La hora de los monstruos
Carlos Alberto Montaner se pregunta "por qué no enterrar las democracias liberales si no han dado los frutos que de ellas se esperaban" y dice que "Muy sencillo: porque sabemos que, cuando se cumplen los principios, esas sociedades se desarrollan y funcionan envidiablemente".
Las preguntas son muy incómodas. ¿Por qué las sociedades eligen gobernantes antisistema que las conducen al despeñadero? ¿Por qué los venezolanos votaron a Hugo Chávez a fines de 1998, los griegos acaban de hacerlo con Alexis Tsipras y es posible que los españoles repitan esa forma de suicidio cívico dentro de unos meses dándole la mayoría de sus votos a Pablo Iglesias, un neocomunista simpatizante del chavismo, como lo calificó, muy orgulloso, Diosdado Cabello, presidente del Congreso en Venezuela y el poder tras el delirante trono de Nicolás Maduro, ese ornitólogo y médium, experto en la comunicación con los pájaros y los muertos?
La clave está en la fragilidad de las democracias liberales, un débil diseño institucional surgido a fines del siglo XVIII para ponerle fin al “antiguo régimen”. Una forma de gobierno basada en la combinación de libertades políticas y económica, que exige el inexorable cumplimiento de los principios en los que se sustenta y proclama para poder prevalecer. El consenso general define estos diez principios:
1. Todas las personas, y muy especialmente quienes participan del poder, tienen que colocarse bajo la autoridad de la ley y no puede existir impunidad para los violadores de las normas.
2. Es indispensable la transparencia total en los actos de gobierno y la rendición de cuentas periódicas y obligatorias.
3. La Constitución existe para proteger los derechos de los individuos, incluso y especialmente de la voluntad de las mayorías.
4. El Estado posee el monopolio de la violencia por libre delegación de la sociedad que regulará y vigilará el uso de esta delicada facultad por medio de quienes administran la justicia.
5. La justicia (y la solución de los conflictos) tiene que ser absolutamente independiente, razonablemente eficiente, rápida y ajustada a Derecho.
6. La actitud y el comportamiento de los funcionarios, tanto de los elegidos como de los contratados, deben estar teñidos por el espíritu de servicio público. Los funcionarios forman parte de la administración del Estado para servir a la sociedad dentro de las reglas. No están ahí para mandar, sino para obedecer a quienes les pagan sus salarios por medio de los impuestos.
7. El método de cooptación y reclutamiento en la esfera pública es la meritocracia y no la arbitrariedad partidista ni el clientelismo.
8. Las personas deben percibir que tienen una posibilidad razonable de “buscar la felicidad”, siempre y cuando actúen dentro de las reglas. No se define esa fórmula vaga porque la felicidad o el sentido del éxito personal varían notablemente.
9. Es vital que los individuos perciban que si estudian, trabajan, se esfuerzan y cumplen las reglas, sus formas de vida mejorarán paulatinamente. Nada concede más estabilidad a una sociedad que la esperanza en un futuro mejor.
10. Una democracia liberal no puede darles la espalda a los ciudadanos que padecen serias desventajas. La cohesión social aumenta cuando está presente la solidaridad.
Cuando uno o más de estos principios comienzan a ser ignorados y esa hipócrita transgresión coincide con una crisis económica severa, ante los ojos de muchas personas, poco a poco, se devalúa la forma de relación entre sociedad y Estado conocida como democracia liberal. Es en ese punto cuando proliferan los “indignados” y los antisistema.
Es el momento en que los electores, muchas veces desesperados, comienzan a corear insensateces (“¡que se vayan todos!”), o les entregan a los nuevos mandamases la facultad de decidir por ellos, como hicieron innumerables cubanos en los primeros años de la revolución gritando la consigna “si Fidel es comunista, que me pongan en la lista”.
La otra pregunta inevitable es por qué no enterrar las democracias liberales si no han dado los frutos que de ellas se esperaban. Muy sencillo: porque sabemos que, cuando se cumplen los principios, esas sociedades se desarrollan y funcionan envidiablemente. Es lo que sucede en los veinte países más prósperos y felices del planeta, a donde quieren emigrar los desgraciados de todas partes. Lo que se impone es la corrección del sistema, no su demolición.
También sabemos que los antisistema —comunistas, fascistas, neopopulistas, dictaduras militares de derecha— suelen agravar todos los problemas que supuestamente pretenden solucionar. Venezuela es un clarísimo ejemplo de lo que sucede cuando se le abre la puerta a esta fauna destructiva. España será otro brutal fracaso si el señor Iglesias llega a la casa de gobierno. Será la hora de los monstruos.