La verdadera crisis de los países mediterráneos
Mónica Mullor dice que "no puede caber duda de la existencia de un grave síndrome mediterráneo. Sus componentes no son coyunturales, sino que hunden sus raíces en el entramado cultural-estructural de los países que lo padecen. . . Lo peor sería, lógicamente, que en vez de reconocer y enfrentar esta problemática, los pueblos mediterráneos optasen por las soluciones mágicas que les proponen los movimientos populistas como Podemos en España".
Por Mónica Mullor
Los rasgos estructurales de la crisis económica de los países del sur de Europa deberían ser una advertencia para Chile.
¿Qué tipo de enfermedad padecen España, Portugal, Italia y Grecia, que los convierte en países tan vulnerables frente a las turbulencias de los mercados internacionales?
Sin duda, existe una serie de elementos coyunturales que en parte explican la situación por la que han pasado estos últimos años, pero más allá del déficit y la fiesta de endeudamiento y despilfarro público, existe una serie de rasgos estructurales que nos permite la búsqueda de una explicación más profunda.
El primer rasgo estructural del síndrome que emparenta a España, Portugal, Italia y Grecia es el alto grado de debilidad y corrupción de sus instituciones. Transparency International define la corrupción como “el abuso del poder encomendado para beneficio personal” y en su índice mide la percepción de los niveles de corrupción en el sector público de un total de 177 países. En el informe 2013 de la referida ONG, Portugal se ubica en el puesto 38°, España 40°, Italia 69° y Grecia 80°, lo que incluso supera largamente los niveles de Uruguay y Chile (19 y 22 puntos respectivamente).
Por su parte, el Informe 2013-14 del Foro Económico Mundial sobre competitividad global gradúa la solidez institucional de los países, ubicando a Portugal en el lugar 46 de 147 países, España está en el puesto 58, Italia en el 102 y Grecia en el 103. Chile ocupa el lugar 28. Esta debilidad institucional se expresa en una gran cantidad de materias, que van desde la malversación de los fondos públicos hasta el despilfarro de recursos públicos: España se ubica en el lugar 113 del índice del Foro Mundial, mientras que Portugal está en el 118, Italia en el 139 y Grecia en el 140. Por su lado, Chile se ubica en un encomiable lugar número 13.
La importancia de estos indicadores es decisiva si tomamos en cuenta el énfasis que hoy unánimemente se pone en la calidad y confiabilidad de las instituciones para la sostenibilidad a largo plazo del desarrollo económico. Se trata, por ello, de un indicador de confiabilidad más robusto aún que los niveles de deuda o déficit, que, a diferencia de la corrupción y la cultura de la que se nutre, son variables modificables en el corto plazo. El daño que ello causa se refleja en los interminables escándalos de corrupción de los países mencionados o en la extensión abismante del fraude fiscal y la economía sumergida. Pero su daño mayor radica en la pérdida de confianza en todo el entramado institucional, lo que explica el espectacular surgimiento de partidos populistas antisistema como Podemos en España, Cinque Stelle en Italia o Syriza en Grecia, que pueden terminar llevando a la ruina total a esos países. A este respecto baste nuevamente citar el informe del Foro Mundial donde Portugal, España, Grecia e Italia se ubican en los lugares 77, 101, 138 y 140 respectivamente en cuanto a la confianza de la gente en los políticos. Para darnos una perspectiva sobre lo que esta ubicación implica digamos que Chile, donde la confianza en los políticos ya es muy baja, está en el lugar 34 de los 147 países estudiados.
La segunda característica estructural común es la baja tasa de ocupación de la población en edad de trabajar (15-64 años), fiel reflejo de una serie de rasgos de fondo que van desde el clásico desdén mediterráneo por el trabajo (recuérdese que el primer atributo histórico de la “gente decente” en España era el no trabajar) a unas estructuras familiares que fomentan el no trabajo tanto de las mujeres casadas como de los jóvenes. Los jóvenes de los países del sur de Europa son los que menos trabajan y los que más tardíamente abandonan el hogar familiar. Entre las mujeres, la tasa de ocupación se ubica entre 20 y 30 puntos porcentuales por debajo de las registradas en los países del norte del continente. A ello hay que sumar los efectos de unos mercados de trabajo anquilosados y fragmentados, en los que coexisten una total indefensión de los trabajadores irregulares y el privilegio del trabajo de por vida de los funcionarios. El resultado de todo esto son unas tasas de empleo en el grupo conformado por las personas de entre 15 y 64 años de 49,3% en Grecia, 55,6% en España, 56,4% en Italia y 60,6% en Portugal (OCDE 2013). Chile comparte este rasgo problemático con una tasa del 62,3%. Si comparamos estos niveles con los países del norte de Europa podemos constatar notables diferencias: Noruega, 75,5%; Suecia, 74,4%: Holanda, 74,3%; Alemania 73,3%; Dinamarca, 72,5%. Además, cabe notar que ningún país desarrollado está por debajo de los niveles españoles e italianos.
Estos datos son decisivos no sólo para explicar los niveles actuales de bienestar de las diferentes naciones, sino para entender la insostenibilidad de los sistemas fiscales de protección social y de pensiones. Ante un desarrollo demográfico adverso (y es mucho más adverso en los países del sur que en los del norte de Europa), cada punto porcentual de la tasa de empleo es decisivo. He aquí una fuente determinante de la falta de credibilidad a largo plazo de las economías mediterráneas.
El tercer rasgo estructural que comparten España, Portugal, Italia y Grecia hace referencia a la baja competitividad, es decir, a la falta de habilidad comparativa de estos países para desarrollar y atraer recursos productivos así como utilizarlos de forma eficiente.
La competitividad precisa de un ambiente institucional y macroeconómico estable, que transmita confianza fomentando el desarrollo de mejores capacidades productivas y empresariales así como la llegada de capitales y tecnología. El informe ya citado del Foro Económico Mundial mide una serie de aspectos determinantes para la prosperidad económica y la competitividad. Pues bien, en el ranking global de competitividad que arroja este informe, España se ubica en el puesto número 35, Portugal en el 51, Italia en el 49 y Grecia en el… 91. Tampoco aquí encontramos más países desarrollados en tan bajos escalones, lo cual hace plenamente patente lo especial de este síndrome mediterráneo. Chile, por su parte, se encuentra en el puesto 34.
Finalmente, como cuarto rasgo estructural hemos de aludir al bajo nivel de innovación y de la educación superior de esos países mediterráneos. La innovación es la capacidad de generar o encontrar ideas nuevas, seleccionarlas, ejecutarlas, combinarlas y comercializarlas con éxito. En otras palabras, hablamos de la capacidad competitiva del capital humano y de las empresas de un país que expresa la eficiencia de su sistema nacional de innovación, lo que a su vez nos habla de la calidad de su sistema educativo (sobre todo del tramo universitario), de sus niveles de inversión en investigación científico-tecnológica, de si premia salarialmente o no al talento y de la solidez de su sistema de patentes y de protección de la propiedad intelectual.
Una forma práctica de medir los resultados alcanzados por un país en este rubro nos la da la estadística de la OCDE, sobre el número de patentes triádicas, es decir, inventos registrados de forma simultánea en Europa, Japón y EE.UU. por nacionales de un país. Para 2013, las cifras de patentes registradas por millón de habitantes de algunos de los países del norte de Europa eran las siguientes: Suecia 74,2; Alemania 60,9; Finlandia 52; Holanda 48,6. En cambio, en España llega apenas a las 3,5 patentes, Portugal a 0,9 y Grecia a 0,7. Sólo Italia salía un poco mejor parada en esta comparación, si bien sus niveles (9,8) no llegan a acercarse a los del primer grupo. En este terreno, Chile (0,5) también muestra grandes debilidades en lo que es una de sus grandes tareas pendientes.
En cuanto a la educación superior, baste con hacer referencia al QS World University Rankings 2014-15. Entre las 150 mejores universidades del mundo no hay ninguna radicada en España, Italia, Portugal y Grecia. Con este antecedente no es difícil entender los ínfimos niveles de innovación que exhiben estos países. Chile tiene una universidad en el puesto 167° (Pontificia Universidad Católica de Chile).
A partir de estas consideraciones, no puede caber duda de la existencia de un grave síndrome mediterráneo. Sus componentes no son coyunturales, sino que hunden sus raíces en el entramado cultural-estructural de los países que lo padecen. Por eso, éstos no tienen ante sí soluciones fáciles ni rápidas a su actual estado de vulnerabilidad. Ahora bien, por serio que sea el síndrome que aqueja a estos países, se podría dar un gran paso para superarlo si estos problemas se reconocieran en toda su amplitud y seriedad. Lo peor sería, lógicamente, que en vez de reconocer y enfrentar esta problemática, los pueblos mediterráneos optasen por las soluciones mágicas que les proponen los movimientos populistas como Podemos en España.
Para un país como Chile, que aspira a convertirse en un país verdaderamente desarrollado, es importante tomar nota de esta problemática del sur de Europa, donde aumentó la riqueza de forma poco sustentable, es decir, sin construir unas bases sólidas que hiciesen posible un desarrollo a largo plazo. Su profunda crisis nos muestra que el desarrollo es mucho más que un cierto nivel de ingreso per cápita que se puede perder tan rápido como se alcanza si no existen las bases institucionales, culturales, educativas y económicas que lo hagan perdurable. En suma, Chile debe cuidar sus fortalezas institucionales y no caer en el descrédito de la política poco seria, pero debe también invertir y hacer reformas estructurales que mejoren sus debilidades referentes al mercado de trabajo, su sistema educativo y la innovación.
Este artículo fue publicado originalmente en El Libero (Chile) el 29 de noviembre de 2014.