La peligrosa obsesión saudí
Ian Vásquez dice que la ayuda que EE.UU. le proporciona a Arabia Saudí en su guerra en Yemen no solo traiciona los valores que supuestamente representa esa nación sino que también fomenta el odio hacia EE.UU.
Por Ian Vásquez
El brutal asesinato del periodista disidente Jamal Khashoggi en manos de agentes del Estado Saudí pone de relieve la relación enfermiza entre EE.UU. y el reinado árabe. Si alguna vez tuvo sentido la alianza entre los dos países, ya se ha vuelto difícil de justificar desde el punto de vista estadounidense.
La relación de la democracia de EE.UU. con la dictadura de Arabia Saudí siempre ha sido problemática, pues los valores liberales que Washington dice representar entran en conflicto con los intereses que dice querer promover. Esos intereses tienen que ver con la seguridad estadounidense, la estabilidad de Medio Oriente y la política energética de EE.UU.
Con la llegada al poder del príncipe heredero Mohammed bin Salman (MBS) el año pasado, el autoritarismo del régimen se fortaleció y sus intervenciones regionales agresivas se incrementaron. El comportamiento de MBS, cada vez más atrevido y tiránico, ha hecho que hasta cierta parte del ‘establishment’ washingtoniano empiece a cuestionar el apoyo prácticamente incondicional que le ha dado al reinado durante décadas.
Las versiones oficiales saudíes sobre cómo murió Khashoggi en el consulado de Estambul han cambiado tantas veces, por ejemplo, que, más allá del presidente Donald Trump, hay poca gente que las cree. Queda poca duda de que el homicidio lo ordenó MBS. El príncipe heredero también ha secuestrado a enemigos políticos saudíes en el extranjero. El año pasado hasta secuestró al primer ministro libanés en un intento por destituirlo.
MBS ha sido especialmente cruel respecto a la guerra saudí en Yemen, donde ha masacrado a estudiantes de primaria y secundaria como parte de su estrategia militar. Esto también ha sido un problema para EE.UU. porque, al ser su aliado, apoya esa guerra con equipo y logística. Sucede que las alianzas implican costos. En este caso, el costo para EE.UU. es verse involucrado en una guerra que ha causado la crisis humanitaria más grande del mundo, según las Naciones Unidas. Yemen ha sufrido la peor epidemia de cólera en la historia, millones de yemeníes han sido desplazados y la hambruna afecta a 13 millones de personas. La ONU alerta que podría convertirse en el peor caso de hambruna en un siglo.
La ayuda que EE.UU. le brinda a Arabia Saudí en esa guerra no solo traiciona los valores que supuestamente representa, convirtiéndolo en hipócrita, sino que también fomenta un odio hacia EE.UU. que los movimientos islámicos extremistas fácilmente explotan. Las alianzas que Washington mantiene con los regímenes dictatoriales de Medio Oriente atentan contra su seguridad, en vez de fortalecerla.
Se dice que Arabia Saudí por lo menos es un fiel aliado contra Irán. Pero si se le acusa a Irán de promover la inestabilidad política en la región, apoyar a grupos terroristas y oprimir a su propio pueblo a la vez de imponer un islamismo radical, Arabia Saudí no es diferente. Con dinero público y privado, el reinado promueve el extremismo alrededor del mundo, incluso en EE.UU., y su política exterior ha desestabilizado la región por largo tiempo.
La importancia de Arabia Saudí también ha cambiado respecto al petróleo. Este año, EE.UU. se convirtió en el primer productor mundial, reduciendo así su dependencia del país árabe. En todo caso, el mercado de petróleo es global y el crudo solo le resulta valioso a los saudíes si lo venden. Si retienen la producción y se eleva el precio, será la revolucionaria industria estadounidense de ‘fracking’ la que se beneficie, pues estimulará más producción e innovación.
La influencia de Arabia Saudí en la geopolítica está destinada a seguir cayendo y es un buen momento para que EE.UU. finalmente deje atrás su peligrosa obsesión con esa alianza.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (EE.UU.) el 23 de octubre de 2018.