La arrogancia socialdemócrata
Luis Alfonso Orellana Herrera dice que a pesar de casi dos décadas de destrucción bajo un régimen socialista y militarista, los líderes de la socialdemocracia continúan apoyando las mismas políticas estatistas que ya se han ensayado en Venezuela.
Luego de casi dos décadas de destrucción socialista y militarista en Venezuela, cuando en 1999 asumió el cargo de presidente el golpista Hugo Chávez, cabría esperar que tanto las personas en general, sobre todo las de mayor edad y experiencia política, hubiesen extraído alguna enseñanza, lección o aprendizaje de este amargo período, contrario a toda idea de civilización en nuestro tiempo.
Que luego de estar la mayor parte de nuestra historia “republicana” sujetos al militarismo, al socialismo democrático —durante el período 1959-1998— y finalmente al militarismo neocomunista de Hugo Chávez, pero nunca al liberalismo, las personas dedicadas o interesadas en la política tuvieran al menos un mayor aprecio por la libertad individual, por la propiedad privada, por el Estado de Derecho y la economía abierta, y una sana desconfianza hacia el estatismo, el intervencionismo, el petroestado absolutista y un repudio total hacia la teología comunista.
Por desgracia, parece que esto no es así, y que la desmemoria y la arrogancia de la corriente política de mayor arraigo en la sociedad venezolana, la socialdemocracia, insiste no solo en desconocer todas las graves “equivocaciones” cometidas por ella cuando ostentó el poder del Estado durante le etapa de mayor civilidad de nuestra historia, sino en negar la naturaleza socialista, colectivista y comunista del régimen chavista aún en el poder, a efectos de negar toda conexión entre su visión antiliberal del Estado y la economía con la visión, aun más antiliberal, del chavismo militarista respecto de papel del Estado en la economía.
Esta preocupación deriva de lo expresado por el vicepresidente del partido Acción Democrática y abogado Antonio Ecarri Bolívar en columna publicada en este mismo portal web, el pasado 05/05/17 y titulada “La caída del liberalismo rojo”. En ella afirmó lo siguiente: “…Esta gente que nos desgobierna no es comunista, porque en ese sistema, con todos sus defectos y carencias, nunca hicieron fama sus gobernantes de haber sido, ni de lejos, tan redomadamente corruptos como los que hoy dirigen, en mala hora, el Estado venezolano. Así que en lo económico será liberal, por lo del enriquecimiento desbordado de su cúpula, pero comunista… jamás".
Dicho en forma más simple, para Ecarri Bolívar los comunistas no son corruptos —o sea, la URSS, el régimen castrista, el de Corea del Norte y los de Europa oriental en la posguerra no fueron corruptos, o no tanto—, y los liberales son ladrones por defender el afán de lucro —es decir, Adam Smith, David Hume, John Locke, Juan de Mariana, Francisco de Vittoria y Augusto Mijares defendían una filosofía ladrona—. De allí que el chavismo no sea comunista, y en cambio sí sea liberal, como liberal fue la autocracia de Guzmán Blanco, en atención al “enriquecimiento desbordado de su cúpula”.
Que lo anterior lo afirme alguien que fue protagonista de la vida política nacional durante el predominio socialdemócrata sobre el Estado venezolano y la sociedad en su conjunto, que ha publicado un libro titulado Socialdemócratas vs comunistas. Historia de una controversia venezolana (Caracas: Los Libros de El Nacional, 2011), que conoce bien las fundadas acusaciones de corrupción formuladas contra el uso indebido y la desaparición de recursos públicos durante el predominio antes referido, y que ha publicado en los últimos años artículos de opinión en los que defiende las ideas tradicionales de la socialdemocracia venezolana acerca del Estado docente y la propiedad y reserva estatal del petróleo en Venezuela, no es poca cosa.
De hecho, es más bien alarmante, dada la aspiración del partido en el cual milita, con las figuras de siempre al frente del mismo, de volver al poder. Por tanto no puede ser ignorado por quienes aspiramos una Venezuela libre y republicana, en la que el gobierno respete las reglas de la democracia moderna —alternancia en el poder, descentralización, elecciones auténticas, límites a regla de la mayoría—, exista una efectiva división de poderes según el principio del Estado de Derecho y funcione una economía abierta, competitiva, de mercado, protegida por el principio de subsidiariedad y basada en los derechos de propiedad y la libre iniciativa privada.
En efecto, tales afirmaciones pueden ser indicativas de una postura más amplia de la socialdemocracia venezolana, al menos de la parte más tradicional de la misma, integrada por políticos e intelectuales con influencia pública durante el bipartidismo. Cabe interpretar que esa postura considera que la popularidad y el autoritarismo del chavismo nada tiene que ver con lo hecho por aquella en el país en materia económica, que por ello poco o nada habría que rectificar, abandonar y sustituir respecto de lo hecho entre 1959 y 1998 en áreas como la economía, la justicia y la educación, y que de volver al poder, sea a través de Acción Democrática o de otro de los incontables partidos socialdemócratas existentes a la fecha, lo adecuado para Venezuela es más o menos hacer “por el pueblo” lo que en su momento hicieron desde el gobierno Carlos Andrés Pérez (el primero, no el segundo, odiado por la socialdemocracia) y Jaime Lusinchi.
Sin duda, en muchas áreas de la vida nacional el balance del predominio socialdemócrata en el poder es positivo, en especial si se lo compara con períodos previos de la historia del país, o con la situación de otros países de la región durante las décadas en que se mantuvo ese predominio. Numerosas obras, algunas de reciente publicación, dejan constancia de ello (ver entre otras José Curiel (Ed.), Del Pacto de Puntofijo al Pacto de La Habana. Análisis comparativo de los gobiernos de Venezuela. Caracas: La Hoja del Norte, s/f; y Ramón Guillermo Aveledo, La 4ta república. La virtud y el pecado. Una interpretación de los aciertos y los errores de los años en que los civiles estuvieron en el poder en Venezuela. Caracas: Los Libros Marcados, 2007).
Pero no en todas las áreas el balance es positivo. Y de hecho, justo en las que es especialmente negativo se pueden encontrar causas directas del ascenso al poder y la consolidación en él del chavismo durante estos más de 18 años. Ejemplo de esas áreas en que el balance es muy negativo son la justicia, la educación y la economía.
En Venezuela, la socialdemocracia actuó en contra del Estado de Derecho y la independencia judicial al adoptar una estrategia de politización y control del Poder Judicial vía designación de magistrados de la antigua Corte Suprema de Justicia y subordinación a los partidos del Consejo de la Judicatura, de tolerar cuando no estimular la corrupción en este poder público a través del funcionamiento de las llamadas tribus judiciales, y de mantenerlo débil con pobres legislaciones y pírrico presupuesto, de modo que no pudiera contar con la autonomía necesaria para actuar como real contrapeso del gobierno y el Congreso (véase Rogelio Pérez Perdomo, Justicia e injusticias en Venezuela. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 2011). Esto facilitó la politización del Poder Judicial por el chavismo desde 1999, y que la ciudadanía no repudiara esa situación.
También actuó contra la república y la democracia, al ser indiferente y en otros casos al estimular los peores mitos políticos en el imaginario ciudadano, verdaderos obstáculos para lograr un vínculo permanente entre instituciones y valores de las personas, al no adoptar estrategias para a través del sistema educativo y otros mecanismos de formación ciudadana debilitarlos progresivamente; se alude aquí a mitos como el caudillismo, el militarismo, el pretorianismo, el bolivarianismo, el estatismo paternalista, el del país rico, la visión heroica de la historia, el de Juan Bimba, entre otros (es abundante la bibliografía sobre esta problemática, sobre la subestimación al mito bolivariano ver Luis Castro Leiva, De la patria boba a la teología bolivariana. Caracas: Monte Ávila Editores, 1991). La vigencia casi incuestionada de esos mitos durante la democracia civil, obsesionada con la cantidad y no con la calidad, con la escolaridad y no con la educación, facilitó la aceptación de la neolengua impuesta por el régimen chavista desde 1999.
Finalmente, la socialdemocracia actuó contra la libertad económica, la propiedad privada y el desarrollo de una economía abierta, competitiva y de mercado, en parte debido a su indisoluble conexión con la ideología comunista en cuanto a su visión del Estado en la economía y su proyecto “antiimperialista” y “nacionalista” de instaurar un petroestado, y en parte también debido a sus intereses clientelares y de fomento de la corrupción al crear privilegios con el manejo de los recursos públicos, despreciando la opción de consolidar un país de propietarios, acogiendo la opción intervencionista basada en controles y de tendencia hacia la planificación central con predominio de la propiedad y los monopolios estatales, al partir de una errada premisa que divide la libertad individual en política y económica, y asume como moralmente aceptable el mantener una sociedad “peticionista” (ver al respecto Herbert Koeneke Ramírez, “El petroestado paternalista y la nación peticionista”, en Cuando el Estado empobrece la nación. Caracas: Fundación Venezuela Positiva, 2006). Las sistemáticas violaciones de la propiedad privada del chavismo iniciadas en 2001 han encontrado “base jurídica” y aceptación durante mucho tiempo, gracias al estatismo que la socialdemocracia impuso a los venezolanos como la única vía para su desarrollo.
Para la socialdemocracia, y lo mismo cabe decir para su aliada en el poder durante el período 1959-1998, la democracia cristiana, bastaba con establecer una democracia electoral, que asegurara la alternancia en el poder al frente del petroestado vía elecciones directas, secretas y universales más o menos auténticas, que garantizara la libertad de expresión y asociación, y los mal llamados “derechos sociales” —en realidad, necesidades básicas como servicios de salud, de educación, trabajo, vivienda, etc.
No le importó, en cambio, la limitación del poder a través del Estado de Derecho, pues ella ejercía el poder “para el bienestar del pueblo” (las tardías y precarias leyes sobre el poder judicial, el contencioso-administrativo y el insuficiente presupuesto para los tribunales es prueba de ello); tampoco le importó la independencia económica de la sociedad, de los ciudadanos, de las empresas, a través de la diversificación de las exportaciones, la desestatización de la economía, la garantía y fomento de los derechos de propiedad y la creación de una economía competitiva, por su interés en que esa sociedad, en particular los más pobres, dependieran de ella y su poder como partido y como gobierno para existir (como lo explica Luis José Oropeza en Venezuela: fábula de una riqueza. Caracas: Artesano Editores y Cedice, 2014).
Es legítimo que la socialdemocracia quiera volver al poder y contribuir a la mejora de la vida de los venezolanos. Pero lo que no resulta legítimo es que se niegue a reconocer y debatir públicamente sus errores, cómo éstos facilitaron el ascenso de Hugo Chávez al poder, que no evolucione en sus ideas como sí lo ha hecho esa misma corriente en otros países de la región —debe superar su antiliberalismo infantil— y a no asumir la naturaleza en esencia totalitaria del régimen chavista, mezcla de neocomunismo y militarismo. Por fortuna, las jóvenes generaciones de militantes, dirigentes e intelectuales que siguen esta corriente política, al parecer no están de acuerdo con repetir los errores del pasado, y apuestan por trabajar por una Venezuela en la que los ciudadanos y no el Estado sean quienes definan el rumbo de sus vidas. El tiempo lo dirá.
Mientras tanto, urge que las ideas de libertad continúen siendo conocidas y difundidas, a través de la acción ciudadana y política de organizaciones como Cedice y Vente Venezuela, y que las nuevas generaciones conozcan a fondo las luces y sombras del período democrático 1959-1998 a través de la lectura de clásicos como La miseria del populismo de Aníbal Romero y Del buen salvaje al buen revolucionario de Carlos Rangel, así como de obras esenciales más recientes como La herencia de la tribu de Ana Teresa Torres, La rebelión de los náufragos de Mirtha Rivero, La picardía del venezolano de Axel Capriles o Por un país de propietarios de Isabel Pereira.
No insistir en ello, es condenar a los venezolanos al enorme riesgo de una vez superada la terrible noche colectivista del chavismo, caer de nuevo en la arrogancia estatista de la vieja socialdemocracia venezolana.
Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional (Venezuela) el 12 de mayo de 2017.