La peste entre nosotros
Luis Alfonso Herrera Orellana reseña una de las obras más destacadas del filósofo Albert Camus, La peste.
Hace ya 70 años que fue publicada La peste, obra que muchos consideran la novela más importante de Albert Camus (1913-1960), premio Nobel de Literatura 1957 y distinguido defensor de la libertad individual y la dignidad humana frente a las dos formas más brutales de regímenes totalitarios, como lo fueron el nacional-socialismo y el comunismo soviético.
Es mucho lo que sobre esta obra de la literatura universal se ha escrito, siendo diversas las interpretaciones dadas a la historia en ella narrada, aunque siempre coincidentes, en general, en considerar que con ella Camus se afirmó como un pensador “existencialista”, esto es, como autor identificado con una filosofía que niega la existencia de valores universales, rechaza la creencia en un sentido superior de la vida y adopta la convicción de que al reflexionar sobre las dificultades de la existencia humana, que es la única a la que se da importancia, se llega sin remedio a la idea del absurdo que subyace a la violencia, la muerte, el odio y la guerra, entre otras causas del sufrimiento de las personas.
Ante esta posición tradicional, sin embargo, cabe disentir con buenos argumentos, y más bien prestar atención a otras lecturas que se han hecho de la obra de Camus, como la ofrecida por Aníbal Romero en Camus: la historia, el absurdo y la moral, en los que sin dejar de reconocer que el autor empleó el discurso filosófico y el lenguaje narrativo propio de su tiempo, se deja constancia de que lo hizo para trascenderlos, para desde ellos ratificar su absoluta convicción en la capacidad, dignidad y libertad de todo ser humano para, siendo o no creyente en un ser superior, rebelarse ante el absurdo al que una existencia sin sentido conduce, esto es, una existencia en la que no se formulen preguntas, no se asuman compromisos y no se luche por hacer de la vida en sociedad una experiencia más justa y provechosa para todos, en especial contra las plagas, las pestes, que la llevan a la servidumbre, el sufrimiento y la opresión.
No es este, claro esté, el espacio para exponer y contrastar las dos visiones que existen de la obra del argelino-francés, en las cuales se lo presenta al público como el típico existencialista o como el irreverente librepensador que criticó la imposición de dogmas y absolutos en la política de su tiempo, a pesar de ser esa opción “políticamente incorrecta”, al no estar alineada con los referentes intelectuales e ideológicos de su época, como lo eran Jean Paul Sartre y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
La idea es, más bien, insistir en cómo Camus logró en esta novela retratar al mismo tiempo, de un lado, la forma sorprendente en que poco a poco se puede instalar en cualquier sociedad un ambiente de destrucción física y moral, debido a la indiferencia e incapacidad de resistir el mal de las gentes, y de otro, cómo en semejantes contextos adversos siempre surgen manifestaciones de simpatía, amor y sentido de la justicia en los seres humanos, ratificando su creencia en que “hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. ¿Cómo pudo el autor, en una obra tan asfixiante por momentos como es La peste, y en medio de todas las tragedias que le tocó soportar durante la Segunda Guerra Mundial y la expansión del comunismo, lograr semejante síntesis? Sin duda, gracias a su posición ética de hombre rebelde ante la indiferencia política, la injusticia y la mediocridad en sus diversas formas, de individuo libre que, a través de la palabra y el compromiso público, de la razón y la pasión, fue fiel a sus convicciones y no a las ideologías dominantes.
En la historia de la novela, esa destrucción de la vida llegará bajo la forma de una epidemia que irá gradualmente devastando a los habitantes de Orán, ante la ineficacia de la burocracia de la ciudad y la impotencia de los hombres de ciencia. Queda muy claro, sin embargo, por las reflexiones del narrador y diálogos entre los personajes, que la peste de la que en definitiva se habla en la novela puede adoptar otras formas distintas a una plaga de la naturaleza, letal e indetenible. Ese aniquilamiento, esa crueldad que padecen niños, ancianos, mujeres y hombres de bien en la historia, puede y de hecho ha sido causada en la historia más a menudo como consecuencia de ideas y creencias políticas, morales, económicas, culturales e históricas erradas y criminales, como el nazismo, el marxismo y el islamismo integrista, contrarias a la condición humana, y por ello mismo más mortíferas que los virus, microbios y bacterias.
Ante el dolor y sufrimiento de la mayoría, surgen mercaderes de la muerte y la tragedia, los “apestados”, como se los llama en La peste, grupo que integran tanto los que actúan con conciencia del mal que causan, como quienes ante el mal no actúan, sino que guardan silencio y voltean la cara, para no tomar posición. Cottard y los integrantes de las redes de especulación de bienes durante la cuarentena, así como el padre de Rambert serán quienes encarnen mejor el papel de apestados ante la tragedia de los “conciudadanos” del narrador.
Pero no es detalle menor que frente a los apestados actúe, por diferentes motivos, ideas y fines, un grupo más numeroso de individuos que, por simpatía, decencia y sentido de la justicia, no fueron indiferentes ni cedieron al miedo ante el horror de la muerte sin sentido, y que lo dan todo de sí, hasta la vida, para salvar a otros y lograr que la ciudad tenga un mañana, a pesar de la devastación. Gracias a Riux, Rambert, Tarrou, Grand, Othon y Paneloux, la muerte de cientos, la separación de los seres amados y el sufrimiento del pequeño Jacques, no serán hechos intrascendentes, olvidados y carentes de sentido para los que sobreviven; antes bien, su acción como hombres libres y comprometidos con la vida, hará posible el renacer de la ciudad, con lecciones para que la indiferencia y la mediocridad no sean de nuevo la regla.
Sin duda, la sociedad venezolana, desde hace muchas décadas, ha sido contaminada y corrompida por una peste, pero no natural, sino más bien de tipo cultural, psíquica incluso, que generó todas las condiciones para que la expresión mayor de esa peste, que es la tiranía que hoy la oprime y la crisis humanitaria que está generando, hayan sido posibles. ¿Pero cuáles fueron los síntomas de la peste entre nosotros?
Muchos, entre los que se pueden mencionar: cuando se creyó que se podía edificar una República desde el poder sin contar y sin confiar en la gente; cuando se asumió el caudillismo, la violencia y el militarismo como forma de hacer política; cuando se despreció al individuo, sus capacidades y libertad, y se asumió la abstracción que es el Estado como su sustituto permanente; cuando se creó un omnipotente petroestado y se convirtió la presidencia en un botín preciado para el “líder” más populista y autoritario; cuando se adoptaron mentiras como verdades —"somos un país rico"— y se engañó a millones, y cuando luego estos millones, contra la evidencia, se negaron a abandonar esas mentiras.
También cuando se optó por reforzar arquetipos nocivos —el vivo, el pícaro y el pobre sintetizados en Tío Conejo y Juan Bimba— y se despreció las virtudes morales y políticas —responsabilidad, honestidad, trabajo, competencia, solidaridad y libre elección—; cuando se hizo de la corrupción y la partidocracia una vía legítima, la más rápida, para ascender en lo económico y lo social, y se toleró socialmente esa conducta; cuando se redujo la educación a una rutinaria e inercial secuencia de certificaciones estatales, y se despreció el cultivo de capacidades, imaginación y emprendimientos; cuando la arrogancia y la veneración de sí mismos ocupó las mentes y corazones de los más talentosos, sin advertir los peligros que corría la libertad entre nosotros; cuando rencillas y miserias personales, en los más ilustres e influentes venezolanos, pasaron a ser más importantes que apoyar las instituciones que garantizan la libertad y el desarrollo.
Finalmente, aunque la lista podría continuar, cuando contra todo sentido común se creyó que podía funcionar el sistema democrático con un poder judicial corrupto y mediocre, sometido a ideas estatistas; cuando, diciendo ser demócratas, se adoptó el socialismo, el intervencionismo, la planificación central y la burocratización como política económica, en lugar del mercado y la propiedad privada; y cuando se creyó que el militarismo y el bolivarianismo se podían mantener a raya permitiendo la corrupción sin freno entre los militares y promoviendo la difusión bucólica en las escuelas de la teología sobre Bolívar.
Todos esos síntomas que condujeron a la mortal enfermedad que hoy día asesina más rápida o más lentamente a cientos de seres humanos en Venezuela, y que lleva por nombre “chavismo”, fueron tolerados durante los cuarenta años de democracia política por muchos apestados de la política, de la academia, de los medios de comunicación, del mundo empresarial y del medio intelectual, quienes en lugar de guiar a sus conciudadanos, con ideas adecuadas y virtudes públicas, a un mejor destino, más bien se ajustaron como Cottard a los síntomas de la peste, los negaron o los subestimaron, y hasta en casos los aprovecharon para conseguir privilegios y fortunas que no merecían por su propio esfuerzo.
No pocos de esos apestados, por cierto, siguen hoy desde la sociedad civil, la Mesa de la Unidad Democrática, los medios de comunicación y los círculos intelectuales parasitarios impidiendo con crueldad que los más jóvenes tengan otros liderazgos comprometidos con lograr un país libre de la peste que hoy día expulsa a millones de lo que una vez fue el territorio de la República de Venezuela, al pretender enfrentar, si es que en realidad es esa su meta, la criminalidad del régimen chavista con la corrupta y mediocre política que se practicó en las últimas décadas de la ya desaparecida democracia venezolana.
Por fortuna, y he allí una pequeña esperanza a la que Camus, seguramente, no dudaría en apuntar, junto a los Cottard y sus redes mafiosas, se mantienen firmes individuos dignos y tenaces, comprometidos con la libertad y un porvenir de desarrollo y convivencia pacífica entre los venezolanos. Allí están María, Víctor, Rocío, Rafael, Liliana, Erik, Thays, Antonio, Magali, Carlos, Daniel, Marjuli, Edecio, Nehomar, Ana, Joaquín, Jesús, Ramsés y tantos otros Riux que, desde cada una de sus áreas, roles e ideas, todos los días enfrentan la peste, la resisten y la desafían, a pesar de sus embates y arrogancia, y de las escasas posibilidades que hoy día tiene la causa de la libertad en Venezuela.
Quizá ninguno de ellos, ni quienes como ellos luchan por otros a quienes aman y resisten a la tiranía que encabeza Nicolás Maduro, persigan la santidad como lo hacía el buen Tarrou de La peste, pero sin duda, su ejemplo, valor y determinación serán clave para que la luz derrote a la oscuridad en nuestro país, y para que muchos de nuestros conciudadanos aprendan definitivamente lo que ellos sí tienen muy claro: “Sabía[n] que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.
Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional (Venezuela) el 10 de noviembre de 2017.