Irak: Más tropas no solucionarán el problema

Por Christopher A. Preble y Gordon Adams

Gordon Adams es profesor de relaciones internacionales en el Elliott School en George Washington University y asociado del Woodrow Wilson International Center for Scholars.

El factor más irritante que afecta al primer mundo es la inmigración ilegal. Literalmente, decenas de millones de africanos, asiáticos y latinoamericanos intentan desesperadamente alcanzar las costas de países como España, Italia, Francia, y, por supuesto, Estados Unidos. Pero los pobres también lloran. A veces la presión migratoria ocurre entre países del tercer mundo. Es la gradación del horror. Los dominicanos, por ejemplo, deben pechar con la riada de haitianos que por millares cruzan la frontera ilegalmente desde la muerte del dictador Trujillo en 1961. No se sabe si hay uno o dos millones de ellos afincados en Santo Domingo o escondidos y secretamente explotados en los cañaverales. Los costarricenses tienen dentro de su territorio a más de medio millón de nicaragüenses. Si Daniel Ortega y los sandinistas vuelven a gobernar cruel y estúpidamente esa cifra aumentará de manera sustancial en poco tiempo.

En cada país donde abundan los inmigrantes el dilema es el mismo: por una parte, la sociedad suele detestarlos, pero, por la otra, desea que se asimilen y los critica cuando exhiben sus diferencias. Sospechar del que viste, habla, se alimenta, reza o gesticula de manera diferente parece que es una reacción cultural o genéticamente codificada presente en todas las sociedades. Nuestros primos, los simpáticos chimpancés, destripan metódicamente a los intrusos de su misma raza que se acercan al grupo. A veces el bicho humano exhibe una conducta parecida. En Alcorcón, un barrio de la periferia de Madrid, mientras escribo estos papeles algunas bandas juveniles latinoamericanas y españolas se enfrentan a navajazos. No están muy lejos de los chimpancés.

Obviamente, lo ideal es que los extranjeros se integren y asimilen al país al que han emigrado, pero el asunto se complica cuando la sociedad, lejos de favorecer ese fenómeno de transculturación, le pone obstáculos. ¿Cómo? Muy sencillo: cuando a los inmigrantes adultos les veda la posibilidad de trabajar y a los niños la de estudiar. El centro laboral —incluidas las fuerzas armadas, por cierto— y la escuela son los dos lugares idóneos para que los extranjeros entren en contacto con la nueva patria a la que han emigrado. ¿Cómo extrañarse de que los inmigrantes ilegales constituyan guetos en los que perpetúan sus costumbres y vivan al margen de la ley si la sociedad les cierra los caminos que conducen a la integración?

Hay un caso de exitosa asimilación que merece ser estudiado con atención: el de los cubanos en Estados Unidos. En cuatro décadas, los cubanos radicados en Estados Unidos se han integrado asombrosamente en la sociedad norteamericana. Es una minoría que participa apasionadamente en la vida pública y cuenta con dos senadores y cuatro congresistas federales, un miembro del gabinete, una docena de embajadores —activos o inactivos— y un peso extraordinario en las instituciones del Estado de la Florida, cuyo parlamento preside un joven miembro de esa comunidad.

Pero aún más impresionante es el grado de integración y asimilación en la sociedad civil y en el aparato productivo. Según los datos del censo oficial, la segunda generación de cubano-americanos posee un mayor nivel de educación y de ingresos que la media norteamericana, mientras que el número de empresas creadas o poseídas por este grupo es uno de los más altos entre todas las etnias estudiadas por los demógrafos y sociólogos que se dedican a esta rama de la econometría.

¿Por qué ha sido tan notable la asimilación de los cubanos? Probablemente, porque en 1966 el Congreso de los Estados Unidos, ante la presencia en territorio norteamericano de varias decenas de millares de cubanos ilegales que no podían ser devueltos a Cuba, dictó una sabia medida, la llamada ''ley de ajuste'', que les permitió a los cubanos adquirir rápidamente la residencia, trabajar, estudiar, crear empresas e integrarse en la sociedad norteamericana.

La experiencia y el sentido común indican que ésa es la forma más razonable de enfrentarse a este inmenso problema. El conflicto desaparece o se atenúa cuando los ilegales se legalizan, estudian, comienzan a pagar impuestos y benefician con su trabajo al conjunto de la sociedad en la que viven. Es cierto que esa fórmula tal vez estimule la inmigración, pero esa consecuencia es menos mala que la de mantener a millones de personas en la marginalidad. Si se quiere fomentar la asimilación hay que construir puentes, no cavar fosos.

Traducido por Helena Ball para Cato Institute.