La democracia en déficit

Lorenzo Bernaldo de Quirós asevera que "El Estado hace demasiadas cosas y crea demasiadas expectativas, cuyo incumplimiento genera frustración. . . . Los ciudadanos se quejan de esta situación, pero este lamento no deja de ser hipócrita, porque ellos son los clientes del sistema".

Por Lorenzo Bernaldo de Quirós

Las democracias occidentales, sobre todo las europeas, asisten a la emergencia de una creciente contestación al sistema. Aunque el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo sigue siendo un ideal universal, su evolución presenta síntomas degenerativos estructurales, agudizados a raíz de la Gran Recesión. En buena medida, la regla de la mayoría se ha convertido en un instrumento para satisfacer los intereses de poderosos grupos de interés y de los partidos que compiten para lograr y/o conservar el poder ofreciendo una inflación de promesas. Esa es la principal razón de la desilusión de grandes sectores de la opinión respecto a la cosa pública; el resultado de un modelo aquejado de un exceso de oligarquía y de  populismo. El Estado hace demasiadas cosas y crea demasiadas expectativas, cuyo incumplimiento genera frustración.

Los ciudadanos se quejan de esta situación, pero este lamento no deja de ser hipócrita, porque ellos son los clientes del sistema. Eligen a sus gobernantes, soportan el entorno institucional que alimenta una determinada forma de hacer política y tienen la posibilidad de cambiar las cosas con sus votos. La clase dirigente no está formada por extraterrestres. Expresa los vicios y virtudes de la sociedad. Si la presión competitiva en el mercado político es baja y se asume que ello impide el cambio, la culpa es del pueblo soberano, depositario último del poder. Demanda cada vez más beneficios de la acción estatal y mira hacia otro lado cuando se habla de sus costes. Para él, como escribió Bastiat, “El Estado es la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza por vivir a costa de todo el mundo".

Esa dinámica expansiva de la acción estatal debilita la democracia porque se la asignan objetivos que no forman parte de su esencia, esto es, el procedimiento para sustituir los gobiernos sin derramamiento de sangre. Las democracias maduras se han transformado en gigantescas máquinas redistributivas, en las que sectores cada vez mayores de la población obtienen rentas directa o indirectamente del Estado. En este contexto, la presión para incrementar las funciones de los poderes públicos se dispara. Como los recursos son por definición escasos, la tendencia a un incremento de la oferta-demanda de mayor gasto público tiende a generar un endeudamiento crónico porque el Estado es incapaz de obtener los ingresos suficientes para financiarlo.  

Existen múltiples razones y una amplia literatura para explicar el aumento del Leviatán estatal, pero todas ellas están ligadas al proceso degenerativo experimentado por los sistemas democráticos. Sin límites efectivos al poder del Estado, éste tiende a satisfacer los deseos de los segmentos con más poder político, que no tienen por qué ser los de la mayoría, si no los aquellos colectivos con mayor capacidad y recursos para movilizarse y ejercer influencia para obtener o conservar las prebendas del gobierno. Son las élites extractivas o buscadores de rentas que tienen mayores incentivos para absorber la riqueza existente que para crearla. ¿Cómo es compatible este fenómeno con la regla de la mayoría?

Existe una coalición de facto entre los burócratas, los políticos y los votantes. Los primeros ofrecen gasto público, regulaciones y otro tipo de privilegios a cambio de votos. Los segundos les apoyan para obtenerlas. Ambos tienen incentivos para ofrecer y demandar más intervención estatal siempre y cuando los beneficios obtenidos de ella no sean superiores a su coste, esto es, los impuestos soportados por los contribuyentes. Incluso esta restricción es sorteable recurriendo al endeudamiento que, al menos durante un período de tiempo, permite crear el espejismo de que la “comida” es gratis.

Este modelo puede producir ganancias coyunturales o costes reducidos a las clases medias, esto es, al grueso de los votantes. Sin embargo, esto es ilusorio. Los costes del gasto público y de las regulaciones se distribuyen entre muchos mientras el grueso de sus beneficios se concentra en pocos. En consecuencia, éstos tienen potentes incentivos para promover la expansión del Estado. Para financiarla, exprimida la clase media, los gobiernos pretenden expoliar a los “ricos”, medida demagógica e ineficaz. Ese colectivo de contribuyentes es pequeño, los ingresos obtenibles de él son insuficientes para cubrir los desembolsos públicos, lo que conduce bien a permitir un aumento exponencial del endeudamiento del Estado y, en el extremo, su bancarrota bien a elevar los impuestos sobre el votante medio. En ese proceso, el crecimiento económico se debilita y con él la capacidad de obtener fondos para cubrir el trinomio gasto-déficit-deuda generados por el incremento del tamaño del sector público. La pescadilla se muerde la cola.

En un ejercicio de suprema generosidad intelectual, la pérdida de dinamismo económico provocada por el Leviatán estatal podría justificarse, no por quien escribe estas líneas, si ello sirviese para reducir las desigualdades. Sin embargo, la evidencia empírica muestra que el efecto de la “democracia redistributiva” sobre las disparidades de renta es inexistente o, al menos, marginal. El proceso político en las sociedades democráticas sí ha conducido a un aumento de la ratio impuestos/PIB, pero no a una disminución de la desigualdad que incluso han aumentado en el grueso de los países industrializados (Ver Acemoglu D, Naidu S., Restrepo P., Robinson, J.A., Democracy, "Democracy, Redistribution and Inequality", NBER, diciembre de 2013).

Las democracias maduras han creado sociedades de expectativas. Los ciudadanos se sienten titulares de derechos materiales cuya satisfacción está condicionada por los recursos disponibles y alguien ha de pagarlos. Esto es imposible sin un elevado crecimiento económico, lastrado porque los “protegidos del sistema” tienen muchos más incentivos para impulsar políticas de reparto que de creación de riqueza. Es más rentable y requiere menos esfuerzo capturar el aparato estatal que asumir los riesgos de operar en un mercado abierto y competitivo. ¿Qué decir de España?

Los españoles tienen virtudes capaces de florecer en un entorno adecuado pero también manifiestan una perniciosa propensión a la envidia igualitaria. Aunque es evidente que la extensión de la libertad económica ha sido el factor determinante del aumento del bienestar material registrado por España en los últimos treinta años, ese ha sido el efecto no intencionado de la necesidad de afrontar situaciones extremas. Se han realizado ajustes en el modelo corporativo-estatista cuando su posición financiera era insostenible, pero no se han realizado los cambios necesarios para desmantelar el esquema de incentivos que impulsa la progresión del gasto público y de los impuestos,  es decir, de los fundamentos económico-institucionales de una sociedad que, a pesar de la crisis, todavía deposita en el maná estatal sus esperanzas para conservar y aumentar su nivel de vida.