Los 300 años de Adam Smith

Iván Alonso conmemora el natalicio de Adam Smith, más conocido por la idea de la "mano invisible", cuyo funcionamiento es posible gracias a un concepto suyo que no es tan célebre, el de la libertad natural.

Por Iván Alonso

Hoy, 5 de junio, se cumplen 300 años del nacimiento de Adam Smith, héroe intelectual de esta columna, en Kirkcaldy, Escocia. Smith estudió en la Universidad de Glasgow primero, luego fue al Balliol College en Oxford. Volvió a Glasgow como profesor de Lógica y de Filosofía Moral. Pasó un tiempo en Francia, donde se relacionó con pensadores como Voltaire y d’Alembert y con los economistas fisiócratas Quesnay y Turgot. Allí conoció también a Necker, el ministro de finanzas de Luis XVI.

Su círculo más cercano incluía al doctor Samuel Johnson, lexicógrafo y crítico literario; a Edward Gibbon, historiador del Imperio Romano; a Benjamin Franklin, que fue su asistente de investigación, y, sobre todo, al filósofo David Hume, grande entre los grandes.

La riqueza de las naciones es, por supuesto, la obra más famosa de Smith; la razón por la que se lo considera el padre de la economía. Pero ya era desde mucho antes un autor respetado por su Teoría de los sentimientos morales, donde habla del “espectador imparcial”, la actitud que uno debe adoptar al juzgar su propia conducta, y de la simpatía, el sentimiento que brota naturalmente en una persona por las alegrías y tristezas de otra.

Smith escribió también un conjunto de ensayos filosóficos sobre la historia de la astronomía, de la física antigua y de la lógica y la metafísica; otro sobre los cinco sentidos; y otro más sobre las artes imitativas, como la pintura y la escultura. Se han publicado, además, sus cursos sobre retórica y bellas artes y sobre jurisprudencia y gobierno, donde se esbozan algunas ideas de su obra principal.

De La riqueza de las naciones, lo más conocido probablemente sea la idea de la “mano invisible”, por la que una persona concentrada en buscar su propio bienestar termina, sin proponérselo, contribuyendo al bienestar de los demás; de sus clientes, por ejemplo, a quienes tiene que ofrecerles productos que satisfagan sus gustos y necesidades, a precios que puedan pagar. Pero la idea más importante, aquella que hace posible el milagro de la mano invisible, es la idea de la libertad natural.

El sistema de libertad natural, como lo llama Smith, el “obvio y simple sistema de libertad natural”, es el que deja que cualquier persona entre al mercado a competir con otras, poniendo su trabajo y su capital al servicio del público. Otros sistemas, en los cuales el gobierno trata, mediante incentivos o restricciones especiales, de inducir a la gente a incursionar y permanecer en una actividad o abandonarla, no hacen más que retardar, en lugar de acelerar, el progreso de una nación.

Esos sistemas, que hoy llamamos genéricamente “mercantilistas”, dirigen buena parte del trabajo y del capital hacia aquellas actividades que se tornan atractivas por los favores que dispensa el gobierno, distrayéndolos de otras que crearían más valor para la sociedad en general.

Adam Smith murió en 1790. Ordenó que todos sus papeles y sus obras inconclusas fueran quemados después de su muerte. Está enterrado en el cementerio presbiteriano del Canongate, en la Royal Mile de Edimburgo. El lunes, si usted quiere, puede cantar en silencio “Auld Lang Syne”.

Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 5 de junio de 2023.