La ley confiscatoria de Petro deja a Colombia arrodillada

Daniel Raisbeck considera que el alza de impuestos propuesta por Gustavo Petro y José Antonio Ocampo es confiscatoria y busca cobrarle impuestos a los mismos de siempre --los asalariados y empresarios formales-- en lugar de buscar ampliar la base de contribuyentes.

Por Daniel Raisbeck

En Colombia, el término “reforma tributaria” se ha convertido en un vil eufemismo que, sin fallar, precede una nueva avalancha de impuestos confiscatorios. Pero la ley confiscatoria de Gustavo Petro y José Antonio Ocampo usurpa a tal grado los recursos del contribuyente que, si tuvieran un ápice de coherencia los saboteadores que destruyeron buena parte del país el año pasado a raíz de la reforma tributaria de Iván Duque, ya hubiéramos visto las guillotinas en uso en plena Plaza de Bolívar.

Sorprende, de hecho, que los revolucionarios que desataron los sangrientos desmanes del 2021 callen ante el alza de impuestos sobre alimentos que consumen desproporcionadamente los más pobres: las bebidas azucaradas y la llamada “comida chatarra”. Petro no admite que esta sea una manera expedita de expoliar el bolsillo del ciudadano de a pie, sino que asegura que “realmente es malo tomar gaseosas” porque “un gran porcentaje se enferma de diabetes”. El impuesto es indispensable, agrega su ministra de Salud, porque las bebidas azucaradas causan obesidad. Sin embargo, un pilar de la reciente campaña presidencial de Petro fue “la lucha contra el hambre”.

El mundo que habita Petro es extraño. Mientras busca los votos de los colombianos, éstos son seres famélicos e incapaces de alimentarse sin dádivas estatales de todo tipo. Pero, cuando llega al poder y quiere hacer tributar a sus votantes, se convierten éstos en insaciables gordinflones cuya gula sólo puede frenar un bloque robusto de impuestos pigouvianos.              

Pese a esta cruel andanada contra los pobres, la ley confiscatoria de Petro busca inmolar sobre todo a los usuales corderos: los asalariados y empresarios formales que ya pagan los muy elevados impuestos de renta. En vez de ampliar la base de contribuyentes, Petro y Ocampo mantienen el absurdo sistema tributario colombiano, donde una minoría ínfima de la ciudadanía –alrededor del 4 % versus 56 % en EE.UU.– paga los impuestos directos que conforman la mayor parte del recaudo. Al otro lado de esta monstruosa y tambaleante pirámide inversa de verdadera injusticia social están los números crecientes de compatriotas que, sin pagar impuestos directos, sí viven de ellos con progresiva comodidad.

Además, la ley confiscatoria de Petro y Ocampo, una versión perversa del Dúo dinámico que no lucha contra el crimen sino contra la prosperidad, recurre a métodos fracasados para castigar a los individuos y a las familias que han logrado ahorrar con algo de éxito. Como escribe en La República Juan David Velasco, el impuesto al patrimonio tendrá “un impacto marginal frente al recaudo total sobre el PIB”, como ha sido el caso desde que Álvaro Uribe introdujo dicho gravamen tan nefasto durante su primer gobierno. Peor aún, el impuesto al patrimonio es contraproducente ya que incentiva a los afectados a trasladarse a otras jurisdicciones que sí respetan los derechos de propiedad. Razón por la cual ocho de doce países europeos que tenían un impuesto al patrimonio en 1990 ya lo eliminaron, cayendo en la cuenta de que los colbertistas fracasan si se esfuman los gansos que deben desplumar.

Como si lo anterior fuera poco, la ley confiscatoria petrista, al pretender aniquilar al sector minero, envía el desafortunado mensaje de que ninguna inversión en esta industria estratégica es bienvenida en el país, inclusive en medio de un nuevo auge en el ciclo de las materias primas. El pequeño inconveniente es que, por más que el petrismo quiera negar la realidad, Colombia vive de la minería, tal como menciona Catalina Hoyos, también en La República

En la república imaginaria de la ministra de Minas, sin embargo, Colombia puede tener soberanía energética y, a la vez, depender del gas de Venezuela, ya que Petro decidió no otorgar nuevos contratos de exploración en el país. Más allá del olímpico sinsentido de entregar el suministro energético nacional a un régimen autoritario –al mismo que dejó a la otrora próspera Venezuela más pobre que Haití– está el hecho de que la caterva chavista ni siquiera ha sido capaz de suplir a su propio país con gas durante los últimos años, con especial escasez en el occidente venezolano. 

El probable desenlace de la política energética petrista sí es la dependencia, aunque no del gas de Venezuela, sino del de Texas, Oklahoma y demás estados de EE.UU. donde –a diferencia de Petro– jamás se les ocurriría prohibir el fracking. Entre otros beneficios como la energía barata y la soberanía energética, el fracking también le ha traído al país norteamericano la capacidad exportadora que, durante los últimos meses, ha suplido con gas natural licuado a los europeos que, en medio de su fanatismo ambientalista, decidieron no explotar sus propios recursos naturales para depender de Rusia. Las ansias de Petro por hacer algo muy similar en Colombia –y justamente ahora– revelan el peligroso grado de su propio delirio ambiental.   

El historiador inglés Malcolm Deas, quien conoce a Colombia como pocos, ha comparado ciertos aspectos del sistema político colombiano a aquel de Gran Bretaña, en especial la capacidad de las élites de incorporar a los elementos advenedizos y, de tal manera, evitar revoluciones violentas. La elección de Petro, sin embargo, sólo trae a la mente el famoso discurso shakespeareano de Juan de Gante: como la Inglaterra de Ricardo II, Colombia, al postrarse sin necesidad frente a un tirano en potencia, “ha realizado una vergonzosa conquista de sí misma”.