La constitución europea: Resucitando
Por Pedro Schwartz
Después de su rechazo en referéndum por los votantes de Francia y Países Bajos, el proyecto de Tratado para una Constitución Europea parecía haber muerto. Pero las elites que nos gobiernan no cesan en su cacofonía. Nada más formar su Gobierno de coalición, la cancillera alemana Angela Merkel declaró que era uno de los objetivos de su Gobierno de coalición el sacar la Constitución del punto muerto en el que se encontraba. Hace poco, el presidente Zapatero convocó en Madrid una reunión de representantes de los países que habían refrendado el proyecto de Tratado, para continuar por el camino de una integración cada vez más profunda de Estados y ciudadanos europeos. El presidente Barroso de la Comisión Europea se preocupa porque sobre la base de los tratados existentes, dice, la Comisión no puede funcionar, aunque en realidad es la “ponderosa” de siempre, por darle un nombre antiguo y televisivo. Los checos y los polacos ponen cara de “no” y los británicos callan pero no otorgan. Ahora los dos candidatos principales en Francia lanzan ideas contradictorias: la hermosa Ségolène habla de confeccionar un texto más “social” que sirva para resistir los efectos de la globalización; el napoleónico Sarkozy preferiría un “mini-tratado” que se pudiera presentar al Parlamento francés, evitando otro referéndum. Todo son movimientos espásticos en los miembros del monstruo ensamblado bajo la inspiración del doctor Giscard d’Estaign.
Tanto desacuerdo no casa bien con el deseo de una nación tras otra de formar parte de la Unión Europea, especialmente las que pertenecieron al antiguo imperio soviético y se encuentran demasiado cerca de Rusia o de los fundamentalistas islámicos para dormir con tranquilidad. Algo bueno habrá en esta Unión, para que tenga tanto atractivo. Quizá sería aconsejable seguir el camino trazado en el momento de la fundación del Mercado Común en el Tratado de Roma y profundizar en las cuatro libertades de movimiento de mercancías, personas, capitales y servicios, aún tan lejos de realizarse del todo. El buscar más complicaciones puede acabar incluso en la marcha o expulsión de algún miembro importante. ¿Quedaríamos los europeos más demócratas y liberales muy tranquilos si el Reino Unido acabase marchándose? ¿Europa sin la “madre de los Parlamentos”? ¿El mercado único sin los inventores del libre comercio?
Las ventajas de la UE nacen sobre todo de la colaboración espontánea entre individuos, gracias al creciente grado de libertad de comercio en el interior de la zona. Tal libertad fomenta la competencia, que es una forma de cooperación social conducente a una mayor riqueza. En efecto, el aumento de la extensión del mercado a disposición de consumidores y productores hace crecer el bienestar personal y la eficiencia productiva. También es positiva la colaboración en otros campos, especialmente los de justicia y seguridad. Aunque la defensa militar no está unificada, otros tratados como la OTAN ofrecen a los miembros una tranquilidad especialmente apreciada en el Este de la Unión.
Sin embargo, son muchos los euro-entusiastas insatisfechos con la organización europea, tan desordenada, indefinida y burocratizada. Por eso se propuso una “Constitución” que aclara las líneas de responsabilidad y centralice las decisiones, para que la UE se fuera pareciendo cada vez más a unos Estados Unidos de Europa. El intento consistió en imponer una nueva organización uniforme para todos los Estados miembro, sin ver que las diferencias y resistencias locales hacían poco probable una aprobación unánime. Es de elogiar el que se buscara la unanimidad para lo que era una reforma constitucional, aunque fuera para reducir drásticamente el campo de la unanimidad en el futuro. Visto el fracaso del referéndum, la idea más extendida ahora entre los euro-entusiastas es establecer un círculo más íntimo de naciones que están dispuestas a fundirse en más estrechos abrazos y un círculo exterior más desintegrado. Parece difícil que lo lleven a cabo, entre otras cosas porque no estarían dispuestas las naciones del círculo íntimo a que las otras compitieran en impuestos, leyes laborales menos rígidas y sistemas educativos propios.
El problema estriba en que la UE sufre dos tipos de tensiones: una, la mayor o menor inclinación al mercado libre; otra, el mayor o menor disgusto ante la centralización administrativa. Tales tensiones no afectan a las naciones en bloque, sino variadamente según las actividades de que se trata. Los Estados que no forman parte de los acuerdos de Schengen no coinciden con los que prefieren más libertad laboral; los que tienen impuestos más bajos a lo mejor están empeñados en defender su neutralidad. En vista de ello, creo que convendría que los europeos exploráramos la vía de la variedad institucional, en el marco de una mayor competencia económica y fiscal.
Hay tanto que hacer para completar el diseño original del Tratado de Roma que parece innecesario imponer una Constitución centralizadora a todos los Estados, sean cualesquiera las preferencias de sus ciudadanos. Si un Estado quiere aceptar los servicios originados en otro sobre la base de la ley del país de origen, ¿por qué esperar a que lo hagan todos a la vez? Sería tan absurdo como prohibir que una compañía española como Ferrovial gestionara los aeropuertos de Londres mientras los extranjeros no pudieran comprar AENA, la gestora pública de los aeropuertos españoles.
Artículo de la Agencia Interamericana de Prensa Económica (AIPE)
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