Los estadounidenses siempre han politizado la salud pública
Chelsea Follett recuerda cómo se politizó la política frente a la epidemia de la fiebre amarilla en 1793, pocos años después de la Revolución Americana.
Por Chelsea Follett
Ha surgido una enfermedad letal. No hay tratamiento conocido. La opinión pública está dividida en cómo afrontar el brote. Esas palabras podrían aplicarse a la pandemia del COVID-19. De hecho, también se aplican al brote de fiebre amarilla que se extendió por toda la capital de los EE.UU. poco después de la Revolución Americana. El episodio de 1793 nos muestra que la respuesta médica a una crisis se politiza fácilmente.
La fiebre amarilla es una enfermedad viral que se transmite por los mosquitos. A menudo causa ictericia o piel amarillenta (de ahí su nombre), vómitos, sangrado y muerte. A fines del verano de 1793, refugiados de una epidemia de fiebre amarilla en el caribe huyeron a Filadelfia, que en ese entonces era la capital de la joven nación, los Estados Unidos. Desafortunadamente, sus barcos transportaban mosquitos aedes aegypti —los vectores del virus de la fiebre amarilla.
En cuestión de meses, 11.000 personas o 20% de la población de Filadelfia contrajo el virus. De esa cifra, aproximadamente 5.000 personas o 45% murieron. Esto era aproximadamente 10% de la población total de Filadelfia.
A modo de comparación, la Organización Mundial de la Salud ha estimado que la tasa de mortalidad del COVID-19 es de 3,4% y un estudio de la revista británica The Lancet sugirió que la tasa de mortalidad ha de ser 3%. Otras estimaciones afirman que la tasa de mortalidad es mucho más baja. Si bien, los expertos aún no están seguros sobre la verdadera tasa de mortalidad de la pandemia, ninguna investigación sugiere que esta está siquiera remotamente cerca de lo que sufrió Filadelfia en 1793.
La epidemia de la fiebre amarilla en Filadelfia causó pánico en la capital e incitó que 19.000 personas, incluido el presidente George Washington y otros funcionarios del gobierno, abandonaran la ciudad y buscaran refugio en el campo.
El Dr. Benjamin Rush, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia, eligió permanecer en la ciudad y atendió incansablemente a los enfermos. Incluso, se dice que a veces visitaba hasta cien pacientes en un solo día.
Lamentablemente, la medicina todavía era primitiva y muchos de los tratamientos del Dr. Rush eran contraproducentes. Estos incluían el desangramiento o la prescripción de calomel (es decir, el tóxico cloruro de mercurio). Rush creía que sus métodos le salvaron la vida de la enfermedad. Sin embargo, para la mayoría de los pacientes, las intervenciones de Rush causaron más daño que bien.
Otro padre fundador que eligió permanecer en Filadelfia, fue el entonces Secretario del Tesoro, Alexander Hamilton. Hamilton y su esposa sobrevivieron la enfermedad y él atribuyó su recuperación a tratamientos comparativamente leves, incluida la corteza del árbol de cinchona, rica en quinina. Ahora se sabe que la quinina, un estimulante y tratamiento contra la malaria, no destruye el virus de la fiebre amarilla. Pero puede haber actuado como un placebo.
La cuestión del tratamiento de la fiebre amarilla rápidamente se politizó. Rush era un miembro del Partido Demócrata-Republicano, mientras que Hamilton era del Partido Federalista. Si uno favorecía el mercurio y el desangramiento o los tratamientos leves, como la corteza de cinchona, esto se convirtió en un problema partidista.
Los tratamientos acerca de los cuales leían los residentes de Filadelfia dependían de su medio de comunicación preferido. El periódico Gazette of the United States, que simpatizaba con la causa federalista, exclusivamente imprimía las recomendaciones médicas del médico preferido de Hamilton. El aparentemente imparcial Federal Gazette publicó abrumadoramente el consejo de Rush y omitió puntos de vista conflictivos.
La causa de la enfermedad también era un asunto partidista. Los Demócratas-Republicanos creían que la enfermedad era de origen local, y los federalistas culpaban a los refugiados recientes y sus barcos. “Más de un tercio de los líderes políticos nacionales y locales más destacados en Filadelfia tomaron una posición pública sobre la causa de la epidemia”, según el historiador de la Universidad de Michigan, Martin Pernick. “Con pocas excepciones, los [Demócratas-]Republicanos respaldaron una fuente interna de la fiebre, mientras que los Federalistas culparon en gran medida a la importación”.
En ese clima de extrema politización hubo pocos avances para encontrar un tratamiento efectivo. Al final, el brote de la fiebre amarilla fue derrotada por la suerte: un invierno frío acabó con los mosquitos portadores de la enfermedad y puso fin a la epidemia. Con los años, a medida que los barcos traían más mosquitos del extranjero, otros brotes de fiebre amarilla estallaron ocasionalmente en las ciudades costeras de EE.UU. Una vacuna no entraría en uso hasta 1938.
A medida que el país combate la pandemia actual, deberíamos abstenernos de politizar el tema y evaluar los tratamientos disponibles basándonos únicamente en la evidencia científica. Desafortunadamente, las discusiones sobre la salud a menudo son impulsadas por la lealtad al partido en vez de la evidencia científica. Las encuestas muestran que las opiniones sobre la gravedad de la pandemia se han dividido en torno a las líneas partidistas.
Al principio, el presidente Donald Trump desestimó la amenaza que presentaba el COVID-19 y los Republicanos continúan considerablemente menos preocupados por el virus que los Demócratas. Hoy en día, son los demócratas quienes obstaculizan la reapertura más rápida de la economía impulsada por los republicanos. Por supuesto, la verdadera tasa de mortalidad del nuevo coronavirus aún se está estudiando y, con suerte, las presiones políticas no obstaculizaran la búsqueda de la verdad objetiva, sea la que sea.
Los tratamientos para el COVID-19 también se han convertido en una cuestión política. Remdesivir, una droga que combate el ébola y la hidroxicloroquina, un medicamento contra la malaria, están siendo estudiados como posibles tratamientos para el COVID-19. En ambos casos, tenemos algunas ideas iniciales sobre su efectividad, pero se necesitan más pruebas para evaluar su eficacia contra el COVID-19. No obstante, la lucha partidista en torno a la hidroxicloroquina ha retrasado el proceso de determinación sobre la efectividad del medicamento. Esperemos que las presiones políticas no obstaculicen una mayor investigación del Remdesivir.
Como otro ejemplo de la politización, considere el uso de la luz ultravioleta contra el virus. El método implica transmitir luz ultravioleta de manera intermitente a través de un catéter endotraqueal, y se está explorando como un tratamiento potencial para el coronavirus y otras infecciones respiratorias. Después del aparente respaldo de la técnica por parte del presidente Trump, ha habido una reacción considerable en contra de las terapias de luz ultravioleta. Bajo la presión de activistas políticos, YouTube y Vimeo eliminaron videos sobre el tratamiento experimental, que está siendo estudiando en el Centro Médico Cedars-Sinai en Los Ángeles. Del mismo modo, Twitter suspendió la cuenta de la empresa de biotecnología detrás de la nueva terapia.
Las investigaciones aún están en fases iniciales y no deben descartarse por motivos partidistas –sea cual sea la opinión del presidente sobre el tema.
No debemos permitir que la política determine lo que creemos sobre el virus o la mejor respuesta médica, en su lugar, debemos revisar la evidencia disponible con una mente abierta. Respaldar u oponerse impulsivamente a un tratamiento médico particular por una inclinación política no tiene sentido.
La nueva pandemia del coronavirus puede parecer algo sin precedentes, pero, con certeza la humanidad ha enfrentado los horrores de las plagas y epidemias a lo largo de la historia. A medida que la humanidad enfrenta los graves problemas que presenta la pandemia actual, debemos aprender las lecciones del pasado y reconocer que vencer el COVID-19 requerirá tener la cabeza clara y depender de la razón y los datos.
Este artículo fue publicado originalmente en The American Conservative (EE.UU.) el 20 de mayo de 2020.