelismo. Por ejemplo AFE (ferroviaria estatal que carece de trenes desde hace décadas), Alur (para plantar azúcar en un país en el cual ese cultivo no se da), la deficitaria producción de portland y otra larga lista más. En esas empresas se han despilfarrado paladas de recursos públicos.

Pero por el otro lado tenemos a Agesic (Agencia de Gobierno Electrónico y Sociedad de la Información y del Conocimiento), un organismo al servicio de los ciudadanos. Ha digitalizado muchos de los trámites burocráticos, lo que evita la pérdida de tiempo de tener que concurrir a las oficinas públicas. Asimismo, se encarga de la cyberseguridad de la nación, rubro cuya relevancia se percibe con mayor nitidez en momentos como los que se están viviendo con esta pandemia. Se sabe que las catástrofes y los accidentes se producen sin previo aviso; por eso, más vale estar bien pertrechados ante esas contingencias.

Agesic es un organismo que proyecta al país hacia el futuro y que corre en las “grandes ligas” con muy buenos resultados. La prueba es que está a la vanguardia como referente regional y mundial en gobierno digital y desarrollo digital. Como si eso fuera poco, integra el D9, organismo formado por los países que lideran a nivel mundial el avance digital, un selecto grupo compuesto por Corea del Sur, Estonia, Israel, Nueva Zelanda, Reino Unido, Canadá, México, Portugal y Uruguay.

Los miembros del D9 asumen el compromiso de ayudarse mutuamente a ser cada vez mejores gobiernos digitales, más ágiles y eficientes, a través del intercambio y el aprendizaje conjunto. Sus principios orientadores apuntan al “desarrollo de la conectividad, la ciudadanía digital, la programación desde la niñez, el gobierno abierto, los estándares y códigos abiertos y el gobierno centrado en las personas”.

Estos principios encuadran dentro de lo que los liberales aspiran para sus naciones. Además, apuntan al mundo moderno, al de las industrias sin chimeneas que contaminen el medio ambiente.

Por tanto, las autoridades deberían hilar muy fino para ser capaces de distinguir el trigo de la paja y no ser presa de dogmatismos. Está bien que cuiden los dineros públicos y bajen el gasto estatal. Pero deberían tener cuidado de no cortar grueso. No sea que movidos por buenas intenciones –como obviamente tienen– amputen las mejores herramientas con que cuenta el Estado para lanzar al Uruguay y sus habitantes hacia el desarrollo sostenido.

Este artículo fue publicado originalmente en el Panam Post (EE.UU.) el 7 de junio de 2020.