Locuras
Isaac Katz dice que hay algo en los líderes latinoamericanos populistas que los lleva a cometer locuras hacia fines de su mandato y señala tres ejemplos mexicanos: Luis Echeverría, José López Portillo y Andrés Manuel López Obrador.
Por Isaac Katz
Hay algo en los dirigentes populistas latinoamericanos que los llevan a cometer locuras a medida que se acerca el final de su mandato. En México tenemos tres claros ejemplos: Luis Echeverría, José López Portillo y Andrés Manuel López Obrador.
En el caso de Echeverría, las política fiscal y monetaria expansivas que instrumentó a partir de 1972 con la intención de impulsar el crecimiento económico fueron perdiendo efectividad a partir de 1975 a medida que la inflación aumentaba y las expectativas de ésta se iban ajustando, en línea con lo que establece la teoría monetaria sobre la neutralidad del dinero en el largo plazo. Lo que sí fue permanente fue el incremento de la tasa de inflación, así como la continua pérdida de reservas internacionales como mecanismos de ajuste ante el exceso monetario generado por la expansión del financiamiento del Banco de México al gobierno en un contexto de tipo de cambio fijo. Este desequilibrio derivó, finalmente, en que el 1º de septiembre de 1976 el banco central se vio obligado a devaluar el tipo de cambio, mismo que había permanecido constante desde abril de 1954.
Esta devaluación, que el presidente anunció durante su último informe de gobierno, fue vista por él mismo como un gran fracaso y un golpe a su prestigio de forma tal que los últimos tres meses de su gobierno prácticamente se aisló. Su último acto populista, la locura de fin de mandato, fue la expropiación el 19 de noviembre de 1976 de las pequeñas propiedades agrarias en el valle del Yaqui en Sonora con lo que mandó a la pobreza a cientos de familias que perdieron su riqueza.
El segundo caso es el último año del gobierno de López Portillo, uno lleno de errores y de locuras. La caída en el precio internacional del petróleo en julio de 1981 significó para la economía un choque real negativo que tenía que haberse enfrentado con un ajuste de las finanzas públicas así como del tipo de cambio. Sin embargo, el presidente decidió cubrir la caída de los ingresos petroleros con 10.000 millones de deuda externa de corto plazo. Como no hubo el ajuste requerido, se generaron fuertes expectativas de devaluación y una pérdida de reservas internacionales. Ante ello, López Portillo afirmó que defendería el tipo de cambio como “un perro”. El ladrido y la mordida canina fueron inefectivas ante el desajuste macroeconómico y en febrero de 1982 el tipo de cambio se depreció.
Lo que siguió fue una serie de errores y locuras. En abril el presidente anunció un aumento salarial de emergencia, el 10-20-30, con lo cual se invalidó el ajuste que había tenido el tipo de cambio real. En agosto, el gobierno anunció la suspensión de pagos sobre su deuda externa, la conversión obligatoria a pesos de depósitos bancarios en dólares a un tipo de cambio de 70 pesos por dólar y de los créditos a uno de 50 pesos por dólar, descapitalizando así a la banca comercial y el establecimiento de un control de cambios con un sistema cambiario dual. La última locura de López Portillo ocurrió el 1º de septiembre cuando, durante su último informe y mientras lloraba pidiéndole perdón a los pobres y acusaba a los banqueros de promover la salida de capitales, anunció la expropiación bancaria. Locura que le costo a México (y a Latinoamérica en su conjunto) perder una década en el proceso de desarrollo económico.
Y, por último, el presidente López quien encaja a la perfección en el prototipo del populista. Llega al último año de su gobierno acostumbrado a ejercer el poder de manera autoritaria y alérgico a la crítica y a cualquier contrapeso, sean estos el Poder Judicial de la Federación o los órganos autónomos del Estado mexicano o inclusive acuerdos internacionales a los cuales se tiene que sujetar, como es el caso del T-MEC. Además de tener una obsesión por el poder, tiene la peregrina idea de ser uno de los más grandes mexicanos que hayan existido, comparándose él mismo con Hidalgo, Morelos, Madero y Cárdenas y de ahí la neura, la fijación de creer ser él el artífice de la última transformación que México vaya a tener. El grave problema es que ésta se ha caracterizado por ser únicamente una de destrucción institucional, habiendo arrasado con organismos y programas mientras que, simultáneamente, le ha dado a las Fuerzas Armadas un mucho poder y, sobre todo, una enorme cantidad de recursos.
En este último año ya ha tomado decisiones que implican altos costos presentes y sobre todo futuros tanto en lo que se refiere a la solidez institucional requerida para lograr el desarrollo del país (como es el caso del nombramiento de Lenia Batres como ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación) o por su negativo efecto sobre las finanzas públicas (como la ocurrencia de una línea aérea militar y los ferrocarriles de pasajeros). La última ocurrencia la mencionó ayer: echar para atrás la reforma al sistema de pensiones que creó las cuentas individualizadas de ahorro para el retiro administradas por las afores sin decir con qué lo sustituiría; una locura total porque le causaría un enorme daño a cada uno de los trabajadores como a las finanzas públicas. Con este tipo de decisiones, más lo que se le vaya ocurriendo en los meses que le quedan de gobierno, éste puede llegar a ser un fin de sexenio calamitoso.
Este artículo fue publicado originalmente en El Economista (México) el 8 de enero de 2024.