La amenaza populista

Juan Ramón Rallo considera que mientras los ciudadanos sigan reconociéndole una autoridad casi absoluta al Estado, los populismos continuarán aflorando.

Por Juan Ramón Rallo

El fantasma del populismo, ya sea el de izquierdas o el de derechas, recorre Occidente. La ultraderecha nacionalista no ha alcanzado el poder en Austria pero el izquierdista Movimiento 5 Estrellas en Italia sí se ha anotado una victoria de consecuencias difícilmente previsibles para el conjunto de la Eurozona. No será, además, la última amenaza que nos depara el futuro cercano: en pocos meses, Francia se enfrentará a unos comicios decisivos donde Le Pen encabeza de momento las encuestas.

Este renovado auge del populismo constituye un fenómeno con inquietantes paralelismos al que ya azotara Europa durante la década de los 30 y, por supuesto, también al continente Latinoamericano durante la segunda mitad del siglo XX. Algunos han pretendido explicar esta vitalidad del populismo como una revuelta del “pueblo” contra las “élites”: una especie de clamor por una mayor participación de la ciudadanía en los asuntos políticos con la finalidad de resolver los problemas que nos son comunes.

La realidad, sin embargo, es bastante distinta. En el último informe del Instituto Juan de Mariana —titulado "Movimientos populistas: ¿Una expresión social del descontento o una estrategia para concentrar poder político?"—, el doctor en Ciencias Políticas y profesor de la Universidad Francisco Marroquín, Eduardo Fernández Luiña, disecciona el movimiento populista como una estrategia política para alcanzar, consolidar y concentrar el poder. El populismo arranca con una ventana de oportunidad, a saber, una crisis real —aumento del desempleo, terrorismo, quiebras empresariales, corrupción generalizada, etc.— o una crisis artificial —la globalización o la desigualdad no asociada al aumento de la pobreza como amenazas—, que es instrumentada a través de un relato maniqueo y polarizante por parte de un frente político que se reclama anti-elitista y representante de los auténticos intereses del pueblo. Y, como es obvio, a la vanguardia de ese frente político se coloca un líder carismático, admirable, confiable e ilusionante que de alguna manera canaliza los anhelos de la población desengañada en su lucha contra la casta.

Semejante estrategia populista es fácilmente reconocible en formaciones tan ideológicamente variopintas como Podemos en España, el Partido Republicano de Trump en EE.UU., el chavismo en Venezuela, el Frente Nacional en Francia, el Movimiento 5 Estrellas en Italia, Syriza en Grecia o la parte nacionalista y xenófoba del Brexit en Reino Unido. De hecho, en la medida en que todos los políticos aspiran a alcanzar el poder y están dispuestos a mentir y a manipular con descaro, todos se valen de una cierta estrategia comunicativa populista: sin ir más lejos, durante la última campaña electoral, el Partido Popular (PP) recurrió sin complejos al populismo fiscal, prometiendo que iba a rebajar con determinación los impuestos aun siendo consciente de que los volvería a multiplicar.

De ahí que el rasgo definitivo de los movimientos genuinamente populistas vaya más allá de su propaganda polarizadora y caudillista, y consista en la aspiración de construir un nuevo régimen político que subordine los derechos y libertades de los ciudadanos a la voluntad del pueblo representada en la figura del líder carismático y en el resto de cuadros del movimiento. Es decir, el populismo no se contenta con manipular a los votantes para conquistar el gobierno —práctica que, como decimos, comparten todos los políticos— sino que aspira a reconstruir las instituciones para ampliar el poder del Estado y consolidarse en el mando.

Al cabo, los derechos y las libertades individuales —entendidos como restricciones a los ámbitos legítimos de actuación del Estado— constituyen un obstáculo para la resolución de aquella crisis social que ha dado alas al populismo: si el Estado no puede confiscarle la riqueza a los ciudadanos, si no puede prohibirles comerciar con extranjeros, si no puede deportar a los inmigrantes, si no puede controlar los mensajes subversivos de los medios de comunicación, si no puede nacionalizar las industrias estratégicas, si no puede subir masivamente impuestos, si no puede devaluar la divisa, si no puede espiar e intervenir nuestras comunicaciones privadas, si no puede controlar la religión de sus ciudadanos, si no puede, en suma, planificar nuestras vidas y subordinarlas al nuevo régimen verdaderamente expresivo de los deseos de “la gente”, entonces el populismo se convierte en un movimiento maniatado e impotente frente a la problemática social que denunciaba y que lo ha encaramado al poder.

El régimen populista, por tanto, debe ir concentrando y centralizando el poder a través de la erosión de las libertades individuales. En nuestras democracias liberales modernas, esa erosión se canaliza a través de una reforma constitucional que sea habilitante para el Estado: es decir, que lejos de reducir su campo de actuación, lo amplíe con las más variopintas excusas, normalmente agrupadas en torno a cortinas de humo como “derechos de tercera generación” o “regeneraciones democráticas” (todos ellos auténticos pretextos para que el Estado amplía su rango de actuación aun en conculcación de los derechos y las libertades básicas de las personas).

Frenar el avance del populismo —no sólo en su vertiente comunicativa, sino en su estrategia de infiltración y asalto institucional— es crucial para evitar el deterioro del ya precario sistema de libertades actual. Y al populismo se lo ha de combatir esencialmente en el terreno cultural e intelectual: exponiendo ante el público sus mentiras sistemáticas y su liberticida jerarquía moral. Confiar en que la crisis escampe y en que con ella también se diluya la amenaza populista es librarnos del problema sólo a corto plazo, pero para volver a padecerlo en el largo plazo (cuando regrese la próximo crisis): mientras la mayoría de ciudadanos no interioricen la idea de que las crisis y los conflictos no justifican un cercenamiento de las libertades de las personas, el Estado continuará medrando a golpe de shock y el populismo disfrutará de un abonadísimo terreno para expandirse.

Por eso, la verdadera alternativa al populismo, la única forma de contener permanentemente sus cíclicas embestidas, es la extensión social de los valores liberales que imponen estrictos e irrenunciables límites al poder político. Mientras sigamos reconociéndole una autoridad política cuasi absoluta al Estado, los movimientos populistas continuarán floreciendo en cada crisis para tratar de colonizar e instrumentar ese Estado omnipotente. Frente al despotismo arbitrario del populismo, liberalismo.

Este artículo fue publicado originalmente en El Confidencial (España) el 5 de diciembre de 2016.