Los chilenos votan a favor de apartarse del precipicio socialista

Daniel Raisbeck dice que se vienen años, tal vez décadas, en que la izquierda chilena discutirá quién tiene la culpa de haber echado a perder una oportunidad única en la vida de deshacerse del proyecto "neoliberal" y productor de la prosperidad de Chile.

Por Daniel Raisbeck

En agosto de 2022, escribí acerca de cómo un pequeño grupo de mojigatos y sofómanos descontentos había tomado el control del Estado chileno de manera sorprendente. El presidente Gabriel Boric, que fue elegido para el cargo más alto de su país en 2021 a la edad de 35 años, había reunido a un equipo de antiguos activistas estudiantiles. Desde principios de la década de 2010, su principal contribución a la sociedad chilena había consistido en encabezar numerosas protestas contra el soi disant modelo "neoliberal" del país. Primero fue contra la elección de escuela y el lucro en el sector educativo. Luego fue contra el sistema privado de pensiones. Finalmente, en 2019, las leves subidas de tarifas del metro de Santiago provocaron algunos de los disturbios más violentos de la historia reciente de América Latina, eufemísticamente etiquetados como "estallido social" en los medios de comunicación.

Con 80 estaciones de metro parcial o totalmente destruidas, docenas de cabinas de peaje incineradas e incluso iglesias incendiadas, el entonces presidente Sebastián Piñera, nominalmente de centro-derecha, capituló. Se reunió con parlamentarios de izquierda, Boric entre ellos, y acordó celebrar un referéndum sobre la convocatoria de una nueva asamblea constituyente. Cuando se celebró la votación en octubre de 2020, la opción de deshacerse de la actual Constitución de Chile ganó con un abrumador 78% de los votos.

En ese momento, pareció que los chilenos habían cometido innecesariamente un absurdo acto de autolesión. Después de todo, la Constitución se ratificó originalmente en 1980, bajo el régimen de Pinochet, pero se modificó en numerosas ocasiones desde entonces, la más profunda bajo la administración socialdemócrata del ex presidente Ricardo Lagos (2000 a 2006). El respeto inequívoco de la Constitución por los derechos de propiedad y las libertades económicas básicas –algo excepcional en América Latina– ayuda a explicar el extraordinario rendimiento de la economía chilena durante la mayor parte de cuatro décadas.

En 2019, el Fondo Monetario Internacional calculó que Chile iba camino de alcanzar niveles de PIB per cápita a paridad de poder adquisitivo que igualarían a los de Portugal y Grecia. Aproximarse a los estándares de riqueza del sur de Europa era todo un logro teniendo en cuenta que, entre 1950 y 1970, la economía chilena era "la más pobre entre los países grandes y medianos de América Latina", según un estudio por países de la Biblioteca del Congreso.

Mientras que la actual Constitución marcó el comienzo de una extraordinaria racha de éxitos económicos, la propuesta de sustituirla iba a provocar casi con toda seguridad lo contrario. En mayo de 2021, los partidos de izquierda ganaron las elecciones para elegir una asamblea constituyente. Procedieron a redactar una nueva constitución que The Economist describió como "una lista de deseos de la izquierda fiscalmente irresponsable". Con sus 54.000 palabras, era una somnífera y larguísima mezcla de estatismo a la vieja usanza y el tipo de ingeniería social tan en boga entre los progresistas del primer mundo.

Como escribí en su momento, el borrador pretendía prohibir la "precariedad laboral", ampliar los programas de asistencia social, imponer la paridad de género en todas las instituciones públicas y crear derechos "sociales" que ampliarían el papel del Estado en la atención sanitaria, la educación y la vivienda. El documento habría permitido la confiscación de bienes y activos por decreto legislativo sin compensación para los legítimos propietarios. Pretendía limitar la industria minera, eliminar la elección de escuelas y disolver el Senado, facilitando al poder ejecutivo eludir a la oposición y promulgar su programa. Desgraciadamente, todo esto resultó ser demasiado para la mayoría de los chilenos.

El pasado mes de septiembre, el 62% de los votantes rechazó el proyecto constitucional en un plebiscito nacional. Fue un duro golpe político para el Presidente Boric, que había ganado las elecciones presidenciales de 2021 como cabeza de una coalición formada específicamente para introducir una nueva Constitución de izquierdas. La derrota de Boric en el plebiscito le obligó a alejar a su gobierno de la extrema izquierda y a negociar con otros partidos políticos. Según el nuevo acuerdo, habría una nueva convención constitucional, a la que los partidos con escaños en el Senado podrían designar expertos jurídicos. Esta comisión de expertos propuso un marco de 12 normas básicas que, según sugirieron, no deberían incumplirse en el proceso de redacción. Además, el 7 de mayo de 2023 se celebrarían nuevas elecciones para elegir un Consejo Constitucional encargado de redactar otra Constitución.

Celebradas el pasado domingo, los resultados de las elecciones supusieron una convulsión política. El Partido Republicano, liderado por José Antonio Kast, un conservador favorable al libre mercado que perdió frente a Boric en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2021, quedó en primer lugar entre todos los partidos con un impresionante 35% de los votos. Con sus potenciales aliados, los republicanos podrán controlar los tres quintos necesarios del Consejo Constitucional para vetar cualquier propuesta que surja. Mejor aún, dice el abogado chileno Ricardo Mena, como la derecha tiene dos tercios del Consejo Constitucional, puede rechazar las propuestas de la Comisión de Expertos, por ejemplo el punto que declara el "Estado social de derecho" para Chile.

Se trata de un punto crucial, ya que el "Estado social de derecho" es un peligroso giro positivista del Estado de derecho propiamente dicho. En otros países, ha allanado el camino para un gasto público desmesurado y una absoluta imprudencia fiscal. Como señala el escritor chileno Axel Kaiser, Hugo Chávez aplicó el "Estado democrático y social de derecho" a su Constitución de 1999 de Venezuela, un país antes rico en términos relativos que, gracias al chavismo, se convirtió en el más pobre de América Latina. En Colombia, donde la constitución de 1991 también estipula el Estado social de derecho, el gasto de alto nivel necesario para mantener un modelo "socialdemócrata" ha conducido a déficits fiscales crónicos, constantes subidas de impuestos y una dependencia excesiva de los ingresos del petróleo para cubrir el gasto corriente. Es decir, cuando los derechos sociales no tienen en cuenta la capacidad real de los contribuyentes para pagar los servicios prometidos, no hay derechos en absoluto. Sólo hay explotación.

En un tono más divertido, el Sr. Mena comenta que el nuevo Consejo Constitucional de Chile podría, en teoría, presentar un borrador más liberal en lo económico y más conservador en lo social que la Constitución de 1980. En ese caso, la monumental lucha de la izquierda dura por deshacerse de la actual constitución moderada de Chile se volvería espectacularmente contraproducente. Sin embargo, los republicanos tienen que considerar que el nuevo borrador que supervisarán todavía tiene que ser aprobado en un plebiscito. Esto podría motivarles a proceder con cierta moderación. Del mismo modo, dado que Kast tiene la vista puesta en la presidencia, es probable que busque construir una coalición pragmática que pueda llevarle a la meta en 2025.

A menudo tildado de "extrema derecha" en los medios de comunicación chilenos e internacionales, Kast es un conservador social partidario de las políticas de libre mercado. Como señaló el economista chileno José Luis Daza, los republicanos de Kast se limitaron a tratar temas básicos que los demócrata-cristianos tradicionales habían considerado demasiado controvertidos para siquiera mencionarlos: la ley y el orden, el control de las fronteras, el apoyo a la gendarmería popular (que los aliados de Boric intentaron eliminar) y la economía de mercado, así como la defensa de los venerados símbolos nacionales que la extrema izquierda vilipendiaba continuamente, como la bandera chilena. Al llenar este gran vacío político, los republicanos se convirtieron en el principal partido conservador de Chile. A los ojos de muchos votantes, los democristianos se habían vuelto indistinguibles de los partidos de centro-izquierda, que, a su vez, se habían sometido a Boric y sus aliados extremistas.

Si la extrema izquierda decide rechazar el borrador del Consejo Constitucional controlado por los republicanos –y es probable que lo haga–, la coalición de Boric se encontrará en el cómico dilema de haber pasado años asegurando a los votantes que Chile necesita desesperadamente una nueva constitución, para luego hacer campaña contra la nueva constitución en oferta. Sin embargo, si el bando del "rechazo" gana el próximo plebiscito, dice el Sr. Mena, la Constitución de 1980 seguirá en vigor. Se avecinan años, o quizás décadas, de disputas dentro de la izquierda sobre quién tiene la culpa de haber echado a perder una oportunidad única en la vida de deshacerse del perverso proyecto "neoliberal", pinochetista y productor de prosperidad de Chile.

Dejando a un lado el aspecto cómico, descubrirá que, paradójicamente, todo el revuelo político más reciente sólo puede apaciguar los temores de los muchos chilenos preocupados por lo que podría haber sido el final de la asombrosa historia de éxito de su nación. Tras cuatro años tumultuosos, es hora de que los chilenos dejen atrás el sinsentido constitucional. Deben seguir construyendo el primer país plenamente desarrollado de la historia de América Latina.

Este artículo fue publicado originalmente en Cato At Liberty (Estados Unidos) el 10 de mayo de 2023.