La solución de Joe Biden al caos de América Central
Mary Anastasia O'Grady indica que "La intervención estadounidense en Colombia no derrotó la delincuencia organizada. El negocio de la cocaína allí y a lo largo de los Andes aún florece".
El viaje del vicepresidente de EE.UU., Joe Biden, a Guatemala este mes, durante el cual ofreció US$1.000 millones en ayuda como incentivo a los presidentes de tres países de Centroamérica, ha sido opacado por acontecimientos que podrían parecer más urgentes en otros lugares del mundo. Pero el caos en esta región, el puente entre Norte y Sudamérica, está abriendo las puertas a una importante fisura en la seguridad hemisférica. Dejar que Biden y el Departamento de Estado de EE.UU. sean los que respondan, mientras el resto del gobierno no presta mucha atención, es algo arriesgado.
Guatemala, Honduras y El Salvador conforman lo que los expertos en seguridad llaman “el triángulo del norte”. En un ensayo de julio de 2014 en la publicación Military Times, el general John Kelly, que encabeza el Comando Sur de EE.UU., indicó que los tres ocupan los puestos 1, 4 y 5 en el listado de países con las tasas de homicidio más altas del mundo. La razón de esta híper violencia es simple: estas frágiles democracias luchan contra una amenaza existencial proveniente de la delincuencia organizada.
Las olas de refugiados, como la que llegó a la frontera de EE.UU. a mediados del año pasado proveniente del triángulo del norte, son uno de los resultados de la acción de las poderosas mafias que bruman a las fuerzas del orden locales. Los migrantes centroamericanos que desean trabajar y buscan una mejor vida no son una amenaza para la seguridad de EE.UU. El peligro real viene de los grupos delictivos, incluyendo aquellos con una agenda política, que desean usar esta región sin ley como un refugio mientras planean y preparan ataques contra EE.UU.
Los tres países han lanzado la “Alianza para la Prosperidad”, en la que prometen incrementar la inversión y el comercio, fortalecer las instituciones y fortificar la seguridad. El 4 de marzo, en su intervención ante el pleno de la reunión de la Alianza para la Prosperidad en Guatemala, Biden indicó que los países se habían acercado a EE.UU. para solicitarle una sociedad similar al Plan Colombia, una iniciativa de seguridad de US$9.000 millones, pero a un costo menor.
El vicepresidente de EE.UU. les dijo a los presidentes de Guatemala, Otto Pérez Molina ; Honduras, Juan Orlando Hernández, y El Salvador, Salvador Sánchez Cerén, que si “estaban listos para tomar posesión” del plan tanto él como EE.UU. predecían “que la comunidad internacional estará lista para hacer inversiones significativamente mayores para ayudarles a resolver cada uno de los problemas que enfrentan”. El gobierno Obama incluyó US$1.000 millones en el presupuesto de 2016 para esta causa.
Así de fácil. Escriba un plan, gire un cheque, sí, se puede.
Biden reconoció que la ayuda internacional a menudo fracasa. El vicepresidente señaló que algunas personas en Washington le han preguntado por qué esta vez será diferente. La respuesta aparentemente es que esta vez todos los involucrados realmente son sinceros cuando dicen que las reformas están en camino.
Para estar seguros de que el mandato es claro, Biden ofreció una cátedra humillante sobre política económica que correspondería más a estudiantes de décimo grado que a presidentes. Sin una gota de ironía, el demócrata defendió el libre comercio. La gente necesita empleos, la inversión es importante, los países deberían poner fin a la corrupción y (por supuesto) recaudar más impuestos. Los presidentes le siguieron el juego, asintiendo con la cabeza como si estuvieran aprendiendo algo nuevo a los pies de un gurú.
Biden advirtió que recibir dinero depende del buen comportamiento. Pero no hay por qué preocuparse. Cuando se trata de reformas, estos presidentes con delirios de grandeza ya se encuentran por encima del promedio, incluyendo al de El Salvador. No se sabe si Biden tiene claro o le importa que en la última década, el partido de gobierno salvadoreño, el FMLN, ha ahuyentado cientos de millones de dólares en inversiones mineras y geotérmicas del país, incautando activos y acosando a inversionistas y opositores políticos.
El vicepresidente de EE.UU. usó a Colombia como modelo. Pero no mencionó que ese país aún tiene la décima tasa de asesinatos del mundo, según el “Estudio Global sobre Homicidio” de 2013 realizado por la oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. Tampoco señaló lo que informé en esta columna el 23 de febrero: que el sistema judicial colombiano ahora permite las declaraciones repetidas de testigos falsos, incluso después de demostrarse que mienten.
La intervención estadounidense en Colombia no derrotó la delincuencia organizada. El negocio de la cocaína allí y a lo largo de los Andes aún florece.
Lo cual nos lleva al elefante en la habitación. En su discurso, Biden nunca mencionó el voraz apetito de los estadounidenses por las drogas ilegales, que es el factor más importante en la ruptura del orden en la región.
Como escribió el general Kelly “las ganancias obtenidas por el tráfico ilícito de drogas han corrompido o destruido instituciones públicas en esos países y facilitado una cultura de impunidad, sin importar el delito, que deslegitimiza al Estado y erosiona su soberanía, sin mencionar lo que hace a los derechos humanos”. Lamentablemente, el vicepresidente no asumió “responsabilidad” por ese hecho.
EE.UU. está cometiendo el mismo error que siempre comete en la región: tratar a nuestros vecinos como niños. Tarde que temprano, el hecho de no pensar seriamente sobre este problema se traducirá incluso en más violencia en casa.
Este artículo fue publicado originalmente en The Wall Street Journal (EE.UU.) el 15 de marzo de 2015.