La omnipotencia del estado es la negación de la libertad individual
Juan Bautista Alberdi explica la importancia de un gobierno limitado para la vigencia de las libertades individuales.
En este ensayo Alberdi analiza las raíces de la tiranía desde la noción greco-romana del Estado hasta el surgimiento del Estado moderno, poniendo de manifiesto la necesidad de un gobierno limitado como requisito previo e indispensable para el progreso de una nación.
Discurso pronunciado en el acto de graduación de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, de la Universidad de Buenos Aires, el 24 de mayo de 1880. En ese acto fue nombrado Miembro Honorario de esa Facultad. Este ensayo fue reproducido de sus "Obras Selectas." También puede leer este documento en formato PDF aquí.
Una de las raíces más profundas de nuestras tiranías modernas en Sud-América es la noción greco-romana del patriotismo y de la Patria, que debemos a la educación medio clásica que nuestras universidades han copiado a la Francia.
La Patria, tal como la entendían los griegos y los romanos,
era esencial y radicalmente opuesta a lo que por tal entendemos en
nuestros tiempos y sociedades modernas. Era una institución
de origen y carácter religioso y santo, equivalente a lo que
es hoy la Iglesia, por no decir más santo que ella, pues era
la asociación de las almas, de las personas y de los intereses
de sus miembros.
Su poder era omnipotente y sin límites respecto de los individuos
de que se componía.
La Patria, así entendida, era y tenía que ser la negación
de la libertad individual, en la que cifran la libertad todas
las sociedades modernas que son realmente libres. El hombre individual
se debía todo entero a la Patria; le debía su alma,
su persona, su voluntad, su fortuna, su vida, su familia, su honor.
Reservar a la Patria alguna de esas cosas, era traicionarla; era
como un acto de impiedad.
Según estas ideas, el patriotismo era no sólo conciliable,
sino idéntico y el mismo que el despotismo más absoluto
y omnímodo en el orden social.
La gran revolución que trajo el cristianismo en las nociones del hombre, de Dios, de la familia, de la sociedad toda entera, cambió radical y diametralmente las bases del sistema social greco-romano.
Sin embargo, el renacimiento de la civilización antigua de
entre las ruinas del Imperio Romano y la formación de los Estados
modernos, conservaron o revivieron los cimientos de la civilización
pasada y muerta, no ya en el interés de los Estados mismos,
todavía informes, sino en la majestad de sus gobernantes, en
quienes se personificaban la majestad, la omnipotencia y autoridad
de la Patria.
De ahí el despotismo de los reyes absolutos que surgieron
de la feudalidad de la Europa regenerada por el cristianismo.
El Estado, o la Patria, continuó siendo omnipotente respecto
de la persona de cada uno de sus miembros; pero la Patria personificada
en sus monarcas o soberanos, no en sus pueblos.
La omnipotencia de los reyes tomó el lugar de la omnipotencia
del Estado o de la Patria.
Los que no dijeron: "EI Estado soy yo", lo pensaron y creyeron
como el que lo dijo.
Sublevados contra los reyes los pueblos, los reemplazaron en el ejercicio
del poder de la Patria, que al fin era más legítimo
en cuanto a su origen. La soberanía del pueblo tomó
el lugar de la soberanía de los monarcas aunque teóricamente.
La Patria fue todo y el único poder de derecho, pero conservando
la índole originaria de su poder absoluto y omnímodo
sobre la persona de cada uno de sus miembros; la omnipotencia de la
Patria misma siguió siendo la negación de la libertad
del individuo en la república, como lo había sido en
la monarquía; y la sociedad cristiana y moderna, en que el
hombre y sus derechos son teóricamente lo principal, siguió
en realidad gobernándose por las reglas de las sociedades antiguas
y paganas, en que la Patria era la negación más absoluta
de la libertad.
Divorciado con la libertad, el patriotismo se unió con la
gloria, entendida como los griegos y los romanos la entendieron.
Esta es la condición presente de las sociedades de origen greco-romano
en ambos mundos.
Sus individuos, más bien que libres, son los siervos de la
Patria.
La Patria es libre, en cuanto no depende del extranjero: pero el
individuo carece de libertad, en cuanto depende del Estado de un modo
omnímodo y absoluto. La Patria es libre, en cuanto absorbe
y monopoliza las libertades de todos sus individuos; pero sus individuos
no lo son porque el Gobierno les tiene todas sus libertades.
Tal es el régimen social que ha producido la Revolución
Francesa, y tal la sociedad política que en la América
greco-latina de raza han producido el ejemplo y repetición,
que dura hasta el presente, de la Revolución Francesa.
El "Contrato social" de Rousseau, convertido en
catecismo de nuestra revolución por su ilustre corifeo el doctor
Moreno(a), ha gobernado a nuestra sociedad, en que el ciudadano ha
seguido siendo una pertenencia del Estado o de la Patria, encarnada
y personificada en sus Gobiernos, como representantes naturales de
la majestad del Estado omnipotente.
La omnipotencia del Estado, ejercida según las reglas de las
sociedades antiguas de Grecia y Roma, ha sido la razón de ser
de sus representantes los Gobiernos, llamados libres sólo porque
dejaron de emanar del extranjero.
Otro fue el destino y la condición de la sociedad que puebla
la América del Norte.
Esa sociedad, radicalmente diferente de la nuestra, debió
al origen transatlántico de sus habitantes sajones la dirección
y complexión de su régimen político de gobierno,
en que la libertad de la patria tuvo por límite la libertad
sagrada del individuo. Los derechos del hombre equilibraron allí
en su valor a los derechos de la Patria, y si el Estado fue libre
del extranjero, los individuos no lo fueron menos respecto del Estado.
Eso fue en Europa la sociedad anglo-sajona y eso fue en Norte-América
la sociedad anglo-americana, caracterizadas ambas por el desarrollo
soberano de la libertad individual, más que por la libertad
exterior o independencia del Estado, debida mayormente a su geografía
insular en Inglaterra y a su aislamiento transatlántico en
Estados Unidos.
La libertad en ambos pueblos sajones no consistió en ser independiente
del extranjero, sino en ser cada ciudadano independiente de su Gobierno
patrio.
Los hombres fueron libres porque el Estado, el poder de su Gobierno
no fue omnipotente, y el Estado tuvo un poder limitado por la esfera
de la libertad o el poder de sus miembros a causa de que su Gobierno
no tuvo por modelo el de las sociedades griega y romana.
Montesquieu ha dicho que la Constitución inglesa salió
de los bosques de la Germania, en lo que tal vez quiso decir que los
destructores germanos del imperio romano fueron libres porque su Gobierno
no fue de origen ni tipo latino.
A la libertad del individuo, que es la libertad por excelencia, debieron
los pueblos del Norte la opulencia que los distingue.
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Los pueblos del Norte no han debido su opulencia y grandeza al poder de sus Gobiernos, si no al poder de sus individuos. Son el producto del egoísmo más que del patriotismo. Haciendo su propia grandeza particular, cada individuo contribuyó a labrar la de su país.[1]
Este aviso interesa altamente a la salvación de las Repúblicas
americanas de origen latino.
Sus destinos futuros deberán su salvación al individualismo,
o no los verán jamás salvados si esperan que alguien
los salve por patriotismo.
El egoísmo bien entendido de los ciudadanos sólo es
un vicio para el egoísmo de los Gobiernos que personifican
a los Estados. En realidad, el afán del propio engrandecimiento
es el afán virtuoso de la propia grandeza del individuo, como
factor fundamental que es del orden social, de la familia, de la propiedad,
del hogar, del poder y bienestar de cada hombre.
Las sociedades que esperan su felicidad de la mano de sus Gobiernos
esperan una cosa que es contraria a la naturaleza. Por la naturaleza
de las cosas, cada hombre tiene el encargo providencial de su propio
bienestar y progreso, porque nadie puede amar el engrandecimiento
de otro como el suyo propio; no hay medio más poderoso y eficaz
de hacer la grandeza del cuerpo social que dejar a cada uno de sus
miembros individuales el cuidado y poder pleno de labrar su personal
engrandecimiento.
Ese es el orden de la naturaleza, y por eso es el mejor y más
fecundo en bienes reales. De ello es un testimonio la historia de
las sociedades sajonas del Norte de ambos mundos.
Los Estados son ricos por la labor de sus individuos, y su labor
es fecunda porque el hombre es libre, es decir, dueño y señor
de su persona, de sus bienes, de su vida, de su hogar.
Cuando el pueblo de esas sociedades necesita alguna obra o mejoramiento
de público interés, sus hombres se miran unos a otros,
se buscan, se reúnen, discuten, ponen de acuerdo sus voluntades
y obran por sí mismos en la ejecución del trabajo que
sus comunes intereses necesitan ver satisfecho.
En los pueblos latinos de origen los individuos que necesitan un trabajo de mejoramiento general alzan los ojos al Gobierno, suplican, lo esperan todo de su intervención y se quedan sin agua, sin luz, sin comercio, sin puentes, sin muelles, si el Gobierno no se los da todo hecho.
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Pero no debemos olvidar que no fue griego ni romano todo el origen
de la omnipotencia del Estado y de su Gobierno entre nosotros sudamericanos.
En todo caso no sería ése sino el origen mediato, pues
el inmediato origen de la omnipotencia en que se ahogan nuestras libertades
individuales fue el organismo que España dio a sus Estados
coloniales en el Nuevo Mundo, cuyo organismo no fue diferente en ese
punto del que España se dio a sí misma en el Viejo Mundo.
Así, la raíz y origen de nuestras tiranías modernas
en Sud-América es no solamente nuestro origen remoto o greco-romano,
sino también nuestro origen inmediato y moderno de carácter
español.
La España nos dio la complexión que debía ella
misma a su pasado de colonia romana que fue antes de ser provincia
romana.
La Patria en sus nociones territoriales absorbió siempre al
individuo y se personificó en sus gobiernos el derecho divino
y sagrado que eclipsaron del todo los derechos del hombre.
La omnipotencia del Estado o el poder omnímodo e ilimitado
de la Patria respecto de los individuos que son sus miembros tiene
por consecuencia necesaria la omnipotencia del Gobierno en que el
Estado se personifica, es decir, el despotismo puro y simple.
Y no hay más medio de conseguir que el Gobierno deje o no
llegue a ser omnipotente sobre los individuos de que el Estado se
compone, sino haciendo que el Estado mismo deje de ser ilimitado en
su poder respecto del individuo, factor elemental de su pueblo. Un
ejemplo de esto: cuando el gobernador de Buenos Aires recibió
en 1835 de los representantes del Estado la suma de sus poderes públicos,
no lo tuvo por la ley, que aparentó discernírselo. La
ley, lejos de ser causa y origen de ese poder, tuvo por razón
de ser y causa a ese poder mismo que ya existía en manos del
jefe del Estado omnipotente por la Ordenanza de Intendentes,
constitución española del Virreynato de Buenos
Aires, según cuyas palabras, debía continuar el Virrey
gobernador y capitán general con el poder omnímodo y
las facultades extraordinarias que le daban esa constitución
y las Leyes de Indias de su referencia.
La contextura que el Gobierno hispano-argentino recibió de
esa legislación es la que sus leyes ulteriores de la revolución
no han reconstruido de hecho hasta hoy en ese punto; y la República
como el virreynato colonial, siguió entendiendo el poder de
la Patria sobre sus miembros como lo entendieron las antiguas sociedades
de Grecia y de Roma.
A pesar de nuestras constituciones modernas, copiadas de las que
gobiernan a los países libres de origen sajón, a ningún
liberal le ocurriría entre nosotros dudar de que el derecho
del individuo debe inclinarse y ceder ante el derecho del Estado en
ciertos casos.
La República, por tanto, continuó siendo en este punto
gobernada para provecho de los poderes públicos que han reemplazado
al poder especial que le dio, siendo su colonia, la contextura y complexión
que convenía a su real e imperial beneficio.
La corona de España no fundó sus colonias de América
para hacer la riqueza y poder de sus colonos, sino para hacer su negocio
y poder propio de la corona misma. Pero para que esta mira no degenerase
en un sistema capaz de dar la riqueza y el poder a los colonos, en
lugar de darlos al monarca, la colonia recibió la Constitución
social y política que debía de hacer a su pueblo un
mero instrumento del Real patrimonio, un simple productor fiscal de
cuenta de su Gobierno y para su real beneficio.
Sin duda que las Constituciones que regularon después la conducta
del Gobierno de la República calificaron de crimen legislativo
el acto de dar poderes extraordinarios y omnímodos a sus gobernantes;
pero esa magnífica disposición no impidió que
la suma de todos los poderes y fuerzas económicas del país
quedasen de hecho a la discreción del Gobierno, que puede usar
de él por mil medios indirectos.
¿Cómo así?
Si dejáis en manos de la Patria, es decir, del Estado, la
suma del poder público, dejáis en manos del Gobierno
que representa y obra por el Estado esa suma entera del poder público.
Si lo hacéis por una Constitución, esa Constitución
será una máquina productora de un despotismo tiránico
que no dejará de aparecer a su tiempo, por la mera razón
de existir la máquina que le servirá de causa y ocasión
suficiente.
Por Constitución entiendo aquí, no la ley escrita a
que damos este nombre, sino la complexión o construcción
real de la máquina del Estado.
Si esta máquina es un hecho de la historia del país,
en vano la Constitución escrita pretenderá limitar los
poderes del Estado respecto del derecho de sus individuos; en el hecho
esos poderes seguirán siendo omnipotentes.
Son testimonio confirmatorio de esa observación los Gobiernos
republicanos que han reemplazado en la dirección del reciente
y moderno Estado al que lo fundó, organizó y condujo
por siglos como colonia perteneciente a un Gobierno absoluto y omnímodo.
Mientras la máquina que hace omnipotente el poder del Estado
exista viva y palpitante de hecho, bien podría llamarse República
libre y representativa por su Constitución escrita: su Constitución
histórica y real, guardada en sus entrañas, la hará
ser siempre una colonia o patrimonio del Gobierno republicano, sucesor
de su Gobierno realista y pasado.
El primer deber de una gran revolución, hecha con la pretensión
de cambiar de régimen social de gobierno, es cambiar la contextura
social que tuvo por objeto hacer del pueblo colonial una máquina
fiscal productora de fuerza y de provecho en servicio de su dueño
y fundador metropolitano. De otro modo, las rentas y productos de
la tierra y del trabajo anual del pueblo seguirían yendo bajo
la república nominal adonde fuesen bajo la monarquía
efectiva: ¿adónde, por ejemplo?; a todas partes menos,
a manos del pueblo.
Las viejas arcas que eran recipientes del real tesoro se perderán
como las aguas de un río que se derrama y resume en los campos
o se disipa en acequias que van a regar los vergeles de la clase o
porción del pueblo a quien ha cabido el privilegio de seguir
ocupando la esfera del antiguo poder metropolitano, en lo que es el
goce de los beneficios que la real máquina seguirá haciendo
del suelo y trabajo del país.
En las manos de esa porción o clase privilegiada del país
oficial seguirá existiendo el poder y la libertad de que seguirán
viéndose excluidos y privados los pueblos, sucesores nominales
de los antiguos soberanos.
No será el Estado, sino su representante (que es el Gobierno
del Estado), el que seguirá ejerciendo y gozando la omnipotencia
de los medios y poderes entregados a la Patria por la maquinaria del
viejo edificio primitivo y colonial persistente.
Pero dejar en manos del Gobierno de la Patria todo el poder público
adjudicado a la Patria misma, es dejar a todos los ciudadanos que
componen el pueblo de la Patria sin el poder individual en que consiste
la libertad individual, que es toda y la real libertad de los países
que se gobiernan, que se educan, que se enriquecen y engrandecen así
mismos, por la mano de sus particulares, no de sus Gobiernos.
"Los antiguos", dice Coulanges, "habían dado
tal poder al Estado, que el día en que un tirano tomaba en
sus manos esta omnipotencia, los hombres no tenían ya ninguna
garantía contra él, y él era realmente el señor
de su vida y de su fortuna."
De las consideraciones que preceden se deduce que el despotismo y
la tiranía frecuente de los países de Sud-América,
no residen en el déspota y en el tirano, sino en la máquina
o construcción mecánica del Estado, por la cual todo
el poder de sus individuos, refundido y condensado, cede en provecho
de su Gobierno y queda en manos de su institución. El déspota
y el tirano son el efecto y el resultado, no la causa de la omnipotencia
de los medios y fuerzas económicas del país puestas
en poder del establecimiento de su Gobierno y del círculo personal
que personifican al Estado por la maquinaria del Estado mismo. Sumergida
y ahogada la libertad de los individuos en ese caudal de poder público
ilimitado y omnipotente, resulta de ello que la tiranía de
la Patria, omnímoda y omnipotente, es ejercida en nombre de
un patriotismo tras del cual vive eclipsada la libertad del individuo,
que es la libertad patriótica por excelencia.
Así se explica que en las sociedades antiguas de la Grecia
y de Italia, en que ese orden de cosas era de ley fundamental, las
libertades individuales de vida, de conducta, de pensamiento, la opinión,
fueron del todo desconocidas. El patriotismo tenía entonces
en esas sociedades el lugar que tiene el liberalismo en las
sociedades actuales de tipo y de origen sajón. El despotismo
recibía su sanción y excusa del patriotismo del Gobierno
omnipotente en que la Patria estaba personificada.
La razón de esa omnipotencia de la Patria entre los antiguos es digna de tenerse siempre presente por los pueblos modernos, que toman por modelos a esos organismos muertos, de índole, de principios y de propósitos radical y esencialmente opuestos.
__________
¿Qué era, en efecto, la Patria y el patriotismo, en
el sistema social y político de las antiguas sociedades de
Grecia y Roma? Insistamos en explicarlo.
La palabra Patria, entre los antiguos, según De Coulanges,
significaba la tierra de los padres, tierra Patria. La patria
de cada hombre, era la parte del suelo que su religión doméstica
o nacional había santificado, la tierra en que estaban depositadas
las osamentas de sus antecesores y que estaban ocupadas por sus almas.
Tierra sagrada de la Patria, decían los griegos. Ese
suelo era literalmente sagrado para el hombre de ese tiempo, porque
estaba habitado por sus dioses. Estado, Patria, Ciudad,
estas palabras no eran una mera abstracción como en los modernos;
representaban realmente todo un conjunto de divinidades locales, con
un culto de todos los días y creencias poderosas sobre el alma.
Sólo así se explica el patriotismo entre los antiguos;
sentimiento enérgico que era para ellos la virtud suprema en
que todas las virtudes venían a refundirse.
Una Patria semejante no era para el hombre un mero domicilio. La
patria tenía ligado al hombre por vínculo sagrado. Tenía
que amarla como se ama a una religión, obedecerla como se obedece
a Dios, darse a ella todo entero, cifrar todo en ella, consagrarle
su ser. El griego y el romano no morían por desprendimiento
en obsequio de un hombre, o por punto de honor; pero a su Patria le
debían su vida. Porque si la Patria era atacada, es su religión
la que se ataca, decían ellos. Combatían verdaderamente
por sus altares, por sus hogares pro aris et focis(b); porque
si el enemigo se amparaba de la ciudad, sus altares eran derribados,
sus fogones extinguidos, sus tumbas profanadas, sus dioses destruidos,
su culto despedazado. El amor a la Patria era la piedad misma de los
antiguos. Para ellos, Dios no estaba en todas partes. Los dioses de
cada hombre eran aquellos que habitaban su casa, su ciudad, su cantón.[2]
El desterrado dejando a su Patria tras sí, dejaba también
sus dioses. Pero como la religión era la fuente de que emanaban
sus derechos civiles, el desterrado perdía todo esto, perdiendo
la religión de su país por el hecho de su destierro,
no tenía ya derecho de propiedad. Sus bienes eran todos confiscados
en provecho de los dioses y del Estado. No teniendo culto no tenía
ya familia, dejaba de ser marido y padre.
El destierro de la Patria no parecía un suplicio más
tolerable que la muerte. Los jurisconsultos romanos le llamaban pena
capital.[3]
¿De dónde nacían estas nociones sobre Patria
y patriotismo?
Era que la ciudad había sido fundada en una religión
y constituida como una iglesia. De ahí la fuerza, la omnipotencia
y absoluto imperio que la Patria ejercía sobre sus miembros.
Se concibe que en una sociedad establecida sobre tales principios
la libertad individual no pudiese existir. No había
nada en el hombre que fuese independiente. Ni su vida privada escapaba
a esta omnipotencia del Estado.
Los antiguos no conocían, pues, ni la libertad de la vida
privada, ni la libertad de educación, ni la libertad religiosa.
La persona humana era contada por muy poca cosa delante de esa autoridad
santa y casi divina que se llamaba la Patria o el Estado.
No era extraño, según estos precedentes históricos,
que, tergiversados en su sentido, indujesen a los revolucionarios
franceses del siglo pasado, imitadores inconscientes de la antigua
sociedad de Grecia y de Roma, imitasen con exaltación esos
modelos muertos.
La funesta máxima revolucionaria de que la salud del Estado
es la ley suprema de la sociedad, fue formulada por la antigüedad
griega y romana.
Se pensaba entonces que el derecho, la justicia, la moral, todo debía
ceder ante el interés de la Patria.
No ha habido, pues, un error más grande que el de creer que en las ciudades antiguas el hombre disfrutara de la libertad. Ni la idea siquiera tenían de ella. No creían que pudiese existir derecho alguno en oposición a la ciudad y sus dioses.
___________
Es verdad que revoluciones ulteriores cambiaron esa forma de Gobierno;
pero la naturaleza del Estado quedó casi la misma. El Gobierno
se llamó sucesivamente monarquía, aristocracia,
democracia; pero ninguna de esas revoluciones dio a los hombres
la verdadera libertad, que es la libertad individual.
Tener derechos políticos, votar, nombrar o elegir magistrados,
poder ser uno de ellos, es todo lo que se llamaba libertad; pero el
hombre no continuaba menos avasallado al Estado que antes lo estuvo.
Concíbese que hablando de una antigüedad tan remota y
desconocida, con esta seguridad, yo me apoyé en autoridades
que han hecho una especialidad de su estudio casi técnico.
La que dejé explicada, por ejemplo, pertenece a una de las
más grandes capacidades de la Escuela Normal de Francia.
No es que la erudición alemana sea menos competente para interpretar a la antigüedad en materia de instituciones sociales, sino que la de un país latino, como Francia, es más comprensible para la América del mismo origen, que ha imitado en su revolución sus mismos errores y caído en sus mismos escollos, de que la ciencia moderna de los franceses comienza a darse cuenta por la pluma de pensadores como A. de Tocqueville, de Coulanges, de Taine, desde algunos años a esta parte.
__________
Pero ahí no quedaron las cosas del naciente orden de las sociedades
civilizadas de la Europa cristiana. Ya desde antes que la grande y
definitiva religión produjese como su obra a la sociedad moderna,
la misma sociedad antigua había empezado a cambiar con la madurez
y progreso natural de las ideas, sus instituciones y reglas de gobierno
De esto, sin embargo, parecen no darse bastante cuenta los pueblos
actuales que han buscado en la restauración o renacimiento
de la antigüedad civilizada los elementos y base de organización
de la sociedad moderna.
El Estado había estado ligado estrechamente a la religión,
procedía de ella y se confundía con ella.
Por eso es que en la ciudad primitiva todas las instituciones políticas
habían sido instituciones religiosas.[4]
Las fiestas habían sido ceremonias del culto; las leyes habían
sido fórmulas sagradas; los reyes y los magistrados habían
sido sacerdotes. Es por eso mismo que la libertad individual había
sido desconocida y que el hombre no había podido sustraer su
conciencia misma a la omnipotencia de la ciudad. Es por ello, en fin,
que el Estado había quedado limitado a las proporciones de
una villa, sin poder salvar el recinto que sus dioses nacionales le
habían trazado en su origen. Cada ciudad tenia no sólo
su independencia, sino también su culto y su código.
La religión, el derecho, el gobierno, todo era municipal. La
ciudad era la única fuerza viva; nada otra cosa más
arriba, nada más abajo; es decir, ni unidad nacional, ni libertad
individual.
Pero este régimen desapareció con el desarrollo del
espíritu humano, y el principio de la asociación de
los hombres, una vez cambiado, tanto el gobierno como la religión
y el derecho perdieron ese carácter municipal que habían
tenido en la antigüedad.
Un nuevo principio, la filosofía de los estoicos, ensanchando
las nociones de la humana asociación, emancipó al individuo.
No quiso ya que la persona humana fuese sacrificada al Estado. Este
gran principio, que la antigua ciudad había desconocido, debía
ser un día la más santa de las reglas de la política
de todos los tiempos.
Se comenzó entonces a comprender que había otros deberes hacia la Patria o el Estado; otras virtudes que las virtudes cívicas. El alma se ligó a otros objetos que a la Patria. La ciudad antigua había sido tan poderosa y tan tiránica, que de ella había hecho el hombre el fin de todo su trabajo y de todas sus virtudes; la Patria había sido la regla de lo bello y de lo humano, y no había heroísmo sino para ella.
__________
En medio de los cambios que se habían producido en las instituciones,
en las costumbres, en las creencias, en el derecho, el patriotismo
mismo había cambiado de naturaleza, y es una de las cosas que
más contribuyeron a los grandes progresos de Roma.
No hay que olvidar lo que había sido el sentimiento del patriotismo
en la primera edad de las ciudades griegas y romanas. Formaba parte
de la religión de aquellos tiempos; se amaba a la Patria porque
se amaba a sus dioses protectores, porque en ella se hallaba su altar,
un fuego divino, fiestas, plegarias, himnos, y porque fuera de la
Patria no había ni dioses ni culto. Tal patrio-sistema era
una fe, un sentimiento piadoso. Pero cuando la casta sacerdotal perdió
su dominación, esa clase de patriotismo desapareció
de la ciudad con ella. El amor de la ciudad no pereció, pero
tomó una forma nueva.
No se amó ya a la Patria por su religión y sus dioses:
se la amó solamente por sus leyes, por sus instituciones, por
los derechos y la seguridad que ella acordaba a sus miembros.
Ese patriotismo nuevo no tuvo los efectos que el de los viejos tiempos.
Como el corazón no se apegaba ya al altar, a los dioses protectores,
al suelo sagrado, sino únicamente a las instituciones y a las
leyes, que en el estado de estabilidad en que todas las ideas se encontraban
entonces cambiaban frecuentemente, el patriotismo se volvió
un sentimiento variable e inconstante, que dependió de las
circunstancias y estuvo sujeto a iguales fluctuaciones que el gobierno
mismo.
Ya no se amó la Patria sino en tanto que se amaba el régimen
político que prevalecía en ella a la sazón. El
que encontraba malas sus leyes no tenía ya vínculo que
lo apegase a ella.
El patriotismo municipal se debilitó de ese modo y pereció
en las almas. La opinión de cada uno le fue más sagrada
que su Patria, y el triunfo de su partido le vino a ser más
caro que la grandeza o gloria de su ciudad. Cada uno vino a preferir
sobre su ciudad natal, si allí no hallaba las instituciones
que él amaba, a tal otra ciudad en que veía esas instituciones
en vigor. Entonces se comenzó a emigrar más voluntariamente,
se temió menos el destierro. Ya no se pensaba en los dioses
protectores y se acostumbraban fácilmente a separarse de la
Patria.
Se buscó la alianza de una ciudad enemiga para hacer triunfar
su partido en la propia.
Pocos griegos había que no estuviesen prontos a sacrificar
la independencia municipal para tener la constitución que ellos
preferían.
En cuanto a los hombres honestos y escrupulosos, las disensiones
perpetuas de que eran testigos les daban el disgusto del régimen
local o municipal. No podían, en efecto, gustar de una forma
de sociedad en que era preciso batirse todos los días, en que
el pobre y el rico estaban siempre en guerra.
Se empezaba a sentir la necesidad de salir del sistema municipal
para llegar a otra forma de gobierno que el de la ciudad o local.
Muchos hombres pensaban, al menos, en establecer más arriba
de las ciudades una especie de poder soberano que velase en el mantenimiento
del orden y que obligase a esas pequeñas ciudades turbulentas
a vivir en paz.
En Italia no se pasaban las cosas de otro modo que en Roma.
Esa disposición centralista de los espíritus hicieron
la fortuna de Roma, dice De Coulanges.
La moral de la historia de ese tiempo es que Roma no hubiese alcanzado
la grandeza que la puso a la cabeza del mundo, si no hubiese salido
del espíritu local o municipal, y si el patriotismo nacional
no hubiese reemplazado al patriotismo local o provincial.[5]
Así se diseñaban dos cambios en el prospecto de la humanidad, que debían conducir a la concepción de una autoridad nacional y suprema, más alta que la del estado municipal y que la libertad del hombre erigida en faz de la Patria y del Estado, como formando un contrafuerte de su edificio.
__________
Así el patriotismo grande ni chico no marcó el último
progreso de la humana sociedad.
Faltaba la aparición y el reinado del individualismo,
es decir, de la libertad del hombre, levantada y establecida a la
faz de la Patria y del patriotismo, como existiendo con ellos armónicamente.
Fue el carácter y distintivo que las sociedades libres y modernas
tomaron del espíritu y de la influencia del cristianismo, fuente
y origen de la moderna libertad humana, que ha transformado al mundo.
Se puede decir con verdad que la sociedad de nuestros días
debe al individualismo, así entendido, los progresos
de su civilización. En este sentido, no es temerario establecer
que el mundo civilizado y libre es la obra del egoísmo individual,
cristianamente entendido: Ama a Dios sobre todo, enseñó
él, y a tu prójimo como a ti mismo, santificando
de este modo el amor de sí a la par del amor del hombre.
No son las libertades de la Patria las que han engrandecido a las naciones modernas, sino las libertades individuales con que el hombre ha creado y labrado su propia grandeza personal, factor elemental de la grandeza de las naciones realmente grandes y libres, que son las del Norte de ambos mundos.
"La iniciativa privada ha hecho mucho y bien" dice Herbert
Spencer.
"La iniciativa privada ha desmontado, desaguado, fertilizado
nuestras campiñas y edificado nuestras ciudades; ella ha descubierto
y explotado minas, trazado rutas, abierto canales, construido caminos
de hierro con sus trabajos de arte; ella ha inventado y llevado a
su perfección el arado, el oficio de tejer, la máquina
de vapor, la prensa, innumerables máquinas; ha construido nuestros
bajeles, nuestras inmensas manufacturas, los recipientes de nuestros
puertos; ella ha formado los Bancos, las Compañías de
seguros, los periódicos, ha cubierto la mar de una red de líneas
de vapor, y la tierra de una red eléctrica. La iniciativa privada
ha conducido la agricultura, la industria y el comercio a la prosperidad
presente, y actualmente la impele en la misma vía con rapidez
creciente. ¿Por eso desconfiáis de la iniciativa privada?"[6]
Todo eso ha sido hecho por el egoísmo, es decir, por el individualismo,
tanto en Inglaterra como en nuestra América más o menos.
Todo al menos puede ser hecho en nuestros países por esos mismos
egoístas de la Europa entrados en nuestro suelo como emigrados,
a condición de que les demos aquí la libertad individual,
es decir, la seguridad que allí tienen por las leyes (porque
esa libertad allí significa seguridad, si Montesquieu no ha
entendido mal las instituciones inglesas).
¿Acaso en nuestro país mismo ha sucedido otra cosa
que en Inglaterra? ¿A quién si no a la iniciativa privada
es debida la opulencia de nuestra industria rural, que es el manantial
de la fortuna del Estado y de los particulares.
¿Han hecho más por ella nuestros mejores Gobiernos,
que la energía, perseverancia y buena conducta de nuestros
agricultores afamados a justo título?
Si hay estatuas que se echen de menos en nuestras plazas son las
de esos modestos obreros de nuestra grandeza rural, sin la cual fuera
estéril la gloria de nuestra independencia nacional.
Al contrario ha sucedido con frecuencia: toda la cooperación
que el Estado ha podido dar al progreso de nuestra riqueza debía
consistir en la seguridad y en la defensa de las garantías
protectoras de las vidas, personas, propiedades, industria y paz de
sus habitantes; pero eso es cabalmente lo que ha interrumpido las
frecuentes guerras y revoluciones, que no han sido obra de los particulares.
Las más veces en Sud-América las revoluciones y asonadas son oficiales, es decir, productos de la iniciativa del Estado.
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Después de leer el discípulo, leamos al maestro de
Herbert Spencer -al autor de la Riqueza de las Naciones-, Adam
Smith, que la ve nacer toda entera en su formación natural
de la iniciativa inteligente y libre de los individuos:
"Es a veces la prodigalidad y la mala conducta pública,
jamás la de los particulares, las que empobrecen a una nación.
Todo o casi todo el rédito público es empleado en muchos
países en el sostén de gentes no productoras. Tales
son esas que componen una corte numerosa y brillante, un grande establecimiento
eclesiástico, grandes escuadras y grandes ejércitos,
que en tiempos de paz no producen nada, y que en tiempo de guerra
no adquieren nada que pueda compensar solamente lo que cuesta su mantenimiento
mientras ella dura. Allí todas las gentes que no producen nada
por sí mismas son mantenidas por el producto del trabajo de
los otros".
"El esfuerzo constante, uniforme y no interrumpido de cada particular
para mejorar su condición, principio de donde emana originariamente
la opulencia pública y nacional, tanto como la opulencia particular,
es a menudo bastante fuerte para hacer marchar las cosas de mejor
en mejor, y para mantener en progreso natural, a pesar de la extravagancia
del gobierno y de los más grandes errores de la administración".
"Semejante al principio desconocido de la vida animal, él
restaura comúnmente la salud y el vigor de la constitución,
en despique no solamente de la enfermedad sino de las absurdas recetas
del médico.[7]
"EI producto anual de sus tierras y de su trabajo (de Inglaterra)
es sin contradicción mucho más grande al presente, que
no lo era en tiempo de la restauración o de la revolución.
El capital empleado en cultivar esas tierras y en hacer marchar ese
trabajo debe, pues, ser igualmente mucho más grande. En medio
de todas las exacciones del Gobierno, ese capital se ha acumulado
en silencio y gradualmente, por la economía y la buena conducta
particular de los individuos y por el esfuerzo universal, continuo
y no interrumpido, que han hecho ellos para mejorar su condición".
"Este esfuerzo, protegido por las leyes y por la libertad de emplear su energía de la manera más ventajosa, es lo que ha sostenido los progresos de la Inglaterra hacia la opulencia y a la mejora en casi todas las épocas que han precedido, y lo que los sostendrán todavía, como es de esperar, en todos los tiempos que se sucederán".
__________
Resulta de las observaciones contenidas en este estudio que lo que
entendemos por Patria y patriotismo habitualmente son bases y puntos
de partida muy peligrosos para la organización de un país
libre, por lejos de conducir a la libertad, puede llevarnos al polo
opuesto, es decir, al despotismo, por poco que el camino se equivoque.
Es muy simple el camino por donde el extremo amor a la Patria puede
alejar de la libertad del hombre y conducir al despotismo patrio del
Estado. El que ama a la Patria sobre todas las cosas no está
lejos de darle todos los poderes y hacerla omnipotente Pero la omnipotencia
de la Patria o del Estado es la exclusión y negación
de la libertad individual, es decir, de la libertad del hombre, que
no es en sí misma sino un poder moderador del poder del Estado.
La libertad individual es el límite sagrado en que termina
la autoridad de la Patria.
La omnipotencia de la Patria o del Estado es toda la
causa y razón de ser de la omnipotencia del gobierno de la
Patria, que le sirve de personificación o representación
en la acción de su poder soberano.
Así es como se ha visto invocar el patriotismo y la Patria
a la Convención francesa de 1793 y a la Dictadura
de Buenos Aires de 1840, en todas las violencias con que han sido
holladas las libertades individuales del hombre para el uso y posesión
de su vida, de su hogar, de su opinión, de su palabra, de su
voto, de su conducta, de su domicilio y locomoción.
Todos los crímenes públicos contra la libertad del
hombre han podido ser cometidos; no sólo impune, sino legalmente,
en nombre de la Patria omnipotente, invocada por su gobierno omnímodo.
La libertad del hombre puede ser no solamente incompatible con la
libertad de la Patria, sino que la primera puede ser desconocida y
devorada por la otra. Son dos libertades diferentes que a menudo están
reñidas y en divorcio. La libertad de la Patria es la independencia
respecto de todo país extranjero. La libertad del hombre es
la independencia del individuo respecto del gobierno de su país
propio.
La libertad de la Patria es compatible con la más grande tiranía,
y pueden coexistir en el mismo país. La libertad del individuo
deja de existir por el hecho mismo de asumir la Patria la omnipotencia
del país.
La libertad individual significa literalmente ausencia de todo poder
omnipotente y omnímodo en el Estado y en el gobierno del Estado
Las dos libertades no son igualmente fecundas en su poder fecundante
de la civilización y del progreso de las naciones. La omnipotencia
o despotismo de la Patria, para ser fecundo en bienes públicos,
necesita dos cosas:
Primera, ser ilustrado; segunda, ser honesto y justo. En Estados
nuevos, que ensayan recién la constitución de sus gobiernos
libres, la omnipotencia de la Patria es estéril, y la de su
gobierno es destructora. La libertad del individuo en tales casos
es la madre y nodriza de todos los adelantos del país, porque
su pueblo abunda en extranjeros inmigrados que han traído al
país la inteligencia y la buena voluntad de mejorar su condición
individual mediante la libertad individual que sus leyes le prometen
y aseguran. En países que han sido colonias de gobiernos de
nueva creación son débiles e ininteligentes para labrar
el progreso de su civilización.
La omnipotencia de la patria es excluyente no sólo de toda
libertad, sino de todo progreso público, porque el obrero favorito
de este progreso es el individuo particular que sabe usar de su energía
y de su poder naturales, para conservar y mejorar su persona, su fortuna
y su condición de hombre civilizado.
Ahora bien, como la masa o conjunto de esos individuos particulares
es lo que se denomina pueblo en acepción vulgar de esta palabra,
se sigue que es el pueblo y no el Gobierno a quien está entregado
por las condiciones de la sociedad sudamericana, la obra gradual de
su progreso y civilización. Y la máquina favorita del
pueblo para llevar a cabo esa elaboración es la libertad civil
o social distribuida por igual entre sus individuos nativos y extranjeros,
que forman la asociación o pueblo sudamericano.
Si esta ley natural y fatal de propio engrandecimiento individual
se denomina egoísmo, forzoso es admitir que el egoísmo
está llamado a preceder al patriotismo en la jerarquía
de los obreros y servidores del progreso nacional.
Los adelantos del país deben marchar necesariamente en proporción
directa del número de sus egoístas inteligentes, laboriosos
y enérgicos, y de las facilidades y garantías que su
egoísmo fecundo y civilizador encuentra para ejercerse y desenvolverse.
La sociedad sudamericana estaría salvada y asegurada en su
porvenir de libertad y de progreso, desde que fuese el egoísmo
inteligente y no el patriotismo egoísta el llamado a construir
y edificar el edificio de las Repúblicas de Sud-América.
Y como no es natural que el egoísmo sano descuide el trabajo
de su propio engrandecimiento individual, so pena de dañar
a su interés cardinal, se puede decir con verdad perfecta que
el progreso futuro de Sud-América está garantizado y
asegurado por el hecho de quedar bajo el protectorado vigilante del
egoísmo individual que nunca duerme.
La omnipotencia de la patria, convertida fatalmente en omnipotencia
del Gobierno en que ella se personaliza, es no solamente la negación
de la libertad, sino también la negación del progreso
social, porque ella suprime la iniciativa privada en la obra de ese
progreso. El Estado absorbe toda la actividad de los individuos, cuando
tiene absorbidos todos sus medios y trabajos de mejoramiento. Para
llevar a cabo la absorción, el Estado engancha en las filas
de sus empleados a los individuos que serían más capaces
entregados a sí mismos. En todo interviene el Estado y todo
se hace por su iniciativa en la gestión de sus intereses públicos.
El Estado se hace fabricante, constructor, empresario, banquero, comerciante,
editor y se distrae así de su mandato esencial y único,
que es proteger a los individuos de que se compone contra toda agresión
interna y externa. En todas las funciones que no son de la esencia
del Gobierno, obra como un ignorante y como un concurrente dañino
de los particulares, empeorando el servicio del país, lejos
de servirlo mejor.
La materia o servicio de la administración pública
se vuelve industria y oficio de vivir para la mitad de los individuos
de que se compone la sociedad. El ejercicio de esa industria administrativa
y política, que es mero oficio de vivir, toma el nombre de
patriotismo, pues toma el aire de servicio a la Patria el servicio
que cada individuo se hace hacer por la patria para vivir. Naturalmente
toma entonces el semblante de amor a la Patria -gran sentimiento desinteresado
por esencia-, el amor a la mano que procura el pan de que se vive.
¿Cómo no amar a la Patria como a su vida, cuando es
la Patria la que hace vivir?
Así, el patriotismo no es religión como en los viejos
tiempos griegos y romanos, ni es siquiera superstición ni fanatismo.
Es muchas veces mera hipocresía en sus pretensiones a la virtud,
y en realidad una simple industria de vivir.
Y como los mejores industriales, los más inteligentes y activos
son los inmigrantes procedentes de los países civilizados de
la Europa, y esos no pueden ejercer la industria-gobierno, por su
calidad de extranjeros, el mal desempeño del industrialismo
oficial viene a dañarlos a ellos, o a contener su inmigración
y perjudicar a los nacionales que no tienen trabajo en los talleres
privilegiados de la administración política.
Si más de un joven, en vez de disputarse el honor de recibir un salario como empleado o agente o sirviente asalariado del Estado, prefiriese el de quedar señor de sí mismo en el gobierno de su granja o propiedad rural, la patria quedaría desde entonces colocada en el camino de su grandeza, de su libertad y de su progreso verdadero.
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Otro de los grandes inconvenientes de la noción romana de
la Patria y del patriotismo para el desarrollo de la libertad es que
como la patria era un culto religioso en su origen, ella engendraba
el entusiasmo y el fanatismo, es decir, el calor y la pasión
que ciegan.
De ahí nuestros cantos a la Patria, entendidos de un modo
místico, que han excedido a los cánticos religiosos
del patriotismo antiguo y pagano.
El entusiasmo, ha dicho la libre Inglaterra por la pluma de Adam
Smith, es el mayor enemigo de la ciencia, fuente de toda civilización
y progreso. El entusiasmo es un veneno que, como el opio, hace cerrar
los ojos, y ciega el entendimiento; contra él no hay más
antídoto que la ciencia, dice el rey de los economistas.
En la América del Sud, envenenada con ese tósigo, el
entusiasmo es una calidad recomendable, lejos de ser enfermedad peligrosa.[8]
La libertad es fría y paciente del temperamento racional y
reflexiva, no entusiasta, como lo demuestra el ejemplo de los pueblos
sajones realmente libres. Los americanos del Norte, como los ingleses
y los holandeses, tratan sus negocios políticos, no con el
calor que inspiran las cosas religiosas, si no como lo más
prosaico de la vida, que son los intereses que la sustentan. Jamás
su calor moderno llega al fanatismo.
El entusiasmo engendra la retórica, el lujo del lenguaje,
el tono poético, que va tan mal a los negocios, y todas las
violencias de la frase, precursoras de las violencias y tiranías
de la conducta.
En esas pompas sonoras de la palabra escrita y hablada, que es peculiar
del entusiasmo, desaparece la idea, que sólo vive de la reflexión
y de la ciencia fría.
De ahí es que los americanos del Norte, los ingleses y los
holandeses no conocen esa poesía patriótica, esa literatura
política, que se exhala en cantos de guerra, que intimidan
y ahuyentan a la libertad en vez de atraerla. Los americanos del Norte
no cantan la libertad, pero la practican en silencio.
La libertad para ellos no es una deidad, es una herramienta ordinaria
como la barreta y el martillo.
Todo lo que falta a Sud-América para ser libre como los Estados Unidos es tener el temperamento frío, pacifico, manso y paciente para tratar de resolver los negocios más complicados de la política, que lo es también de los ingleses y los holandeses, el cual no excluye el calor a veces, pero no va jamás hasta el fanatismo que enceguece y extravía. La Francia entra en la libertad a medida que contrae ese temple realmente viril, es decir, frío.
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El entusiasmo patrio es un sentimiento peculiar de la guerra, no
de la libertad, que se alimenta de la paz. La guerra misma se ha hecho
más fecunda desde que ha cambiado el entusiasmo por la ciencia,
pero es más hija del entusiasmo que de la ciencia.
¿Por qué vínculo misterioso se han visto hermanadas
en la América del Sud las nociones de la Patria, la libertad,
el entusiasmo, la gloria, la guerra, la poesía, a que hoy se
debe que se traten con tanta pasión las cuestiones públicas
que permanecen indecisas precisamente porque no son tratadas con la
serenidad y templanza que las haría tan expeditivas y fáciles?
No es difícil concebirlo. Vista la patria como fue considerada
por las sociedades griegas y romanas, a cuyos ojos era una institución
religiosa y santa, la Patria y su culto llenaron los corazones del
entusiasmo inexplicable de las cosas santas. Del entusiasmo al fanatismo
la distancia no fue larga. La Patria fue adorada como una especie
de divinidad y su culto produjo un entusiasmo ferviente como el de
la religión misma. En la independencia natural y esencial de
la Patria respecto del extranjero, se hizo consistir toda su libertad,
y en su omnipotencia se vio la negación de toda libertad individual
capaz de limitar su autoridad divina. Así el guerrero fue el
campeón de su libertad contra el extranjero, considerado como
enemigo nato de la independencia patria, y la gloria humana consistió
en los triunfos de la lucha sostenida en defender la libertad de la
Patria contra toda dominación de fuera.
La guerra tomó así su santidad de la santidad de su
objeto favorito, que fue la libertad de la Patria, de la defensa de
su suelo sagrado y de la santidad de los estandartes, que eran sus
símbolos bendecidos de la patria, su suelo y sus altares, entendidos
como los griegos y romanos, en su sentido religioso. Consideradas
de ese punto de vista las cosas, la Patria fue inseparable de ellas;
el entusiasmo que infundían las cosas santas y sagradas. La
Patria omnipotente y absoluta absorbió la personalidad del
individuo y la libertad de la Patria; eclipsando la libertad del hombre,
no dejó otro objeto legítimo y sagrado a la guerra que
la defensa de la independencia o libertad de la Patria respecto del
extranjero y su omnipotencia respecto del individuo que era miembro
de ella.
Así fue como en el nacimiento de los nuevos Estados de Sud-América,
San Martín, Bolívar, Sucre, O'Higgins, los Carrera,
Belgrano, Alvear, Pueyrredón, que se habían educado
en España y tomado allí sus nociones de patria y libertad,
entendiendo la libertad americana a la española, la hicieron
consistir toda entera en la independencia de los nuevos Estados respecto
de España, como España la había entendido respecto
de Francia cuando la guerra con Napoleón I.
Esos grandes hombres fueron sin duda campeones de la libertad de
América, pero de la libertad en el sentido de la independencia
de la Patria respecto de España; y si no defendieron también
la omnipotencia de la Patria respecto de sus miembros individuales,
tampoco defendieron la libertad individual entendida como límite
del poder de la patria o del Estado, porque no comprendieron ni conocieron
la libertad en ese sentido, que es su sentido más precioso.
¿Dónde, de quién podían haberla aprendido?
¿De España, que jamás la conoció en el
tiempo en que ellos se educaron allí?
Washington y sus contemporáneos no estuvieron en ese caso,
sino en el caso opuesto. Ellos conocían mejor la libertad individual
que la independencia de su país, porque habían nacido,
crecido y vivido desde su cuna, disfrutando de la libertad del hombre
bajo la misma dependencia de la libre Inglaterra.
Así fue que, después de conquistar la independencia
de su Patria, los individuos que eran miembros de ella se encontraron
tan libres como habían sido desde la fundación de esos
pueblos, y su constitución de nación independiente no
hizo cambiar sino confirmar sus viejas libertades anteriores, que
ya conocían y manejaban como veteranos de la libertad.
La gloria de nuestros grandes hombres fue más deslumbrante porque nació del entusiasmo que produjeron la guerra y las victorias de la independencia de la Patria, que nació omnipotente respecto de sus individuos, como lo había sido la madre Patria bajo el régimen omnímodo del gobierno de sus reyes, en que la Patria se personificaba. La gloria omnipotente de nuestros grandes guerreros de la independencia, como nacía del entusiasmo por la Patria, que había sido todo su objeto, porque la entendía en el sentido casi divino que tuvo en la vieja Roma y en la vieja España, la gloria de nuestras grandes personalidades históricas de la guerra de la independencia de la patria continuó eclipsando a la verdadera libertad, que es la libertad del hombre, llegando el entusiasmo por esos hombres simbólicos hasta tomar a la libertad de sus altares mismos.
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Este es el terreno en que se han mantenido hasta aquí la dirección
de nuestra política orgánica y nuestra literatura política
y social, en que las libertades de la Patria han eclipsado y hecho
olvidar las libertades del individuo, que es el factor y unidad de
que la Patria está formada.
¿De dónde deriva su importancia la libertad individual?
De su acción en el progreso de las naciones.
Es una libertad multíplice o multiforme, que se descompone
y ejerce bajo estas diversas formas:
-Libertad de querer, optar y elegir.
-Libertad de pensar, de hablar, escribir: opinar y publicar.
-Libertad de obrar y proceder.
-Libertad de trabajar, de adquirir y disponer de lo suyo.
-Libertad de estar o de irse, de salir y entrar en su país,
de locomoción y de circulación.
-Libertad de conciencia y de culto.
-Libertad de emigrar y de no moverse de su país.
-Libertad de testar, de contratar, de enajenar, de producir y adquirir.
Como ella encierra el círculo de la actividad humana, la libertad
individual, que es la capital libertad del hombre, es la obrera principal
e inmediata de todos sus progresos, de todas sus mejoras, de todas
las conquistas de la civilización en todas y cada una de las
naciones.
Pero la rival más terrible de esa hada de los pueblos civilizados
es la Patria omnipotente y omnímoda, que vive personificada
fatalmente en Gobiernos omnímodos y omnipotentes, que no la
quieren porque es límite sagrado de su omnipotencia misma.
Conviene, sin embargo, no olvidar que así como la libertad
individual es la nodriza de la patria, así la libertad de la
Patria es el paladium de las libertades del hombre, que es miembro
esencial de esa Patria. Pero ¿cuál puede ser la Patria
más interesada en conservar nuestros personales derechos, sino
aquella de que nuestra persona es parte y unidad elemental?
Por decirlo todo en una palabra final, la libertad de la Patria es
una faz de la libertad del hombre civilizado, fundamento y término
de todo el edificio social de la humana raza.
NOTAS
[1] "Riqueza de las Naciones",
por Adam Smith, 1776.
[2] De Coulanges. "Cité
antique".
[3] De Coulanges. "Cité
antique".
[4] "Cité antique",
pág. 415
[5] De Coulanges, Libro V. Cap.
II.
[6] "Ensayos de Moral, Ciencia
y Estética", por Herbert Spencer.
[7] Adam Smith. "Riqueza de
las Naciones", Libro II, Cap. V.
[8] Adam Smith. "Riqueza de
las Naciones", Libro V, Cap. I.