Lo individual y lo colectivo
Alberto Benegas Lynch (h) considera que "El individualismo abre paso a notables prodigios en un clima donde se desarrolla al máximo la energía creadora en libertad. En cambio, el colectivismo es la aniquilación del individuo y la glorificación de la masa sin rostro ni personalidad".
Como ha puntualizado Robert Nozick, no hay tal cosa como “el bien social”, no cabe el antropomorfismo de lo social, no es una entidad con vida propia. Es la persona, el individuo, que piensa, siente y actúa. En el extremo, resulta tragicómico cuando se afirma que Inglaterra propuso tal o cual cosa a lo que le contestó África de esta o aquella manera, en lugar de precisar que fue fulano o mengano el que se expresó en un sentido o en otro.
La Escuela Escocesa, especialmente Adam Smith y Adam Ferguson, señalaron que en una sociedad abierta cada persona siguiendo su interés personal satisface los intereses de los demás con lo que crean un sistema de coordinación más complejo de lo que cualquier mente individual puede concebir. En libertad, las relaciones sociales se basan en la necesidad de satisfacer al prójimo como condición para mejorar la propia situación. Esto va desde las relaciones amorosas y la simple conversación a los negocios cotidianos de toda índole y especie.
El interés personal es la característica central de la condición humana, en verdad resulta en una tautología puesto que si no está en interés del sujeto actuante no habría acción posible. Todos las acciones —sean éstas sublimes o ruines— se basan en el interés personal. Está en interés de la madre el cuidado de su prole y está en interés del asaltante que le salga bien el asalto. Está en interés personal (está en sus valores y preferencias) la donación de quien realiza una obra de caridad, y está en interés personal del canalla llevar a cabo la canallada. Los marcos institucionales de una sociedad libre apuntan a minimizar los actos que lesionan derechos, es decir, el fraude y la violencia.
El individualismo suscribe la prelación de las autonomías individuales de las personas, lo cual para nada se traduce en la autarquía sino, muy por el contrario, en la apertura más completa a la cooperación social en el contexto de la división del trabajo. Es el colectivismo el que bloquea y restringe los arreglos contractuales libres y voluntarios entre las partes que deja de lado el hecho que el conocimiento está fraccionado y está disperso entre millones de personas, para en cambio concentrar ignorancia al pretender la regimentación de la vida social.
En los procesos de mercado, es decir, en los procesos en los que la gente contrata sin restricciones (siempre que no se lesionen derechos de terceros), los precios constituyen las señales e indicadores para poder operar. Cuando los aparatos estatales se inmiscuyen en estos delicados mecanismos, inevitablemente se producen desajustes y desórdenes de magnitud diversa. Como se ha destacado reiteradamente, en la medida en que los precios no reflejan en libertad las recíprocas estructuras valorativas, se obstaculiza la evaluación de proyectos y la contabilidad y se oscurece la posibilidad de conocer el aprovechamiento o desaprovechamiento del siempre escaso capital. Esa es la razón técnica del derrumbe del Muro de la Vergüenza en Berlín: la pretensión de eliminar la propiedad privada barre con los precios y, por ende, por ejemplo, no se sabe si es más económico fabricar caminos con oro o con asfalto.
El colectivismo —el ataque a la propiedad privada— conduce a lo que Garret Hardin bautizó ajustadamente como “la tragedia de los comunes”, a saber, lo que es de todos no es de nadie y se termina por destrozar el bien en cuestión. El colectivismo funde a las personas como si se trataran de una producción en serie de piezas amorfas que pueden manipularse como muñecos de plastilina, en cuyo contexto naturalmente el respeto desaparece.
Como queda expresado, el individualismo abre las puertas de par en par para que se lleven a cabo obras en colaboración, ese es el sentido por el que el hombre se inserta en sociedad (la autarquía empobrece y embrutece). No es entonces para que lo dominen sino para cooperar con otros produciendo ventajas recíprocas. El mismo mercado es una obra en colaboración así como lo es el lenguaje y tantas otras manifestaciones de la vida social. En un sentido más directo, George Steiner escribe en Gramáticas de la creación que “La historia del arte nos enseña que en muchas pinturas han trabajado varias manos. Algunas de las piezas consideradas las más características de tal o cual maestro son, en realidad, compartidas. Ayudantes, discípulos, cofrades artesanos del taller o de la comisión ciudadana han proporcionado el contexto, han pintado los personajes o los motivos secundarios y puede que hayan completado totalmente el lienzo […] En música […] conocemos partituras híbridas reunidas por más de un compositor”.
No debe perderse de vista que los múltiples trabajos en colaboración remiten a la consideración y satisfacción del individuo. Por eso, cuando se dice que debe contemplarse el bien común y no la satisfacción individual se está incurriendo en un error conceptual. Como han explicado Michael Novak y Jorge García Venturini, el bien común es el bien que le es común a cada uno, es decir, el bien del conjunto es precisamente la satisfacción legítima de cada cual.
Prácticamente todo es el resultado de obras en colaboración: nuestras ideas son fruto de innumerables influencias de otros pensadores, no hay más que mirar una máquina de afeitar para imaginar los cientos de miles de personas que colaboraron, desde la fabricación del plástico, la combinación del metal, las cartas de crédito, los bancos, los transportes, los departamentos de marketing etc. Solo los megalómanos estiman que sus arrogantes decisiones son consecuencia de su sola voluntad y participación.
El individualismo abre paso a notables prodigios en un clima donde se desarrolla al máximo la energía creadora en libertad. En cambio, el colectivismo es la aniquilación del individuo y la glorificación de la masa sin rostro ni personalidad.
Ya ha reiterado el antes mencionado Nozick en Anarchy, State and Utopia que el hombre es un fin en si mismo y nunca debería utilizárselo como un medio para los fines de otros. Por su parte, Arnold Toynbee en su crítica al colectivismo en Civilization on Trial escribe que “La proposición de que el individuo es una mera parte de un conjunto social puede ser cierta para los insectos, abejas, hormigas y termitas, pero no es verdad en el caso de seres humanos”.
En resumen, individualismo y colectivismo son términos mutuamente excluyentes. Esta última visión está escindida y amputada del prójimo, mientras que la primera, tal como se ha consignado, se traduce en el valor supremo de la dignidad de la persona y abre paso a la estrecha vinculación entre individuos, lo cual resulta en un camino inexorable para la propia prosperidad. Se pretende hacer aparecer como que el colectivismo se basa en la cooperación recíproca pero, como también se ha visto, es su antítesis y significa la aniquilación de la noción de persona y el consiguiente respeto recíproco.
Este artículo fue publicado originalmente en El Diario de América (EE.UU.) el 18 de abril de 2013.