La brecha cultural

Por Brink Lindsey

Si nos deshacemos del camuflaje estadístico que rodea al problema de la desigualdad económica, encontraremos un problema que genuinamente merece la atención pública.

En los últimos 25 años el rendimiento del capital humano ha incrementado significativamente. O puesto de otra forma, el costo de oportunidad de no llegar a desarrollar el capital humano es ahora mucho más alto que lo que solía ser. La prima salarial asociada con un título universitario ha aumentado en alrededor de 70% en años recientes, comparado con un 30% en 1980; la prima de un título de post-grado se ha disparado a mas de 100% partiendo de un 50%. Mientras tanto, abandonar el bachillerato en la actualidad lo único que garantiza es el fracaso socioeconómico.

En parte, este desarrollo es motivo de celebración. La creciente demanda por destrezas analíticas y habilidades interpersonales han conducido al cambio y ciertamente es una buena noticia que las señales económicas estén promoviendo el desarrollo del talento humano. Pero —y este es el tema de preocupación— la oferta de personas calificadas está respondiendo perezosamente a la creciente demanda.

A pesar de los fuertes incentivos, el porcentaje de personas con títulos universitarios ha estado creciendo sólo a ritmos modestos. Entre 1995 y el 2005, la proporción de hombres con títulos universitarios solamente aumentó a 29% de un 26%. Y el número de personas que han abandonado sus estudios secundarios ha permanecido tercamente alto: el porcentaje de niños con 17 años de edad y diplomas otorgados se ha mantenido cerca de un 70% por tres décadas.

Claramente algo está entorpeciendo la efectividad de los mecanismos del mercado. Y ese algo es la cultura.

Antes de explicar lo que quiero decir, volvamos al camuflaje de las estadísticas y clarifiquemos lo que no es preocupante sobre las estadísticas de desigualdad. Para aquellos que pasan factura con estos números, el aumento en la desigualdad medida desde los setentas es prueba de que la nueva, más competitiva, y más comercial economía de las recientes décadas (y la cual sucede que tiene una menor carga impositiva y es menos sindicalizada) de alguna forma ha fallado en proveer prosperidad generalizada. De acuerdo con los pesimistas de izquierda, solo una pequeña “oligarquía” se está beneficiando del actual sistema.

Tonterías. Este argumento puede deshacerse con un simple experimento de reflexión. Primero, imagínese la calidad de vida material que pudiera haberse proporcionado en 1979 con un ingreso promedio por familia de US$16.461. Ahora imagínese la selección de bienes y servicios que puede adquirir en el 2004 con el ingreso promedio de US$44.389. ¿Cuál es mejor?

Solo los ideólogos de mente cerrada no consiguen ver la dramática expansión de comodidades, conveniencias y oportunidades que las familias contemporáneas disfrutan.

Gran parte del incremento en la desigualdad medida no tiene nada que ver con el sistema económico en lo absoluto. Más bien es producto de cambios demográficos. El creciente número de hogares de padres solteros y de parejas ricas en las que ambos están asalariados han extendido la distribución del ingreso, y por igual lo han hecho el gran flujo de inmigrantes hispanos. Mientras tanto, en un reporte publicado el 2006 en el American Economic Review, el economista Thomas Lemieux calculó que aproximadamente tres cuartos del incremento en la desigualdad del ingreso entre los trabajadores con habilidades similares se debe al hecho de que la población es mas vieja y mejor educada hoy en día que lo que era en los setentas.

Es cierto que las superestrellas de los deportes, de entretenimiento y de los negocios ahora ganan cifras astronómicas. Pero, ¿qué quiere decir esto para nosotros? Si la izquierda igualitaria se ha reducido a quejarse de que las personas en el percentil 99 de ingreso en cualquier año (y que no son las mismas personas año tras año) están dejando atrás a aquellos en el percentil 90, realmente hemos llegado al mas absurdo callejón intelectual sin salida .

Esto nos trae de vuelta al problema real: la brecha del capital humano y la brecha cultural que impide su cierre. El más obvio y desgarrador déficit cultural es aquel que se produce y se perpetúa en la clase baja de los barrios urbanos. Considere este alarmante dato: mientras que el índice de pobreza a nivel nacional es de 13%, sólo un 3% de los adultos con trabajo a tiempo completo todo el año viven debajo del nivel de pobreza. De esta manera, la pobreza en Estados Unidos hoy en día se debe en gran parte a la incapacidad de tener o mantener un empleo, cualquier empleo.

El problema no es la falta de oportunidades. Si lo fuera, este país no sería un magneto de inmigrantes ilegales. El problema es la falta de auto-disciplina elemental: ser incapaz de mantenerse en la escuela, ser incapaz se cumplir las leyes, ser incapaz de casarse o permanecerlo con el padre o la madre de sus hijos. La prevalencia de estas patologías se refleja en una cultura disfuncional que no logra invertir en el capital humano.

Otros déficits menos perspicaces distinguen la cultura de la clase trabajadora de aquella de la clase media y alta. De acuerdo con la socióloga Annette Lareau, los padres de la clase trabajadora continúan con la tradicional filosofía de laissez-faire que ella llama “la hazaña del crecimiento natural”. Pero en la escala socioeconómica más alta, los padres ahora se dedican a lo que ella se refiere como “cultivación coordinada” —supervisando intensivamente el trabajo escolar de sus niños y llenando sus horas libres y fines de semanas con programas de enriquecimiento extracurriculares.

Este nuevo tipo de familia es usualmente agitada y estresante, pero inculca en sus hijos las habilidades intelectuales, organizacionales y de socialización que se necesitan para prosperar en la economía basada en conocimientos de hoy en día.

Considere estos datos del Nacional Education Longitudinal Study, un minucioso estudio de desempeño educativo. Entre los estudiantes que obtuvieron altas notas en matemáticas de octavo grado (y que por lo tanto demostraron ser promesas académicas), 74% de los niños en el cuartil superior de estatus socioeconómico (medido como un conjunto de la educación de los padres, sus profesiones y el ingreso familiar) eventualmente obtuvieron un título universitario. Por otro lado, la tasa de graduados universitarios bajó a un 47% para los niños de los dos cuartiles del medio, y a 29% para aquellos en el último cuartil. Quizás tener una ayuda financiera más generosa pueda afectar estos números marginalmente, pero la esencia de estas grandes brechas son las diferencias en los valores, habilidades y hábitos que le son enseñados en la casa.

Contrario a las advertencias de la izquierda alarmista, el incremento en la desigualdad económica no quiere decir que el sistema económico no esté funcionando adecuadamente. Al contrario, el sistema está ofreciendo más oportunidades para vidas cómodas y exigentes que lo que nuestra cultura nos permite aprovechar. Lejos de estar funcionando por debajo de nuestra capacidad, nuestra capacidad productiva se le ha adelantado a nuestra capacidad cultural.

Desgraciadamente, no hay forma sencilla de disminuir la brecha cultural. Pero las instituciones públicas responsables de influir directamente en el desarrollo del capital humano son las escuelas del país, e indudablemente en muchos casos parecen no estar cumpliendo con sus responsabilidades adecuadamente. Aquellos interesados en reducir significativamente la desigualdad económica deberían de enfocarse en la reforma educacional. Olvídense de crear nuevas capas de burocracia y de control descendente. Las mejoras reales vendrán de desafiar el casi moribundo monopolio estatal de las escuelas con más competencia.

Este artículo fue publicado en el Wall Street Journal el 9 de Julio de 2007.