La concepción estadounidense de los derechos naturales

Roger Pilon y Aaron Rhodes consideran que hay mejores probabilidades de defender el orden liberal clásico desde la razón humana, que es algo que todos tenemos en común, que desde algo que difiere mucho entre todos: las creencias religiosas.

Por Roger Pilon y Aaron Rhodes

Los lectores del National Review puede que se hayan sorprendido a principios de este mes cuando aprendieron que “todo el edificio ideológico del liberalismo clásico ha sido construido exclusivamente con capital prestado de la Iglesia Cristiana” —más aún, que los Padres Fundadores de EE.UU. “trataron de escarbar una visión de derechos humanos que eludió la necesidad de compromisos metafísicos o teológicos”, nada menos, “pero que estaban destinados a fracasar”. Aún así tales fueron las afirmaciones realizadas por Cameron Hilditch, el académico William F. Buckley de Periodismo Político del National Review Institute, en un ensayo titulado “La mala concepción estadounidense de los derechos naturales”. Uno se imagina que el mismo William estuviera sorprendido. 

Solo para aclarar, Hilditch, quien proviene de Belfast, en Irlanda del Norte, y quien recientemente se graduó de Magdalen College en Oxford, no se opone a nuestra separación de iglesia y estado. De hecho, él denomina la eliminación del reconocimiento oficial de la religión en EE.UU. “una victoria gloriosa para los llamados de la conciencia”. Pero su ensayo argumentando que el Cristianismo es la base exclusiva de todo el orden liberal clásico —el “capital prestado” de los Padres Fundadores, escribe él, vino “de los abogados del canon católico de la Edad Media”— es seriamente exagerado y, al final, expuesto de manera errónea. 

Lo que provoca que Hilditch tome esta excursión hacia los orígenes de nuestro orden político es la publicación el mes pasado del muy anticipado “Reporte sobre la Comisión de Derechos Inalienables”, ordenado hace un año por el Secretario de Estado Mike Pompeo para proveerle a él “un pensamiento nuevo acerca de los derechos humanos” y para proponer “reformas al discurso de derechos humanos allí donde se ha apartado de los principios fundadores de nuestra nación del derecho natural y los derechos naturales”. Desde su publicación, varias organizaciones de derechos humanos con tendencia de izquierda han atacado al reporte, temiendo que este amenaza no solo los derechos de las mujeres y de las minorías LGBTQ sino el mismo firmamento de los derechos humanos internacionales. Aún así el reporte no promueve tal cosa. Lo que sí hace, sin embargo, como delineamos en un artículo breve publicado justo después la publicación del reporte, es colocar los derechos modernos sociales y económicos a la par con nuestros derechos inalienables a la libertad, permitiendo así que brutales regímenes autoritarios se jacten de su respaldo a dichos derechos incluso cuando reprimen la libertad de sus ciudadanos —y peor aún, de envolverse en el manto de los “derechos humanos” desde sus asientos en los consejos de las Naciones Unidas que fueron creados para exponer a dichos tiranos. 

Desafortunadamente, en su largo ensayo, Hilditch dice relativamente poco acerca del intento de la Comisión de encontrar “una síntesis funcional” entre esos dos tipos muy distintos de derechos. En cambio, él trata al reporte como un punto de partida para su agenda más amplia. Por lo tanto, lo encuentra “lleno de errores respecto de la naturaleza y el fundamento de los derechos naturales”,

“los mismos errores que cometieron los Padres Fundadores de este país y que persisten en las mentes de muchos estadounidenses hasta el día de hoy. La tradición estadounidense de los derechos naturales rara vez ha sido expuesta de una manera histórica o intelectualmente defendible, lo cual es una gran vergüenza, porque todas sus intuiciones acerca de las libertades sagradas e inviolables del hombre están totalmente correctas. La verdad es que Washington, Jefferson, y Madison fueron mucho más capaces de construir un edificio constitucional grandioso y glorioso de la República Americana que lo que fueron de explicarlo histórica o filosóficamente, o de explicarlo de manera adecuada a partir de sus primeros principios. El reporte del Departamento de Estado falla, de manera predecible, en todos los obstáculos que fracasaron los Padres Fundadores. Pero si provee una oportunidad, desde hace mucho requerida, para que los estadounidenses comprendan de dónde vienen realmente sus derechos”. 

Aprovechando esa oportunidad, Hilditch procede a instruirnos, primero desmontando el proyecto liberal-clásico, luego re-ubicando sus conclusiones sobre los fundamentos cristianos. Pero nótese un problema desde ya en esa última oración: la ambigüedad en la locución “de dónde vienen nuestros derechos”. ¿Está Hilditch presentando una pregunta histórica o teórica (esto es, busca una justificación o una prescripción)? Es cierto que va y viene entre dos fundamentos para las afirmaciones de los Padres Fundadores, pero al final su argumento es esencialmente el historicista. Por lo tanto, él no salta inmediatamente a la respuesta de que nuestros derechos inalienables “vienen” de Dios, como lo hizo el Secretario Pompeo, comprensiblemente, cuando publicó el reporte el mes pasado en el Centro Nacional para la Constitución en Filadelfia. Esa respuesta hace eco de la invocación de Jefferson de “nuestro Creador” en la Declaración de Independencia, por supuesto, una noción vaga de que los distintos tipos de creyentes podrían aceptar de manera acrítica. Claramente, sin embargo, el problema de la justificación con esa repuesta es epistemológico, dado que las “verdades auto-evidentes” que conciernen nuestros derechos son por lo tanto abandonadas a basarse en una creencia religiosa, lo cual cuenta poco entre los no-creyentes. Si Hilditch está construyendo un argumento moral a favor de nuestros derechos, lo cual nuevamente no queda claro, ese podría ser su argumento justificativo en última instancia. 

Él empieza su caso de deconstrucción citando el reporte de la Comisión: “El liberalismo clásico pone por delante y en el centro de la política la premisa moral de que los seres humanos son por naturaleza libres e iguales, lo cual fortaleció la convicción política de que el gobierno legítimo se deriva del consentimiento de los gobernados”. Eso de hecho es cómo los Padres Fundadores trataron la cuestión, dentro de la tradición justificativa del estado de la naturaleza. Como la Declaración deja claro, el orden moral, definido por nuestros derechos naturales, prima. El orden político y legal, dirigido a asegurar esos derechos está en segundo lugar y se deriva consistentemente del lógicamente anterior orden moral. Pero el problema ahí y en el pensamiento político de los Padres Fundadores, dice Hilditch, es con la palabra “naturaleza”. “¿Cómo sabemos qué derechos son ‘naturales’ a los seres humanos?” Además, cómo pueden decirse que nuestros derechos son “auto-evidentes” cuando hay tanto desacuerdo acerca de su naturaleza y envergadura? “Jefferson estaba equivocado”, acusa Hilditch. “La idea de que el derecho de los seres humanos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad es ‘auto-evidente’ para el intelecto racional sin ayuda”, concluye él, “es un sinsentido total y sin adulteración”; haciendo eco de esta manera del infame Jeremy Bentham: “Los derechos naturales son un sinsentido simple: los derechos naturales e imprescriptibles, un sinsentido retórico —un sinsentido en estancos”. Parece que no se le ha ocurrido a Hilditch que mientras que los derechos de hecho son descubiertos a través del razonamiento humano, no todos los humanos razonan bien, si es que lo hacen del todo, motivo por el cual encontramos desacuerdos, una cuestión que James Madison abordó en el Federalista No. 51. 

Pero el sinsentido continúa hoy, lamenta Hilditch, como en el reciente tomo de George Will, The Conservative Sensibility, donde Will escribe que “los derechos son naturales en el sentido de que son descubiertos por algo que es natural: la razón”, ayudada de la “observación empírica”. Hilditch elabora: “En otras palabras, la luz de la razón humana debería ser capaz de observar lo que es consistentemente cierto acerca de los seres humanos a través del espacio y el tiempo y luego inferir de estos datos qué derechos son ‘naturales’ o adecuados para tal criatura”, todo lo que él considera “muy tonto”.

Con ese bosquejo delante suyo de “cuán retrógrada es la ingenuidad de los Padres Fundadores acerca de esta cuestión” —por no decir nada acerca de la Comisión y de Will— Hilditch desata su crítica:

“El hecho terco es que los derechos comúnmente referidos como ‘derechos naturales’ o ‘derechos humanos’ por las personas en las democracias liberales occidentales no han sido pensados como tales por la mayoría de los seres humanos durante gran parte del tiempo y en la mayoría de lugares a través de la historia mundial. Esto significa que no pueden ser pensados como unos que pueden ser naturalmente percibidos en nuestra naturaleza de la misma manera que el lenguaje o el apetito por los alimentos, porque solo ciertas comunidades, naciones, y civilizaciones muestran cualquier tipo de adhesión a ellos. Los derechos humanos son, consecuentemente, radicalmente dependientes de los términos históricos”. 

“Debido a que los derechos humanos contienen una variedad tan abrumadora de deseos, impulsos, intuiciones, y hábitos contradictorios”, continúa Hilditch, “es posible inferir casi cualquier cosa que uno desee de nuestra naturaleza”. Los humanos muestran un gran rango de comportamientos, señala él, desde los nobles hasta los deplorables, y todos estos son “naturales”. “Nuestra naturaleza aporta un rango caleidoscópico de hechos acerca de nosotros mismos y del mundo que nos rodea; todos accesibles por la razón y ninguno obviamente más normativo de nuestras instituciones políticas que cualquier otro”. 

Si la crítica del proyecto liberal clásico de Hilditch y de la visión estadounidense en particular no está cocinada en el relativismo moral, está por lo menos basada en un empirismo ingenuo. Considere su afirmación, por ejemplo, de que porque “la mayoría de los seres humanos durante gran parte del tiempo y en la mayoría de lugares a través de la historia mundial” no han pensado acerca de los derechos naturales como nosotros lo hacemos, “esto significa que [los derechos] no pueden ser pensados como ‘naturalmente percibidos’ en nuestra naturaleza de la misma manera que el lenguaje o el apetito por los alimentos”. Ningún filósofo serio trataría de descubrir la naturaleza, el fundamento, y la envergadura de nuestros derechos de esa manera. Uno preguntaría en cambio qué son los derechos, cómo difieren analíticamente, lingüísticamente, y operacionalmente de otras nociones morales, si es que existen derechos, qué significa decir que existen, cuáles son las condiciones de veracidad para tales afirmaciones, cómo uno las demuestra, y, desde las respuestas hasta dichas preguntas, qué derechos tenemos y no tenemos. En breve, uno razonaría.

Pero incluso las implicaciones que Hilditch deriva de su empiricismo de salón son defectuosos. Ciertamente, es fácil establecer un derecho y por lo tanto encontrar un desacuerdo acerca de qué derechos tenemos; y los derechos pueden ser fácilmente creados, retirados, o ignorados a través de la fuerza política, legal o bruta, como el mundo lo deja claramente establecido. Pero esa evidencia empírica es irrelevante para la cuestión de si tenemos derechos naturales o morales: nuevamente, uno no va por ahí abordando esa pregunta comparando las condiciones alrededor del mundo. Incluso si lo hiciéramos, nosotros no podríamos, mediante la extrapolación (un razonamiento de ese tipo), alcanzar dos conclusiones distintas. Primero, a pesar de la “serie de hechos caleidoscópicos”, sin importar qué tan variados sean los arreglos culturales y políticos de una sociedad, ciertos “derechos” fundamentales serían evidentes, incluso si no fuesen llamados derechos e incluso si estuviesen severamente limitados, derechos sin los cuales la sociedad simplemente no funcionaría: alguna forma de propiedad, contratos, arreglos familiares, compensación por los daños causados, y el debido proceso. La variedad de tales arreglos, que se admite como evidencia de todas maneras, son “fundamentos” que se encuentran en todas partes, y son los bloques para construir una teoría general de derechos

Segundo, incluso en las sociedades altamente represivas —incluso en Corea del Norte, la sociedad más cerrada y represiva que uno pueda imaginar— la gente trata de escapar porque saben que las cosas no están bien ahí: saben que tienen derechos, derechos naturales. Aquellos que dudan de la universalidad de los derechos humanos básicos solo necesitan preguntarles a las víctimas privadas de ellos. Pregúntele a un ciudadano chino a punto de ser disparado arbitrariamente luego de un juicio injusto; pregúntele a la víctima de tortura si este no es un destino universalmente inmerecido. Pero incluso en las sociedades libres, los ejemplos más sencillos nos dicen que los derechos son inherentes, dado que cuando alguien interfiere con nosotros, la respuesta “natural” es protestar, incluso de manera tácita, para demandar una justificación, para afirmar que no hay derecho a interferir, y por lo tanto, mediante una implicación, a reclamar el derecho a ser libre de interferencia. Si, en el mundo, como dice Hilditch, los derechos humanos pueden ser “radicalmente dependientes en los términos históricos”. En la naturaleza humana no son dependientes. Están en nuestro ADN. 

El historicismo de Hilditch, dirigido a desmontar el argumento tradicional y basado en la razón a favor de la naturaleza humana y los derechos naturales y a mostrar en cambio que “todo” el edificio ideológico del liberalismo clásico se basa “exclusivamente” en fundamentos cristianos, lo ha llevado, irónicamente, a enfocarse en sociedades no-Occidentales en lugar de enfocarse en los individuos en esas sociedades. Por lo tanto, al no lograr darse cuenta de las exigencias muchas veces tácitas e imperfectas de derechos de esos individuos, tan reprimidos como pueden estar por sus regímenes sociales o políticos, él menosprecia la misma cosa que explica, argumentará él, nuestro respeto Occidental por los derechos: el individuo. Nos volcamos ahora brevemente, entonces, a su argumento afirmativo. 

Hilditch se nutre de manera importante del libro Inventing the Individual: The Origins of Western Liberalism (2014) de Larry Siedentop, el cual trata a al Cristianismo como “la cuna de la tradición de los derechos en Occidente”. Como él señala, Siedentop disputa la afirmación de que la idea de los Padres Fundadores de que la naturaleza humana “es algo ‘obvio’ o ‘inevitable’, algo garantizado por cosas fuera de nosotros en lugar de serlo por convicciones y batallas históricas”. Precisamente lo que Siedentop quiere decir ahí no queda claro. Él parece estar poniendo la justificación anglosajona del liberalismo, basada en “las cosas fuera de nosotros” (la razón universal, aparentemente), en contra de la explicación continental de los orígenes del liberalismo en una historia de “convicciones y batallas”, orígenes que mejor “garantizan” ese resultado, afirma, que la razón pura. Si eso es lo que quiere decir, ese punto final es difícilmente auto-evidente; dado que la razón, constante y universal, cuando es adecuadamente institucionalizada, es ciertamente una mejor garantía de la libertad que la historia, la cual por sí sola no solo que no la justifica sino que muchas veces es llevada en direcciones que no pueden ser justificadas. Aquí nuevamente, vemos la explicación tratada como una justificación. No obstante, la historia es el principal enfoque de Hilditch. Por lo tanto, el prosigue a rastrear cómo la historia ha evolucionado en la dirección de la igualdad individual al contrastar la concepción antigua griega de la igualdad natural, un mundo jerárquico con “cada cosa en su lugar”, con “el énfasis político moderno sobre las muchas maneras en que los individuos son iguales entre sí”. Reviviendo su crítica anterior de lo “natural”, él pregunta por qué los anteriores deberían ser considerado menos “naturales” que los posteriores. Cuando se trata de la política, él argumenta que el verdadero cambio civilizatorio “no empezó, según Siedentop, con las maquinaciones aisladas de la razón sin ayuda, sino con la llegada de la Cristianismo paulino”. 

Sin duda, el auge del Cristianismo fue un factor en la evolución del pensamiento europeo acerca de lo que hemos llegado a denominar la condición humana, ampliamente entendida. Pero difícilmente fue el único factor, ni mucho menos el fundamento “exclusivo” de “todo el edificio ideológico”, como dice Hilditch. De hecho, mucho antes del nacimiento de Cristo, luego del declive de las ciudades-estado griegas en las cuales la ética era una función de la política, encontramos a los estoicos invocando nuestra capacidad de razonar como un fundamento de la igualdad humana y de la universalidad moral, las ideas encontraron su camino a través de los estoicos romanos tales como Seneca el Joven hasta jus gentium, descrita después por el jurista romano Gaius en los Institutes como “aquella ley que la razón natural estableció entre toda la humanidad”. El Antiguo Testamento también tiene una concepción clara del individuo, de nuestros deber con los demás, y por lo tanto, con los derechos de otros. 

Pero fue la muy posterior evolución de 500 años del derecho consuetudinario inglés, especialmente después de que John Locke lo moldeara de nuevo en 1690 como la teoría de los derechos naturales, que más directamente influyó en los Padres Fundadores que los desarrollos continentales que habían concluido, según el recuento de Siedentop y Hilditch, junto con “los abogados del canon católico de la Edad Media”. El Cristianismo sin duda fue el trasfondo conforme se desarrolló el derecho consuetudinario. Pero los orígenes de la ley se rastrean al siglo doce cuando Henry II estableció un sistema de circuitos de cortes y una corte central de apelaciones para escuchar quejas presentadas por un sujeto en contra de otro y, más adelante, en contra de la Corona, todo en nombre de los derechos del sujeto, reflejados en su propiedad y contrato. Consultando la razón, las costumbres y muchas veces lo que ellos sabían acerca del derecho romano, los jueces “descubrieron” los derechos conforme decidían los casos que les eran presentados, conformando a través del tiempo un cuerpo de derecho positivo —derechos y obligaciones en derecho consuetudinario. No obstante, es importante ver que fue su carácter como estaba razonado en las decisiones el que marcó estos fallos no solo simplemente como positivos sino también como la ley superior o natural, teniendo esta un carácter universal. Como el destacado historiador legal Edward S. Corwin dijo en su clásico ensayo de Harvard Law Review acerca de “El trasfondo de la ‘ley superior’ del derecho constitucional estadounidense”, “la noción de que el derecho consuetudinario personificaba la razón correcta derivando del siglo 14 su principal demanda de ser considerada como la ley superior”.

No hay mención alguna de esta ley en el recuento de Hilditch. En cambio, nuestra atención es dirigida lejos de “la razón sin ayuda” y hacia el derecho canónigo medieval como si fuese la fuente exclusiva de nuestras libertades. Esta es una gran exageración. Además, una afirmación errónea, dado que fue a través de la razón, con altos y bajos sin duda, que los abogados canónigos redujeron el dogma cristiano a principio político —principio que otros también descubrieron muy distanciados del dogma cristiano. Aún así para Hilditch, las intuiciones morales que sirven de fundamento para nuestros derechos inalienables no son naturales, “comprendidos con la razón desnuda, sino artefactos culturales legados a nosotros a lo largo de 2.000 años de historia cristiana”.

Hacia el final de su ensayo, Hilditch vuelve al reporte de la Comisión sobre Derechos Inalienables del Departamento de Estado de EE.UU., el cual lamenta, señala él, “el hecho de que ‘los principios nucleares sobre los cuales prácticamente todas las naciones alguna vez estuvieron de acuerdo ahora están siendo amenazados por una visión rival según la cual’ los derechos del individuo están siendo ‘radicalmente subordinados en el nombre del desarrollo u otros objetivos sociales y económicos”. Hilditch luego sostiene que “estas quejas tienen sentido cuando uno entiende que la comprensión Occidental de los derechos humanos se basa en una idea particular e históricamente contingente acerca de lo que significa ser humano: aquella de la religión cristiana. No hay evidencia de que esta particular noción de los derechos sobrevivirá la fe que la parió”. 

Vemos allí, finalmente, lo que anima a Hilditch —y lo que provocó su ensayo. Por lo tanto, comprensiblemente, concluye que lo que él ve como nuestro “capital prestado” de la Edad Media:

“está menguando y ahora se ha casi acabado. Nuestra herencia de derechos humanos fue construida para reflejar sobre el hecho de que somos imágenes vivientes de un particular criminal cruficicado de Galilea, quien proclamó que todos y cada uno de nosotros somos más de lo que el César nos consideraría. Si deseamos gozar de los derechos que hemos heredado de esta tradición durante los próximos años, décadas y siglos, entonces ya no podemos evitar discutir en público la naturaleza inextricable de las ideas religiosas y políticas. Una civilización solo puede evitar esta discusión por demasiado tiempo antes de que empiece a marchitarse en la viña. Para EE.UU., hace mucho que debimos hacerlo”.

La preocupación de Hilditch no carece de fundamento, dado que en Occidente, desde hace algún tiempo, no es solo la religión sino la razón la que ha estado en declive. Pero si nuestros derechos inalienables son simplemente “artefactos culturales”, de hecho estamos en problemas. Creemos que nuestras probabilidades son mucho mejores si defendemos estos derechos apelando a la razón, que es algo que todos tenemos en común, como lo hicieron los Padres Fundadores. 

Este ensayo fue publicado originalmente en National Review (EE.UU.) el 24 de agosto de 2020.