Los bancos centrales y las "burbujas"

Por Lorenzo Bernaldo de Quirós

En muy poco tiempo, Alan Greenspan ha pasado de ser el "Maestro" a convertirse en el responsable de la burbuja bursátil norteamericana y, por ende, de los mercados mundiales de capitales. A velocidad de vértigo se ha transmutado de ser el oráculo de Delos a transformarse en un anciano más o menos irresponsable. Su pasividad ante la espectacular carrera alcista de las bolsas durante la década pasada sería uno de los determinantes de la actual inestabilidad financiera, de la volatilidad del valor de los activos y de las dificultades de la economía norteamericana para iniciar su recuperación. Desde esta óptica, la actuación de los bancos centrales debe tener en cuenta no sólo la inflación medida por los índices de precios al consumo, sino también la evolución del precio de otros activos como el precio de las acciones y el de los inmuebles. Si la autoridad monetaria logra pinchar una burbuja en sus fases iniciales, es posible evitar los dolorosos efectos sobre la actividad de su posterior e inevitable desinflamiento.

En principio, esa posición no parece rechazable ni irracional. Si la inflación se define como la pérdida de poder adquisitivo del dinero, el precio del consumo de mañana importa tanto como el de los bienes y servicios consumidos hoy. En este marco, un aumento del precio de una casa (demanda futura de servicios de vivienda) o de un título cotizado (demanda de un futuro dividendo) deben ser considerados tan inflacionarios como el de los alimentos o el de la energía. En consecuencia han de incluirse en un índice de inflación y ser tenidos en cuenta por los bancos centrales a la hora de diseñar su estrategia. Este enfoque no es nuevo. Ha constituido un punto central en el debate académico y político a lo largo de los últimos años, aunque no existe un consenso sobre la materia, y es posible plantear importantes objeciones a su aceptación.

La capacidad de la política monetaria de estabilizar el precio de los activos es problemática por una serie de razones, una de las cuales y no la menos importante es la casi imposibilidad de saber a ciencia cierta cuando un cambio en el valor de las acciones o de los inmuebles se debe a factores fundamentales, no fundamentales o a los dos. Al centrarse sobre las supuestas presiones inflacionarias o deflacionarias provocadas por esos movimientos, el instituto emisor, cuyo conocimiento real de las fuerzas que desencadenan esos movimientos es escaso, corre el riesgo de desestabilizar la economía si se equivoca y las posibilidades de que esto suceda son altas. La experiencia muestra que los "crashes" bursátiles o inmobiliarios sólo han causado un daño sustancial a la actividad productiva cuando los bancos centrales han inflado para contrarrestar el ajuste natural de esos mercados o con su intervención han reforzado las presiones deflacionarias. La literatura y la evidencia disponible sobre este punto es casi infinita.

Por otra parte, un aumento de los precios de los activos bursátiles y/o inmobiliarios tiene un efecto riqueza con un impacto expansivo sobre el consumo privado y, en consecuencia, sobre la demanda agregada. Si éste resulta excesivo, los agentes económicos considerarán que la inflación futura se incrementará y esa expectativa impulsará la caída del valor de las acciones o de los inmuebles porque los inversores descontarán una subida de los tipos de interés para atajar las tensiones inflacionarias. De esta forma, el mercado de capitales se ajusta sin necesidad de acción preventiva alguna de las autoridades monetarias y esa corrección es menor y menos destructiva que la que se obtiene con una actuación discrecional por parte de los institutos emisores. El problema surge cuando los bancos centrales con una información inferior por definición a la del mercado se empeñan en intervenir y lo que logran es agudizar los ajustes.

En este contexto es posible comprender los errores cometidos por la Reserva Federal. Greenspan dejó siempre claro que reduciría las tasas de interés si una caída de la bolsa amenazaba causar un severo daño a la economía. Así, la FED creó sin premeditación ni alevosía una especie de "riesgo moral" ya que los inversores siguieron comprando acciones con la convicción de que el banco central les rescataría si surgían problemas. Esta ha sido la primera aportación básica del presidente del instituto emisor estadounidense a la creación de una "burbuja" en el mercado de capitales y no sus declaraciones a favor de la nueva economía o su visión optimista sobre el aumento de la productividad. La segunda y más importante ha consistido en la tremenda expansión de la masa monetaria realizada por la Reserva Federal desde 1992, causa eficiente de la "burbuja" financiera y también de la inmobiliaria que es en estos momentos el principal soporte del consumo privado y del crecimiento estadounidense y cuyo inexorable desplome es la mayor amenaza a la que se enfrenta la economía de Estados Unidos en el corto plazo. EE.UU. es un ejemplo de manual de los peligros que entraña el uso, aunque sea involuntario, de la política monetaria para estabilizar el precio de los activos.

La mejor manera de limitar los efectos perniciosos de los disturbios financieros sobre la economía real es la introducción de buenos y transparentes sistemas de gobierno corporativo, una estructura regulatoria que ayude a reducir la exposición al riesgo de los bancos y de las empresas, políticas presupuestarias que den confianza a la gente en los fundamentos económicos y un banco central con un objetivo preciso de inflación. Creer en la existencia de un "Economista-Rey", cuya sabiduría e intuición son el mejor antídoto frente a cualquier situación complicada es un error. La evidencia enseña que elegir esa vía es, como el título de una reciente película, adentrarse en el camino de la perdición.