La Moringa de Fidel

Carlos Alberto Montaner comenta la fascinación de Fidel Castro con una planta milagrosa que viene de la India, la Moringa y considera que esto es solamente el último de tantos experimentos que se le han ocurrido practicar en la sociedad cubana.

Por Carlos Alberto Montaner

Fidel Castro se ha enamorado de la Moringa. Es un amor crepuscular. A sus 86 años, como en los boleros, ha encontrado otra razón para vivir. La Moringa es una planta milagrosa que viene de la India. Es una fuente inagotable de proteínas y minerales que crece casi sin agua y en cualquier terreno. Por qué la Moringa no ha efectuado sus prodigios en la India es una pregunta incómoda que el viejo Comandante no se hace. Fidel es un hombre de respuestas, no de preguntas. No conoce la duda, esa actitud típica de los agentes de la CIA. Fidel está seguro de que esta vez ha acertado con la bala de plata adecuada para matar de un tiro todos los males económicos que aquejan al país. Será su legado final a la nación que ha dirigido desde hace tres generaciones, aunque en el tramo final lo asiste su hermano Raúl, en tantos sentidos, pequeño.

No es la primera vez que Fidel resulta iluminado por estas intuiciones geniales. El economista Marzo Fernández, escapado del manicomio hace unos años, sintetizó muy bien la lista de hallazgos portentosos debidos a la iniciativa de Fidel: una semilla de gandul que crecía hasta en el cepillo de dientes; el arroz IR8; el café Caturra que no necesitaba sombra, ni agua, ni tierra, porque, como la hidra, arraigaba tenazmente hasta en las piedras; un plátano maravilloso cultivado por microjet; un tipo de ganado con vacas generosas que daban ríos de leche y toneladas de carne que no cumplió lo que se esperaba, pero al menos les dejó a los cubanos la única estatua que existe en el mundo a una vaca, la gloriosa Ubre Blanca, junto a un toro semental, ambiguamente llamado Rosa Fe, también venerado, que murió en acto de servicio y en los brazos amorosos de un mamporrero tras la milésima eyaculación revolucionaria.

¿Para qué seguir? La revolución cubana es algo así como la versión caribeña del Gabinete del Doctor Caligari o la consulta del Dr. Frankestein. La sociedad cubana es un laboratorio experimental colocado a la disposición de un tipo arbitrario y lleno de imaginación, colérico y autoritario, que lleva más de medio siglo buscando un truquito que catapulte a la fama y a la prosperidad la hacienda de su propiedad llamada Cuba. Ese personaje, Fidel, ha acaparado y se ha reservado absolutamente la capacidad de tomar iniciativas. Es él quien precisa cuáles son las necesidades y las resuelve. Es él, en exclusiva, quien descubre las oportunidades y se lanza a explotarlas.

Por eso, entre otras razones, ese régimen es un fracaso absoluto. Si le vamos a creer a los discípulos de Vilfredo Pareto —y hay razones para tomar en cuenta a este extraordinario economista italiano— el 20% de la sociedad tiene el ímpetu que se necesita para tirar del 80 restante. De esa quinta parte llena de energía surgen la mayoría de las iniciativas. Eso quiere decir que en un país como Cuba, Fidel Castro se ha apoderado de las facultades creativas de más de dos millones de personas y las ha condenado a la pasiva obediencia de sus caprichos más delirantes, lo que explica (en parte) la miseria y la desesperanza que imperan en esa pobre nación, de la que los jóvenes quieren escapar a bordo de cualquier cosa porque, dada la experiencia, son incapaces de creer que algún día conseguirán mejorar la calidad de sus vidas.

Raúl Castro no ignora nada de esto. Él sabe que los arrebatos de su hermano son responsables de una buena parte del fracaso económico del país, pero su autoridad no le alcanza para frenarlo. Lo ha obedecido ciegamente toda su vida y esos comportamientos se convierten en hábitos. En todo caso, Raúl es un déspota diferente. Administra el desastre, pero no lo provoca. Su intención es mantener el poder político a cualquier costo y quiere copiar el modelo vietnamita, aunque no se sabe muy bien qué es ese engendro. Me cuentan que Raúl despachó la historia de la Moringa con un comentario melancólico e impotente: “son cosas de Fidel”.

Artículo de Firmas Press
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