Japón: El Sol Naciente y su muy keynesiana puesta de sol

Charles Philbrook asevera que Japón tiene 20 años intentando lograr su recuperación económica mediante recetas keynesianas y que si EE.UU. hace lo mismo probablemente obtendrá los mismos resultados.

Por Charles Philbrook

Hasta hace poco, muy poco, el consenso en cuanto a qué hacer en torno a la crisis económica global era, se podría decir, casi general, y eso, en cierta forma, reflejaba el “Ahora todos somos keynesianos”. En los últimos días, sin embargo, en una reunión de ministros de Finanzas de la Unión Europea, llevada a cabo en Bruselas, éstos acordaron romper con las implicancias de pareja afirmación; es decir: no más paquetes de estímulo fiscal, pues un mayor nivel de deuda pública “amenazaría la estabilidad de la eurozona” (“Europe rejects extra stimulus appeal”, Financial Times, 9 de marzo de 2009). Esta decisión trasciende lo político, y abre una gran brecha económica en el Atlántico, entre los estadounidenses, dispuestos a correr el riesgo de la destrucción monetaria y bancarrota fiscal, y los europeos, decididos a salvar lo que queda de su Unión.

¿Irresponsabilidad o prudencia europea? ¿Cómo resumir el acuerdo de Bruselas? Como uno de cordura en lo fiscal y locura en lo monetario (se sigue permitiendo que el Banco Central Europeo continúe con su bacanal de deuda y crédito). Con más de lo mismo, con más de Keynes, la desintegración monetaria era un hecho: tres países —Alemania, Austria y Holanda— son ahorristas netos (producen más de lo que consumen), mientras que los demás consumen más de lo que producen. Un mayor déficit en la eurozona, entonces, sólo es posible si estos tres están dispuestos a financiar un creciente dispendio, lo que deja de ser una opción ahora que la producción industrial alemana entra en caída libre. Por lo tanto, es más que obvio que la respuesta desde las trincheras teutonas tuvo que haber sido un amenazante y rotundo “No”.

Gastar más, consumir más, endeudarse más, buscando salvar a la economía de la depresión a la que un creciente nivel de gasto, consumo y deuda la han llevado, va en contra del sentido común y de toda lógica económica. Japón lo sabe bien, y ahora Europa también.

El Gobierno del Sol Naciente ya lleva casi veinte años intentando infructuosamente resucitar su moribunda economía, luego del colapso financiero e inmobiliario al que, indirectamente, el Acuerdo del Plaza, en 1985, condujo. Tal acuerdo, se recordará, buscaba que el dólar se deprecie, principalmente, en relación al yen japonés, y así, en teoría, cerrar el creciente déficit comercial norteamericano. El yen, entonces, se apreció, lo que afectó negativamente al sector exportador, reduciendo a la mitad el crecimiento económico del año siguiente. Esto llevó a que el Banco de Japón optara por una política monetaria expansiva, que a comienzos de 1987 reducía a la mitad, a 2,5%, la tasa interbancaria. Con el costo del crédito por los suelos, y como es “natural”, una creciente especulación terminó por inflar los precios de los activos financieros y de los bienes inmuebles. En 1985, el índice del mercado de valores, el Nikkei 225, fluctuaba alrededor de los 11.000 puntos, mientras que el índice de precios del sector de bienes raíces comerciales, en las seis ciudades más grandes, lo hacía alrededor de los 150. Cinco años más tarde, y gracias a la generosidad de la política monetaria expansiva del Banco de Japón, estos índices se disparaban verticalmente más de 230%.

Toda burbuja especulativa acaba mal: o revienta, si el banco central reduce súbita y drásticamente la liquidez, o pierde aire en forma gradual. En uno y otro caso se destruye la ilusión de prosperidad a la que una artificial expansión del dinero y del crédito condujo. Pues bien, ya que el Banco de Japón estaba al tanto de la inexistencia de una tercera alternativa, optó por que ésta pierda aire en forma gradual, y elevó la tasa interbancaria cinco veces, de 2,5% en 1987 a 8% en 1991. Este encarecimiento del crédito, como era de esperar, acabó con la especulación en los mercados, y desde el punto máximo alcanzado en 1990, uno y otro índice aquí mencionado pierde ya un 80% de su valor. Y si a estos índices les va mal, a la economía en su conjunto no le va menos mal: el PBI real, en la década de los noventa, ha crecido a una tasa promedio anual de 0,9%, la que ha pasado a ser negativa desde 1998.

En lo fiscal y monetario no se puede acusar a Japón de no haberlo intentado todo. Redujo progresivamente su tasa interbancaria, de 8% en 1991 a prácticamente cero por ciento desde 1995, y aun así, lo inestable de los “signos vitales de la economía” lleva a que la prognosis oscile entre mala e inútil (de nada sirve que el costo del crédito sea cero si el retorno promedio a las inversiones —utilizando el PBI real como una aproximación— es negativo: ¡no se invierte para perder!). En la misma línea, ya son diez —¡sí, diez!— los paquetes de expansión fiscal que se aprueban desde el colapso de la burbuja, y los resultados son aun más desastrosos: la deuda pública, como porcentaje del PBI, se ubicaba en un 60% en 1991, y hoy es del orden de 180% (escapa toda comprensión posible que haya economistas que afirmen que el Gobierno japonés no hizo todo lo que pudo, o que lo hizo tarde; ignoran que toda herramienta es útil en la medida que se emplea de la forma prevista).

Pues bien, ¿qué explica el fracaso del experimento keynesiano? Esto: una economía moderna tiene dos grandes sectores: el público y el privado. Todo proceso de creación de riqueza se da únicamente en el sector privado, y la demostración de que sólo puede ser así, parte de la siguiente observación: sin los ingresos fiscales, el Gobierno colapsa; sin el pago de impuestos, el ciudadano tiene para consumir y ahorrar más. Un mayor gasto fiscal, entonces, implica una redistribución del consumo, de uno a otro sector, del privado al público. Bien, ¿qué argumento podría justificar esta redistribución? Algunos economistas postulan que una “recesión” más que la justifica. Pero ¿qué sabemos acerca del origen de ésta? ¿Es de origen interno o externo? Si es de origen interno no tiene sentido que el Gobierno suba los impuestos o se endeude internamente buscando aumentar el ingreso nacional, pues así como nuestra riqueza personal no aumenta cuando pasamos el dinero de un bolsillo a otro, ésta tampoco lo hace cuando los recursos de un país fluyen de un sector al otro (el mágico y prodigioso “multiplicador” no es más que una función algebraica sin aplicación alguna en la vida real, como así lo demuestra la experiencia japonesa). Ahora bien, que el Gobierno se endeude externamente, en otra moneda, sólo tiene sentido si se cumplen estas dos condiciones: (1) el total de la deuda se invierte (no se canaliza a un mayor consumo), y (2) la rentabilidad futura de las obras en infraestructura alcanza para cubrir los intereses de la deuda, el pago del principal y posibles variaciones (en contra) del tipo de cambio (que el Gobierno se vea obligado a refinanciar su deuda, cada cierto tiempo, podría indicar que estas dos condiciones nunca estuvieron presentes, en cuyo caso pueden sumarle una razón más al porqué de la pobreza en un país).

De Japón sabemos que su recesión es interna (el colapso de su burbuja, de sus excesos fiscales, monetarios), y también sabemos que hizo todo aquello que no debió hacer. ¿Por qué sorprendernos, pues, por los infortunios que afligen a su atribulada economía? “Los placeres sensoriales”, decía la columnista estadounidense Ann Landers, “tienen el resplandor efímero de un cometa; un matrimonio feliz, la tranquilidad de una hermosa puesta de sol”. ¿Y qué diría de los “placeres keynesianos”?