Lava Jato y democracia
Ian Vásquez estima que sacrificar el Estado de Derecho de un país, lejos de fortalecer la democracia, la debilitaría y sentaría un mal precedente para otros países.
Por Ian Vásquez
Las coimas que se hicieron bajo el gobierno peronista de Néstor y Cristina Kirchner representan el caso de corrupción más grande en la historia de Argentina. Entre el 2004 y el 2015, el monto de sobornos pudo haber llegado a por lo menos US$36.000 millones, según Ariel Coremberg de la Universidad de Buenos Aires.
El escándalo es parecido al del Lava Jato brasileño. Ambos casos han sorprendido por involucrar a los más altos niveles de la élite –entre ellos, a ex presidentes– y por ponerlos a rendir cuentas. Las investigaciones policiales han sido posibles por cambios recientes en la ley (como los acuerdos legales que incentivan a los sospechosos a delatar a otros criminales) que han terminado fortaleciendo el Estado de derecho y la democracia.
Pero no todos lo ven así. El ahora encarcelado ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva afirma que el proceso judicial en su contra ha sido nada menos que “un golpe de Estado en cámara lenta diseñado para marginar de forma permanente las fuerzas progresistas de Brasil”. Cristina Kirchner, ahora investigada por la justicia, declara que el proceso “es un instrumento de persecución y proscripción de dirigentes populares” y que “esta instrumentación de la presión del Poder Judicial que se da también en Brasil y Ecuador es regional”.
Esos relatos son de esperar, pero carecen de credibilidad, ya que las investigaciones y procesos judiciales se han hecho siguiendo el debido proceso y la Constitución. Es importante que quede claro ese punto porque la percepción pública afecta la legitimidad de la democracia, especialmente si se trata de líderes políticos importantes. El caso brasileño es más complicado que el argentino, dado que los mismos dirigentes peronistas están abandonando a Kirchner. Lula, el líder político más popular de Brasil, dice que sus derechos han sido violados al ser sometido a una justicia arbitraria y al prohibirle ser candidato presidencial en las elecciones de octubre. Muchos le creen.
Lula tiene cierto apoyo internacional, que va más allá de la extrema izquierda. El intelectual y ex canciller mexicano Jorge Castañeda, por ejemplo, escribió en el New York Times que el caso brasileño “representa un choque fundamental entre la democracia y el Estado de derecho”, que Lula sí ha gozado del debido proceso pero, dada su popularidad, no permitirle candidatearse casi que equivale a privar a millones de ciudadanos de sus derechos. Concluye que “la democracia debería imponerse, por así decirlo, al Estado de derecho”.
¡Qué manera de confundir y vaciar conceptos! Seguir el consejo de Castañeda no solo sería desconocer fallos legales e ignorar la ley que le prohíbe a Lula ser candidato y que el mismo Lula sancionó siendo presidente; sería, además, desconocer los derechos de todos los brasileños cuyos recursos fueron saqueados. En el fondo, el argumento de Castañeda es el argumento de muchos seguidores de Lula: sabemos que cometió delitos, pero no nos importa y somos muchos.
¿Es necesario resaltar que esa fórmula no solo atropella el Estado de derecho, sino que también le resta legitimad a la democracia? Desafortunadamente sí. Seguir el consejo de Castañeda, además, incentivaría la delincuencia en la función pública. Un líder político delincuente promovería más medidas “populares” y demagógicas para protegerse de la ley. Un capo de la mafia o un empresario inescrupuloso podría gastar hartos recursos para entrar en la política y protegerse de igual manera.
La situación política brasileña es distinta a la de Argentina. Pero si se sacrifica el Estado de derecho en un país, también se debilitará la democracia y servirá de mal precedente para otros países.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 28 de agosto de 2018.