Las empresas sí han de maximizar el valor para sus accionistas
Juan Ramón Rallo considera que el manifiesto del Business Roundtable no es más que una nueva excusa de los directivos de dichas empresas para parasitar los ahorros de los accionistas en su propio beneficio.
Por Juan Ramón Rallo
Hace unas semanas, los consejeros delegados de las 200 mayores empresas de EE.UU. agrupadas en torno a la llamada Business Roundtable (entre ellas, Apple, Amazon, American Express, BlackRock, Coca-Cola, Exxon Mobil, Goldman Sachs o Walmart) suscribieron un manifiesto que, a ojos de algunos analistas, puede sentar las bases de un nuevo tipo de capitalismo. En concreto, estos altos directivos proclamaron que el propósito de una empresa no ha de ser el de maximizar a largo plazo el valor que generan para sus accionistas, sino para el conjunto de sus 'stakeholders', esto es, para los accionistas pero también para trabajadores, clientes, proveedores y comunidades. Se trataría, pues, de un capitalismo con rostro humano: uno que no busque únicamente maximizar ganancias monetarias despreocupándose de la suerte del resto de ciudadanos, sino uno que compatibilice la obtención de beneficios con la sostenibilidad social.
La premisa de partida de estos consejeros delegados es, sin embargo, radicalmente incorrecta. Su misión es, y seguirá siendo, la de maximizar el valor que generan para los accionistas pues, a la postre, ellos mismos no son más que los empleados del conjunto de esos accionistas. A largo plazo, despreocuparse de los intereses de los accionistas no es posible, en tanto en cuanto su compañía terminaría descapitalizándose (no recibiría aportaciones externas de nuevo capital, pues ningún socio querría mantenerse dentro de una firma que lo maltratara) o los accionistas se organizarían para tumbar el consejo de administración y nombrar un equipo directivo más afín a sus intereses.
Las organizaciones son lo que son e ignorar su naturaleza solo puede llevarlas a desaparecer o a operar de un modo disfuncional: las empresas son proyectos productivos impulsados por sus dueños (sean estos capitalistas o cooperativistas) en interés de esos dueños. La gran ventaja de la economía de mercado no interferida por los tentáculos estatales es que, afortunadamente, el interés de sus dueños está generalmente vinculado al interés de los consumidores, de modo que aquellos no pueden obviar enteramente a estos. Al perseguir su propio interés personal están, indirectamente, satisfaciendo los intereses personales de otros individuos ajenos a la compañía.
Ahora bien, que la misión inherente de toda empresa sea maximizar el valor a largo plazo para sus accionistas no implica necesariamente que la empresa deba despreocuparse del resto de 'stakeholders': solo significa que deberá preocuparse por ellos en la medida en que sus accionistas también lo hagan. Y es que, a este respecto, la expresión “una compañía ha de maximizar a largo plazo el valor generado para sus accionistas” puede interpretarse en dos sentidos distintos, pese a que solo uno de ellos es correcto:
- Una compañía ha de maximizar a largo plazo sus beneficios monetarios.
- Una compañía ha de maximizar a largo plazo el bienestar de sus accionistas.
La primera de estas dos proposiciones es errónea —o, al menos, crucialmente incompleta— pero, por desgracia, así es como se ha venido entendiendo mayoritariamente la idea de que una empresa ha de maximizar el valor para sus accionistas. Tal interpretación, de hecho, procede de un influyente artículo del Premio Nobel Milton Friedman, publicado en el New York Times en 1970, y donde podía leerse que los consejeros delegados son los empleados de los accionistas y, por tanto, “su responsabilidad consiste en administrar el negocio de acuerdo con los deseos de los accionistas, los cuales generalmente consistirán en ganar tanto dinero como sea posible dentro del respeto a las reglas básicas de una sociedad, tanto aquellas materializadas en la ley como en las costumbres morales”.
Pero no es cierto que los accionistas solo se preocupen por la maximización de sus beneficios monetarios, sino que habitualmente también mostrarán otro tipo de preferencias sociales. Y si es así, entonces sus empresas también deberán ajustarse a ellas para maximizar el valor no monetario de sus accionistas. Por ejemplo, si los accionistas están fuertemente preocupados por el cambio climático, entonces será necesario que la compañía esté dispuesta a sacrificar parte de su rentabilidad a cambio de minimizar sus emisiones de CO2 (aun cuando ello no implique obtener tantas ganancias como alternativamente habrían podido lograr).
Es verdad que nuestra proposición 1 podría compatibilizarse con nuestra proposición 2 instando a que las empresas maximicen sus beneficios monetarios para que, merced a ellos, los accionistas puedan separadamente perseguir el resto de sus preocupaciones sociales. Verbigracia, si un accionista está preocupado por el cambio climático, puede destinar las (maximizadas) ganancias que le proporciona la empresa para financiar campañas de concienciación contra el cambio climático. De hecho, en la medida en que las preferencias de los accionistas sean diversas y heterogéneas, puede resultar mucho más eficiente que las compañías se concentren en maximizar ganancias y ulteriormente cada accionista, o agrupación de accionistas, desarrolle sus propias inquietudes con tales fondos.
Pero, como han recordado recientemente Luigi Zingales y el Premio Nobel Oliver Hart, el modelo de negocio de una empresa puede conllevar externalidades por las que se preocupe el accionista y que no sean propiamente separables de la propia actividad de esa compañía: por ejemplo, financiar campañas contra el cambio climático podría contribuir marginalmente a contrarrestarlo en menor medida que reducir las propias emisiones de CO2. En tales casos, la solución más eficiente para maximizar el bienestar del accionista no será maximizar los beneficios monetarios de la empresa y repartirlos entre accionistas activistas, sino maximizar los beneficios monetarios bajo la restricción de que otros objetivos (como minimizar las emisiones de CO2 o mantener buenas condiciones laborales dentro de las instalaciones de la compañía) se están cumpliendo. Basta con que la junta de accionistas de una compañía vote qué otros fines debería perseguir su empresa, así como el orden de prioridad de los mismos, para modificar la función de objetivos de la compañía (no obstante, hay que mencionar que este método se enfrenta a los típicos problemas de agregación de preferencias individuales a los que ya se enfrenta una democracia). En todo caso, tengamos también presente que parte de esas externalidades ya podría haber sido internalizada por la propia empresa debido a regulaciones estatales (dirigidas a contrarrestar las emisiones de CO2, por ejemplo).
En definitiva, las empresas sí han de preocuparse en esencia por maximizar el valor generado para sus accionistas, pero ese valor no se genera necesariamente solo maximizando beneficios monetarios, sino también alcanzando otras metas que los accionistas puedan considerar tan o más importantes. En la medida en que esas metas no sean fácilmente separables de la actividad de la compañía, esta hará bien en ajustar su búsqueda de beneficios a las mismas. Sin embargo, nada de esto implica que los consejeros delegados deban tomar el control de las empresas y despreciar los intereses de sus últimos propietarios (los accionistas): más allá de los compromisos sociales que decidan adoptar algunos consejeros delegados que a su vez también sean accionistas mayoritarios (como Jeff Bezos en Amazon), el manifiesto del Business Roundtable no es más que la enésima excusa de los equipos directivos para parasitar los ahorros de los accionistas en su propio provecho.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog Laissez Faire de El Confidencial (España) el 18 de septiembre de 2019.